jueves, 5 de mayo de 2011

Saber estar

Saber estar
Ramón Serrano G.

Para Gabriel Soriano, un hombre que sí sabe estar.

Porque así lo creo, que así me lo enseñaron, y así lo he podido corroborar, vengo en decir que el mayor tesoro que puede haber una persona es el saber, y me estoy refiriendo a la segunda acepción que de este término da María Moliner, o sea: Circunstancia de saber cosas. Sabiduría. Y aún podemos desgranar más esta definición, aunque sea solamente en dos mitades. La primera sería la de tener un gran conocimiento de una o de varias materias. La segunda, conocer el modo de actuar, adecuada y correctamente, en todo momento y a lo largo de toda una vida.
Alguien, que no sé quien, tiene dicho que el saber y la virtud son los dos valores que pueden elevar a un hombre por encima de los demás. Completamente de acuerdo. Porque el conocimiento, en mayor o menor profundidad de alguna materia, es algo realmente extraordinario. Y con la virtud ocurre igual, entendiendo esta como la capacidad que tiene algo para producir efectos beneficiosos. Entonces, permítaseme enfocarla desde el prisma del comportamiento humano. Sobre eso que llamamos saber estar, que no es sino el seguimiento de aquella frase de Cicerón que dice: “No basta con adquirir sabiduría; es preciso, además, saber utilizarla”. Así, podríamos referirnos al saber callar y saber hablar; saber mandar y saber obedecer; saber laborar y saber ociar. Pero quisiera detenerme en otras perspectivas de estos saberes: las de saber ganar y saber perder, que son, no sé si más que las otras, pero muy relevantes de nuestro modo de ser.
Debo resaltar que una de las más difíciles cualidades que puede tener una persona es la de saber perder. En el complicado juego de la vida (y hay que recordar que en la mesa y en el juego se conoce al caballero) una de las actitudes más arduas es la de, con elegancia y dignidad, felicitar al vencedor. Y pocas conductas son más desagradables que la de ver a un mal perdedor fuera de sí, sin saber ni poder contenerse, y achacando su derrota a cualquier motivo menos a su ignorancia o inexperiencia. Sin saber ni querer aceptar la superioridad del oponente y basar la victoria ajena en la suerte, en ayudas externas, e, incluso, en que el otro no ha jugado limpio.
Ignorar por completo, o rechazar, el admitir los propios errores, y lanzarse a propalar excusas, negándose a estudiar las causas del fracaso.
Pero si es intrincado esto, quizás lo sea mucho más el saber ganar.
Y si es insoportable contemplar los gestos de un mal perdedor, tanto, o más, es ver a un ganador presuntuoso. Está clarísimo que quien sabe ganar lo hará siempre con una expresión de alegría, pero ha de hacerlo sin engallarse y con el mayor respeto, estando convencido de que asumiendo la victoria con humildad, ayudará a su oponente a tolerar su frustración. Quiero recordar que, en una final del torneo de tenis de Australia, cuando el fantástico jugador Roger Féderer salió a recoger el segundo premio y pronunciar unas palabras, no pudo acabarlas porque el llanto se lo impidió. Y entonces, estando situado detrás de él nuestro Rafa Nadal, como grandísimo campeón que es dentro y fuera de la pista, y a pesar de que acababa de ganar ese gran slam por primera vez, testimonió al suizo su respeto y su admiración por él de una manera exquisita.
Pero, aunque muchos lo llevan dentro y son más proclives a ello, a ganar y a perder se aprende desde niños. O sea, que son los padres y profesores los que han de inculcar esas buenas maneras en los chavales, pero haciéndoselo aprender por pensamiento, palabra y obra. Hay un caso que se suele dar con demasiada frecuencia. Un niño pierde un partido y al llegar a casa el padre le dice que aquello no tiene importancia, que lo verdaderamente importante no es ganar sino participar. Y ese mismo padre, dos horas más tarde, sentado ante el televisor, si a su equipo le van zurrando, no cesa de lanzar improperios e insultos a troche y moche, “disparando contra todo lo que se menea”. Y el chiquillo no puede entender la discrepancia entre lo oído antes y lo visto después. Dicho de otro modo, que hay que imbuirles la enorme dificultad del triunfo, que se consigue con la ambición y el espíritu de lucha, y desaconsejarles el abandono y la abulia en la persecución de un fin noble. Y todo ello dentro de los límites y normas establecidos. Y luego, y tan importante o más que la contienda, al término de la lid, tener humildad en la victoria y reconocimiento al otro si ha sido el vencedor, siempre que haya sabido ganar limpia y sabiamente.
Repito que todo eso, el saber ganar y perder, hablar y callar, mandar y obedecer, y tantas y tantas otras acciones que todos sabemos, es lo que constituye la maravillosa cualidad de saber estar, de ese exquisito comportamiento, que pocos poseen pero que quien la tiene, hace gala de ella en su proceder, sencilla, espontánea, continua y calladamente, tanto en los actos rutinarios como en las ocasiones menos comunes o más trascendentes. Es su exclusiva y admirable manera de obrar.
Vaya entonces, y con estas pobres palabras, mi mayor admiración para aquellos que nos dan a diario un hermoso ejemplo, porque eso saben y eso hacen. De ahí la dedicatoria de este escrito.

Mayo de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 6 de mayo de 2011