sábado, 26 de enero de 2008

Los payasos

Los payasos
Ramón Serrano G.

Hubo una época, una feliz época, en que a los pueblos grandes venían periódicamente espectáculos de diversa índole. Compañías de teatro que se asentaban en el lugar una larga temporada y representaban uno y otro año “Genoveva de Brabante”, o “La malquerida”, siempre con gran éxito de público. Otros asiduos visitantes anuales eran las compañías de revista o de “cantaores”, al frente de las cuales venían las mejores figuras del momento, y que aparecían al remate de vendimias, o sea cuando la gente solía tener dinerillo fresco. Pero yo a los que recuerdo con más cariño, por otra parte cosa natural ya que me estoy refiriendo a mis tiempos de niño o casi adolescente, es a los circos. Aquellos muchas veces pobres, pero, para nosotros, maravillosos circos, que traían los números “espectaculares” del funámbulo, del domador, o del malabarista, etc., etc. Auténticos artistas inigualables que venían de triunfar de los más lejanos países, todo ello al decir de los presentadores, aunque no pasaban de ser, la mayoría de las veces, profesionales poco importantes y/o ya en decadencia.
Pero para mí, quienes dentro del elenco tenían verdadera importancia, eran aquellos dos o tres payasos, pero no, por supuesto, ni el clown ni el augusto, no, sino otros completamente desconocidos, que actuaban siempre mientras se desmontaba la jaula de las fieras o se apartaban los artilugios que sostenían el número del trapecista, y cuya misión, a base de tortazos y caídas morrocotudas, no era otra que entretener a los espectadores en esas obligadas interrupciones. No eran afamados, digo, ni sus ignorados nombres aparecían en los carteles. Pero sin fama ni oficio, hacían el buen y difícil oficio de que el público se mantuviera divertido constantemente, evitando su aburrimiento. Y va dicho, que muchas veces, repasando con los amigos la bondad, en muchas ocasiones escasa, del espectáculo, coincidíamos en que nuestro mejor recuerdo era para el trabajo, ¿secundario?, de esos anónimos comediantes bufos.
Interrumpo mi idea para decir que algo similar a aquello pienso ahora de los anuncios que aparecen en televisión porque, aunque no es ese el fin para el que han sido creados, sí son, a veces, mucho más amenos que el programa que estamos contemplando. Porque reconocerán ustedes conmigo que suele ser malo, pero rematadamente malo, el noventa por ciento de lo que hoy en día se ve en la pequeña pantalla. Yo creo que la televisión ( y hablo como es lógico de la que llega hasta el gran público y no del sistema que trasmite imágenes, etc.) es el único invento que no ha servido para lo que fue creado, puesto que el uso que de ella se está haciendo en la actualidad por sus mangoneadores, vale más para adocenar la mente y destruir la razón, que para formarla y ser un muy eficaz medio de impartir cultura o simplemente de solazar al veedor.
Pero volvamos al tema inicial, y veremos que algo parecido a lo anteriormente expuesto sobre ese tipo de payasos, nos pasa a los que escribimos cositas, y llamo así a estos escritos que publico habitualmente, ya que, al menos yo, no sé hacer obras mejores, ni más extensas. Estos trabajos nuestros “miniaturas”, no deben confundirse en ningún momento con los de los articulistas, que España los tuvo siempre, (¡ ay Larra, qué olvidado te tenemos!) y los tiene magníficos y para ellos va, de antemano, mi respeto, mi aplauso y mi enorme admiración. Estos, las más de las veces, se ocupan de temas actuales, mientras que nosotros solemos dar nuestra, en mi caso pobre, opinión sobre temas intemporales o narrar historias cortas y, al poder ser, entretenidas. Pero además de distraer el ocio e intentar hacer pasar un rato algo agradable a quien tiene la amabilidad de ocuparse de nuestros escritos, tenemos, o al menos yo lo intento, otra misión mucho más importante al publicarlos. Y esta no es otra que la de que el público se mantenga interesado en la literatura y no pierda, y en algunos casos gane, la costumbre de leer, que hoy en día está muy amenazada por muchos motivos. Dice el maestro Azorín, cuando habla de los Romances, que muchos han sido escritos por alguien que ha querido mostrar su retórica y su lindeza. Pero otros tienen la hechura y la emoción de la obra que ha sido pensada y, sobre todo, sentida. Pues quiero decir bien alto que es a estos últimos a los que me acojo, y entre los que me hallo, o al menos esa ha sido siempre mi intención.
Por todo ello, procuramos hablar de los más diversos motivos y citamos textos o frases originarias de eminentes autores, con el fin de crear esa afición tan deseable a las letras. Está dicho que para ser escritor es imprescindible haber leído y leer muchísimo, y yo, que soy mal escritor pero viejo lector, me tengo impuesta la misionera tarea de convencer a alguien de que tome afición a los libros, que leer es una de las más gratificantes labores que el ser humano pueda realizar, aunque no se tenga la posterior intención de escribir.
Nunca sabré si con mis textos he conseguido algún neófito para esa causa. Sin embargo, me ilusiona pensar que sí lo he hecho, y si no, al menos, me conformo con haberlo intentado. Habré realizado lo mismo que hacían aquellos payasos: intentar hacer pasar un rato agradable distrayendo, en lo posible, a los espectadores. Sé, a ciencia cierta y además no me importa al no ser ese el fin que persigo, que mi nombre no pasará a las enciclopedias, ni mis pequeñas obras son o serán módelicas. Pero con que sean literariamente evangelizadoras, la felicidad estará conmigo.

Marzo 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 5 de Marzo de 2004

el bosque

El bosque
Ramón Serrano G.

Para Rocío Torres, una mujer enamorada de su pueblo, su cultura, sus gentes.

Mucho tiempo antes de conocer a Luis, viví en un lugar en el campo, que tanto por lo benigno de su clima como por la belleza de su entorno era realmente un paraíso, una floresta formada por paisajes a cual más hermoso y atractivo. Mi vida, sin que reniegue o me queje en absoluto de la actual, constituía entonces una delicia, ya que mis ocupaciones no eran excesivas ni agobiantes y además tenía bastante tiempo libre para hacer correrías a mi gusto y disfrutar enormemente de parajes, de los que cabría decir que no los habrá mejores en el paraíso.
Y un buen día, cuando empezaba a apuntar la primavera, el cielo estaba limpio como una patena y el sol regalaba aún mas satisfacción que incordio, me extendí sin notarlo en mi paseo matutino, y fui a dar a un bosque realmente singular y extraño, formado por unos árboles que yo no había visto nunca, y por supuesto no conocía. Mi vida se había desarrollado siempre en el campo y sabía distinguir perfectamente unas de otras, entre las muchas especies arbóreas de los contornos. Pero mi extrañeza era cada vez mayor al descubrir cada uno de los que eran, para mí, extraños componentes de aquella algaba. Porque noté enseguida que no era aquél un bosque mediterráneo, ni tropical o una taiga o bosque boreal, o el templado europeo, o uno de producción para proporcionar madera, corcho, resina, látex, tanino, etc., o uno de protección para evitar erosiones y asegurar y regularizar el régimen de aguas. O de esos recreativos que existen para asegurar a la población sitios de recreo, ocio y rutas turísticas. Ni tampoco un bosque monoespecífico de coníferas, de frondosas, como los hayedos y robledales, o resinosas, como los pinos y sabinares
He de decir que su aspecto era sumamente agradable y el entorno que formaban ofrecía un aspecto y un ambiente acogedor, oferente de adentrarse en él, pero el temor a lo desconocido, y aunque lo que estaba observando era muy sugestivo, volví sobre mis pasos y regresé a la casa, no con miedo, pero sí con deseo de preguntar a mi amigo y amo de aquellos entonces qué clase de sitio era aquél que había descubierto. A mi llegada estaba sentado en el porche y me faltó tiempo para darle cuantas explicaciones pude de mi hallazgo. Él, ya viejo y por lo tanto sabio, me escuchó pacientemente, y cuando finalicé mi explicación, se sonrió y me dijo: “ mañana iremos a ver esa maravilla de descubrimiento que has hecho”.
Y así fue. Cuando empezaba a mediar la mañana empezamos a caminar, yo con ansia y él sin prisa, hasta que al rato llegamos al lugar de autos. Y cuando quise empezar a indicarle la rareza de cada uno de los arboles que allí se encontraban, me atajó diciéndome:
- Mira Luca. Este lugar lo conozco desde que era muy joven. Cuando lo vi por primera vez me ocurrió algo parecido a lo que te ha sucedido a ti, y empecé a estudiar a qué raza, clase o condición pertenecían estos ejemplares. Los visité muchas veces y acabé conociéndoles como si fueran de mi misma familia, que a tales los quiero. Y ahora voy a ir enseñándotelos, uno a uno, para que tú también los conozcas y aprendas a quererlos.
Mira, ese de ahí es el del Saber. Como observarás, tiene muchas ramas, muchas, porque él comprende y contiene una cantidad enorme de especialidades y materias. Pero cualquiera de las que elijas de entre ellas la encontrarás sumamente atractiva y satisfactoria. Quien se acoge a este árbol encuentra la felicidad, pues bajo su influencia el cuerpo y el alma adquieren una paz imposible de encontrar en otro lugar o por otros medios.
Este es el del Trabajo. Como verás es muy viejo y está retorcido por el esfuerzo. Pero también es muy fuerte y proporciona siempre unos frutos muy satisfactorios para el buen vivir de los seres que a él se entregan.
El de ahí delante es el de la Esperanza, y el verdor profundo que tiene nos hace creer que el futuro nos será pródigo y agradable, lo cual conlleva un punto de felicidad.
Aquí al lado se encuentra el de la Caridad. Como ves procura ayudar y dar cobijo a quien lo necesita, sin pedir ni esperar nada a cambio.
Mira donde tenemos al de la Nobleza. Su porte es hermoso y no lo temas nunca, antes al contrario, procura acercarte a él, que es incapaz de hacer daño a alguien, ni procurarle otra cosa que no sean beneficios.
No creas que aquél que ves como encorvado, está así por pleitesía o servilismo, no. Es que es el de la Gratitud, y está dando muestra constante de agradecimiento por cualquier bien que le hayan hecho, ya sea este grande o pequeño. Pertenece a una especie muy escasa, o sea, que no hay muchos de ellos en el mundo.
Y por último quiero que veas al más hermoso y atractivo de todos. Es el del Amor, y sobre este quiero hacerte algunas aclaraciones. Primero que mucha gente lo confunde con otra especie que se parece a él pero sólo en lo externo y que se llama del deseo, aunque entre uno y otro la diferencia es abismal. Y segundo que es imposible lograr los frutos de este sin pincharte con sus abundantes y dolorosas, pero agradables y deseadas espinas. Y no olvides, pues no hay verdad tan grande como esta, que quien consigue alcanzarlos, encuentra en ellos la mayor felicidad del mundo.
Volvimos a la casa y yo regresé en repetidas ocasiones al maravilloso bosque, por lo que pude comprobar la veracidad y exactitud de todo cuanto mi amo y amigo me había contado. Pero una mañana, cuando estaba placenteramente acomodado en tan idílico lugar, vi llegar a una cuadrilla de obreros, con grandes sierras y excavadoras, y oí decir al que parecía el capataz:
- Venga muchachos, que esto lo talamos en unas horas y este año no nos va a faltar leña para el fuego.
Febrero 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 27 de febrero de 2004

Citas

Las citas
Ramón Serrano G.

Para Alejandro Cañas, un hombre de grandes inquietudes que ha sabido aprender mucho.

En este mundo hay cosas (actitudes, comportamientos, ideas, etc.) que uno no llega nunca a comprender y en demasiados casos ni a conocer. Hábleme usted a mí de la física cuántica, del taoísmo o de la epistemología, y le diré que sí, que buenas tardes y que el tiempo ha mejorado bastante.
Pero algo parecido me ocurría con las modas, hasta que un buen día hice lo que se debe hacer con todo: pararse uno a estudiarlo con detenimiento y se acaba comprendiendo. Y así, vi que aquello que simplemente se trataba del gusto general en un determinado, y casi siempre corto, espacio de tiempo, no era ni más ni menos que una mamandurria, que se sacan de la manga periódicamente unos cuantos avispados y con lo que le vuelan muy buenos cuartos a muchos pazguatos que quieren presumir de modernos. El sistema es siempre el mismo: Pirufrí, que es hoy el diseñador imperante, saca al mercado un zapato de color verde de piel de “parapá”, con un lazo aquí, una correita allá y un tacón así. Bueno, pues, al punto, ya están todas las revistas y tertulias televisivas al uso aireándolo y toda la jet-set calzada con zapatos verdes de parapá. Hasta que pasa como mucho un mes y Taiwan, que siempre está al loro, inunda el universo de zapatos verdes exactamente iguales, que no son de parapá sino de perepé (que viene a ser igual), y que son muchísimo más cómodos, duran el triple, valen unas diecisiete veces menos y pueden comprarse en cualquier mercadillo que se precie.
Y lo mismo ocurre con todo, con lo cual tenía que suceder igualmente con la forma de hablar en público o de escribir. Sabemos que la época actual está dominada con intensidad por la información, en detrimento de la densidad de la cultura. Antiguamente, quien quería saber de algo no tenía más remedio que estudiarlo y luego lo iba transmitiendo por vía oral a aquellos pocos que tenían la suerte o la paciencia de escucharle. Pero hete aquí que, metidos en la civilización de la prisa, empezaron a aparecer los diccionarios enciclopédicos en los que, a más de la definición, se dan noticias del tema o materia correspondiente, con lo que todo bicho vividor podíamos acceder con gran facilidad a darnos un escaso, pero aparente, baño de cultura.
Más tarde ocurrió algo mucho peor. Los americanos, ya dueños del mundo, inundaron a este, cada semana, con las célebres Selecciones del Reader’s Digest, que por si alguno de ustedes, amables lectores, son tan jóvenes que no llegaron a conocerlas, les diré que era una publicación semanal, cómoda, manejable y naturalmente bien presentada, en la que venían fácil y convenientemente condensados, digamos que semi-masticados y casi digeridos, los más diversos temas de todas las ramas del saber. Daba igual que fuese filosofía, historia o arte, etc., pero quiero recordar que en lo que más hincapié hacían era en los avances y popularización de los temas médicos, cosa esta que a mi corto entender debería estar prohibido, porque suelen dar como ciertos y ya realizados supuestos logros que sólo están en ciernes y con ello dan vanas y las más de las veces frustradas esperanzas a los afectados por el mal aludido. Pero ese es otro tema. Para que se den una idea, Selecciones era algo así como las publicaciones dominicales de los periódicos de hoy en día, pero a lo bestia. Y lo que era aún peor, es que según lo manifestado por la publicidad, la revista tenía un rigor científico que ni la Sorbona, cosa que a veces, casi siempre escasas, era cierta.
Pero volviendo a lo iniciado, se ha puesto de moda últimamente, y así se lo oía decir a un amigo hace unos días, que oradores y escritores, nombren en sus trabajos, más o menos como es natural, citas de personajes, también más o menos, importantes. Ante esta costumbre han salido inmediatamente críticos, a mi entender un tanto maniqueos, que no aprobaban este hábito porque, según ellos, el autor quería darse así un toque de cultura y sapiencia. Yo, personalmente, no creo que sea por eso, como tampoco lo estimaba de ese modo el amigo a que antes aludía, y que decía que citar a alguien era muy sencillo, ya que bastaba con meterse en internet y apretar una tecla. Pero es que antes de que apareciese, o mejor dicho se popularizase, la informática, había (y hay) publicaciones de citas, proverbios o dichos célebres para dar y tomar. Por autores, por temas, por épocas, como usted quisiera, con lo que no creo que nadie cite a nadie por motivos de postineo. De cualquier forma quiero indicarles un pequeño truco para descubrir a quién hace la cita de forma superficial o con auténtico saber. Los oradores o “escritores” de escasa valía solemos hacer citas, casi siempre con frases de personajes muy conocidos, mientras que quien tiene unos grandes méritos acostumbra a citar a personajes como Scheller o Chateaubriand, pongamos como ejemplo, y no habla de frases, sino de teorías y a veces de la forma de desarrollarlas. O sea, que unos saben, o sabemos, quien fue Cecilia Bölh de Faber y otros se han, o nos hemos, leído su obra.
Antes bien, yo soy amigo de las citas ya que veo en ellas tres razones, muy de peso, para utilizarlas, siempre, claro está y esto lo digo para aquellos que son una tanto criticones, que estén bien traídas, sean oportunas, ciertas, etc.. Una razón es que no se puede decir o definir algo mejor con menos palabras, y lo breve, ya se sabe. Otra es que el aforismo suele dar pie para seguir la idea tratada no en una, sino en varias acepciones o modos de enfocarla, con lo que te invita a estudiarla en mayor profundidad. Y por último que suelen ser hijas de padres merecidamente célebres, lo que les da rigor científico o cultural y en muchos caso animan al lector a conocer o re-conocer al autor del dicho.
Y para demostrar que lo expuesto es muy válido, quiero citar a Unamuno, quien dijo: No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura.

Febrero 2004
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 6 de frebrero de 2004

Inmigrantes

Inmigrantes
Ramón Serrano G.

Se está produciendo en nuestros días una inmigración muy considerable de gente que nos llega a la Comunidad Europea desde Africa, Sudamérica o el este de Europa. Y muchos de nosotros no vemos (no ven, me permitiría decir) de buen grado este allegamiento de personas, sin pensar en que si tan alto número de seres han abandonado sus lugares de origen, viniendo a sitios completamente distintos a los suyos, tanto en cultura, como religión, alimentación, costumbres, idioma, etc., etc., etc., el motivo que les obliga a emigrar, en la inmensa mayoría de los casos, no es otro que el de encontrar trabajo y matar su hambre.
Pero esos, llamémosles descontentos, olvidan que esto no es nuevo y que el hombre, desde el comienzo de su existencia, fue siempre errante por uno u otro motivo. No nos vamos a ocupar de las veces que, sobre todo al principio de los tiempos, hubo importantes movimientos migratorios de pueblos enteros, que invadían zonas que les eran extrañas, en busca de mayores posesiones de tierras y riquezas. Quiero aludir únicamente a aquellos individuos que, residentes ya fijos en una determinada región o país, se vieron, y se ven, obligados a abandonarlo y marchar a otros lugares que ese momento tenían, o tienen, un más alto grado de prosperidad y desarrollo.
Y para hacer la citada alusión me voy a apoyar en dos pilares, para mí, fundamentales. El primero es que la historia nos habla de la existencia de dichos emigrantes. La antigua Bizancio, que luego fue Constantinopla y es hoy Estambul, mantuvo una mistificada población desde la Edad Media hasta el siglo XX. Recordemos por otra parte a muchos hispanos, pero sobre todo a aquellos extremeños, que en el siglo XVI, cansados de malvivir en sus pobres tierras de pastos y alcornoques, marchaban a las Indias en busca de un mejor pasar. O a los mejicanos que cruzaban ansiosamente la frontera de Estados Unidos. O a tantos europeos, los llamados indianos, que se fueron a la ventura a Argentina o a Cuba. Testimonio de ello nos da el cine en una preciosa película titulada “Si no amaneciera”. Machado alude al tema en su poesía “El viajero” y de él habla el nóbel Steinbeck en “Las uvas de la ira”. Y músicas hay que nos lo recuerdan y confirman, y refiriéndome estoy a la bellísima canción vasca “Maite” o a Juan, el protagonista de la zarzuela “Los gavilanes”. Europa central se llenó a mediados del pasado siglo de españoles (¿cuántos compatriotas marcharon a Alemania, Suiza o Francia?). Bruselas, por citar otro caso, tiene barrios enteros poblados por turcos y otros ciudadanos del Mediterráneo sur, y al levante español, sobre todo a Alicante, llegaron en gran número los conocidos como pieds-noir argelinos.
Por otra parte, si Fernando III afirmó que no tenía por qué ir a las Cruzadas ya que tenía al sarraceno en sus propias tierras, podremos hablar también aquí de una muy intensa inmigración nacional y aun local, ya que las comarcas y regiones en donde había trabajo y porvenir han sido las culpables del abandono de pueblos sitos en las menos favorecidas. Cataluña, por citar alguna, se ve “invadida” por los charnegos y en Madrid es raro encontrar una familia de cuatro generaciones genuinamente madrileña.
Y si nos referimos a Tomelloso, podemos observar cómo, en los años treinta, vienen a asentarse en él muchas gentes (entre ellas mis propios padres) provenientes de la misma provincia y otras aledañas, naturales, casi siempre, de pueblos pequeños y de escasa economía. Aquí formaron su hogar y aquí seguimos los hijos de muchos de ellos, agradecidos a la acogida y al trabajo que nos proporcionaron los autóctonos. Pero pasa el tiempo, la situación cambia y en los años sesenta nuestra ciudad pierde casi un treinta por ciento de su población, que se traslada mayoritariamente a Levante, y buena prueba de ello la pueden dar ciudades como Ibi o Alcira. Y en la actualidad, cuando aquí la agricultura se mantiene y la industria se crece a pasos agigantados, aún es posible que la economía local se esté superando o manteniendo, únicamente por el trabajo que muchos paisanos nuestros hacen desplazándose diariamente a la capital, de donde traen unas magníficas soldadas, pero a riesgo, eso sí, de jugarse la vida en la carretera, vivir toda la semana fuera de su casa y perder muchas horas de su sueño. No nos engañemos: la inmigración y la emigración han existido, existen y existirán siempre. Y pobre de quien tiene que abandonar sus ancestros y marchar a sitio extraño, en donde no tiene más remedio que hacer un enorme esfuerzo por integrarse y convivir con lo que no le es propio. Para que encima les arrumbemos sólo por ser foráneos, tratándoles como apestosos o proscritos.
Pero aún podemos destacar otro aspecto negativo hacia el inmigrante. Hay veces, muchas veces, demasiadas veces, que lo contemplamos desde un objetivo racista y lo que es peor aún es que ese racismo está enormemente determinado por el poder económico o la categoría profesional, social, cultural, deportiva, etc. del visitante. Y ocurre en todos sitios. Para los norteamericanos Mikel Jordan o Sidney Poitiers son considerados como unos tíos fenomenales, pero no como negros. Negros eran los recogedores de algodón de Alabama y son los habitantes de Harlem. Como aquí, que los gitanos son esos seres morenos, normalmente vagos y mal encarados, de los que uno no puede fiarse, pero Lola Flores, no. Esa, era (que lo era) una mujer llena de raza y temperamento y una artista como la copa de un pino. ¡Venga ya!. El africano es africano nos llegue en patera o en yate, sea subsahariano o kuwaití, y no debemos olvidar ( y este es el segundo pilar en que baso mi teoría) que esos advenedizos han resuelto numerosos problemas de mano de obra, realizando tareas que otros no estaban dispuesto a llevar a cabo, y si no, que se lo pregunten a los agricultores de El Ejido o de Huelva, o a los de nuestra zona, a los que les han sido y les siguen siendo de gran utilidad en las recogidas del melón, la uva, etc. Amén de que las mujeres están resultando ser unas magníficas empleadas del hogar y personas muy aptas para el acompañamiento de ancianos o tareas similares.
¿Qué los hay de malas intenciones o procederes?. Pues claro. Al haber muchos, y con el agravante de que la mayoría carece por completo de estudios y todos ellos de medios económicos, los tiene que haber dispuestos a cualquier tipo de ación. Pero nadie es mejor o peor por haber nacido en un lugar distinto al nuestro. Están aquí porque quieren vivir, y han de hacerlo, como he dicho antes, en condiciones bastante adversas. Por ello, mi pobre consejo es que no los prejuzguemos peyorativamente y que procuremos darles buen trato mientras no nos obliguen a lo contrario. Recordemos que yo, o quizás también usted, o alguno de nuestros más allegados vecinos, somos inmigrantes o hijos de ellos. Y a mí no se me ha olvidado, ni creo que se me olvide nunca, que a mis padres, cuando salieron de su pueblo en busca de trabajo y vinieron a este, aquí recibieron un trato y un acogimiento maravilloso.

Enero 2004
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 23 de enero de 2004

las hijas

Las dos hijas
Ramón Serrano G.

Para Sonia y Silvia

Uno de los mejores entretenimientos que puede tener el hombre a lo largo de su vida es la de pasear, sobre todo si ya ha cruzado lo que se supone que es su mitad de ella. Es este un ejercicio al que, para mi bien, me aficioné hace mucho tiempo. Y un día, un buen día, paseando, me encontré, casi oculto por las hojas caídas del otoño, un viejo manuscrito en el que, con gran dificultad porque ya estaba muy borroso, pude leer la siguiente historia:
Hubo una vez, no sé en qué lugar ni en qué época pero digamos que fue en la noche de los tiempos, un hombre que tuvo dos hijas y que se sentía muy feliz con ellas porque ambas tenían muchas más virtudes que defectos, o al menos estos se los contenían tanto, que parecían que no los sufrieran. Él sabía bien que todas las personas tienen sus imperfecciones, pero que únicamente las que son sabias y además humildes, coincidencia esta que suele ser extremadamente escasa, consiguen no disimularlas arteramente, con mónita, que la falsedad nunca es buena, sino domeñarlas y tenerlas ocultas y apresadas hasta el punto de que su existencia no aflore nunca, o al menos lo haga pocas veces.
Y en verdad que eran muchas las cualidades de ambas muchachas. Tantas que me perdonarás amable lector si me abstengo de enumerarlas, ya que ello sería un excesivo trabajo para mi vieja y harto cansada mano. Déjame decirte tan sólo que ninguna de ellas poseía en exclusiva un atributo, sino que estos eran compartidos por las dos en mayor o menor grado, como por otra parte es lo natural. Por todo lo antedicho, el padre siempre que se dirigía a una o a otra les decía: “Sapia, o Algaida, que así se llamaban, tú que eres mi hija preferida...”, llamamiento que pluralizaba si estaban las dos presentes. Ambas se tomaban a broma esto de la preferencia, creyendo que era una forma jocosa de alusión, o quizás una broma, al saber que no tenía otras hijas y que el adjetivo se lo aplicaba a ambas. Pero no estaban en verdad sobre ello, porque el padre lo hacía por darles alabanza y ensalzamiento.
Tan era así, que un día que tomaron, como siempre, un poco a chanza el apelativo, les dijo el hombre: - Mirad. Yo que soy más viejo que leído, podría utilizar distintos adjetivos al dirigirme a vosotras, y si empleo siempre el mismo no es por casualidad, sino con intención. Sabéis bien que preferido, como tantas y tantas palabras, tiene muchos sinónimos y que no todos vienen a significar lo mismo, ni señalan iguales propiedades. Una de las acepciones de esta expresión tan gastada por mí y que nos ocupa, es favorito, es decir privilegiado, pero no ignoráis que también significa dilecto, o sea querido, y quiere decir además elegido, o sea no impuesto.
Y estas dos cosas es lo que yo os quiero decir al llamaros de esa forma. Creo que el primer significado no lo debemos considerar porque mi comportamiento hacia las dos ha sido casi exacto, poniendo en ello toda la minuciosidad que me ha sido posible. En cuanto a las que restan, por una parte, supongo que tengo suficientemente mostrado que mi cariño por vosotras es grande y auténtico, y no sólo por lo natural que da el parentesco, sino que se ha visto acrecentado y fortalecido por vuestra forma de ser y de actuar, que raya en lo magnífico y que no os podéis imaginar cómo me satisface. Y quiero recalcar que a decir esto me conduce la justicia y no mi actual labilidad anímica Por otro lado, está muy claro que vuestra condición de hijas lleva implícita la ser de elegidas o deseadas.
Aunque parece innecesario cualquier abundamiento en este punto, sí quiero que sepáis que ese, y no otro, es el motivo que hace que normalmente sea mayor el cariño de los padres hacia los hijos que a la inversa. Porque ambos amores son iguales, en cuanto que vienen derivados del roce, de la convivencia, pero se diferencian en lo volitivo de su ser, ya que unos han procurado la llegada de los otros, mientras que estos han tenido que aceptar su existir, sin poder hacer nada por evitarlo o modificarlo.
Así que, si me lo permitís hijas mías, os seguiré diciendo preferidas, no os vaya a ocurrir algo que se me viene al magín, y que es el final de aquella rima en la que Bécquer reconvenía a una niña que se quejaba por tener los ojos verdes y le dijo el poeta:...quizá si negros o azules se tornasen, lo sintieras.
Enero 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 9 de enero de 2004