jueves, 22 de abril de 2010

Algo

Algo
Ramón Serrano G.

Cuando, en algún momento, alguien libera la imaginación de sus ocupaciones puntuales, este ocasional asueto suele llevarle a pensar en ilusiones presentes o futuras, pero las más de las veces, y casi indefectiblemente, a sus recuerdos. Está claro que poseemos, y utilizamos normalmente, una memoria selectiva. Y suele ocurrir que aquellos deseos y esperanzas pueden ser realistas o quiméricos, y con ello, fastidiosos o ilusionantes, mientras que las evocaciones son normalmente morriñosas y complacientes, pues sabido es que el hombre acostumbra a desbrozar sus remembranzas de abrojos y tríbulos, manteniendo en su magín tan sólo aquello que le es deleitoso.
Y de esos, y de otros sucesos y avatares, se ve lleno nuestro intrincado viaje, que sólo esto, un enrevesado periplo y no otra cosa, es nuestro paso por este mundo. Somos peregrinos que caminamos junto a otros, cada uno con el fin de ganar su propio jubileo, y que, pese a transitar por los mismos senderos, cada cual va observando paisajes y realizando etapas de muy distintas enjundias, y cada quien las aguanta y las supera con mayor o menor resignación y con más o menos éxito. Por otra parte, eso de viajar en compaña tiene la ventaja de verte ayudado y protegido por tus compañeros, pero conlleva obligaciones en la ruta que deben cumplirse puntualmente.
Hay pues tantas vidas y viajeros como seres vivos, y los hubo y habrá desde siempre y hasta siempre, así que fijémonos solamente en el recorrido de algunos. De este modo, vemos que hay quien hace el camino sin mirar a derecha ni a izquierda, obsesionado en primer lugar por llegar y porque lo vean llegar, y cuando llega, si es que llega, nada ha visto, nada sabe, y de nada se ha enterado. Su deambular no ha sido positivo, ni negativo. Su exclusiva fijación ha sido su equipaje, su vestimenta, en suma, su apariencia ante los otros. No ha leído a Machado. Ha caminado sin tener conciencia real de lo que hacía. De forma mecánica. Dirigido y manejado por manos extrañas, como un vagón de ferrocarril, por una vía marcada de antemano y de la que no ha sabido salirse.
Los hay que desde jóvenes adquieren constancia de la importancia de la ruta a cubrir, pero también desde muy pronto la menosprecian y pasan por ella como Juan por su casa, pendientes de futesas y fruslerías y sin pensar que este que están haciendo es un viaje tan sólo de ida y que, jornada o paraje que han sido desaprovechados, están perdidos para siempre. A lo sumo, se contentan con traer sus maletas llenas de marbetes con nombres de hoteles y lugares, y sacar fotos, muchas fotos, que sirvan de testimonio de su travesía. Tampoco ven nada, porque nada les interesa. Pasan, como dicen ellos, Si acaso, mantienen algún recuerdo y quizás esos souvenirs les sirvan para posibles ostentaciones ante amigos o familiares.
Pero afortunadamente, y aunque a mi parecer sean los menos, están también los que sí saben lustrar. Aquellos que en cada jornada van cumpliendo con exquisita ortodoxia las reglas que impone el buen hacer. Esos que sí leyeron a Machado por lo que van ligeros de equipaje. Tan sólo el necesario. Además programan las etapas y en cada una de ellas, aceleran si es lo debido, descansan cuando corresponde, se alimentan lo justo, se informan de modo conveniente y, lo que es más importante, van guardando en su cabeza tanto aciertos como errores y aprendiendo de ellos para el futuro comportamiento ante algún problema similar.
Son conscientes de que a nuestro vivir, porque es único, le hemos de dar cuanto podamos, y no en el sentido de lo material (aunque también pero sin excesos), sino en el anímico, almacenando en nuestra psique lo que de bueno hayamos seleccionado entre lo obtenido por nuestro soma. Así, acudir al trabajo no por la codicia, sino por la debida satisfacción de las necesidades. Que se ha de estudiar y conocer cuanto esté al alcance, y aun más, no por jactarse de erudición, sino para poder enseñar a quien no tuvo oportunidad de adquirir esas cogniciones. Aunque sólo sea por eso. Que fundamentalmente hay que tener un trato deferente para con los demás, tal y como quisiéramos que se nos diese, y hasta con aquellos que no son afables para con nosotros.
Y como así lo hacen, cuando el camino comienza a descender y las obligaciones van decreciendo pueden evocar con agrado la ruta recorrida. Porque a todos nos gusta recordar, y es bueno hacerlo, pero siempre que lo que se traiga a la memoria sea complaciente. Lo malo, lo que nunca debe hacerse, es apoltronarse en un pasado, sino que este no nos sirva de proyección y perpalo hacia el futuro y hasta el final, que podemos intuir próximo, pero que no sabemos cuándo llegará.
Me queda por decir, que también, como los otros, aunque sólo si pasan por un sitio que por algún motivo les produzca especial satisfacción, adquieren algo, un recuerdo, sólo uno, que les evoque después ese momento. Que cuando lo vean les rememore el instante feliz que se dio en el lugar donde se hicieron con el objeto. Dos anécdotas al respecto. Una señora, amiga mía, recibió en un determinado viaje el obsequio de una sortija de plata con su signo del zodíaco, Un mal día la perdió y su disgusto fue mayúsculo, no ya por su valor económico, sino por las remembranzas que le traía. Aún se acuerda de ella con cariño. Y sé quien tiene la costumbre de comprar una postal cada vez que visita un museo o una exposición. Luego las utiliza como marca páginas y su mente vuelve a vivir, una y otra vez, lo ya vivido en aquel momento.
Sí. Yo creo que es bueno conservar algo, ya sea palpable o intangible, de nuestro paso por sitios agradables o relevantes. Algo que nos facilite la membranza de ese instante. Como creo que debemos intentar que, al final de nuestro recorrido por el camino de la vida, los que nos sucedan, retengan en su memoria un buen juicio sobre nosotros. Aunque sea un atisbo, una escasa recordación, pero algo.
Abril 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 23 de abril de 2010