domingo, 27 de enero de 2008

Las flores

Las flores
Ramón Serrano G.

Para Pilar Prada, una mujer verdaderamente excepcional

“Yo soy de esos amantes a la antigua, que suelen todavía mandar flores....” Canción brasilera

A veces uno se considera retratado, aunque sea parcialmente, en una canción o en el pasaje de un libro de esos que llamamos clásicos. Porque sus autores, como por todos es sabido, además de otras muchas cosas magníficas, tienen de bueno eso, que sus obras son intemporales, que sirven para todas las épocas y para todos los seres humanos, porque siempre hablan y se refieren a la auténtica esencia del ser mismo, a sus valores trascendentes, a lo que aquél tiene de inmutable y no perecedero. Existen libros, canciones, músicas, que sirven únicamente para distraer, mientras que otras están para educarnos, enseñarnos a vivir y para constatar las condiciones importantes de la existencia. Todas nos dan solaz, pero las últimas, además, nos proporcionan una formación trascendente. Pero dicho esto, dejemos este tema, que siendo importante, no es el que hoy me trae aquí.
Sí lo es el que hace poco oí la canción citada en el encabezamiento y me sentí plasmado en su comienzo, porque en él existen dos adjetivos y una forma de comportarse, con los que yo me considero plenamente identificado y que podrían figurar perfectamente en el mote de mi escudo.
En primer lugar porque, pese a mis años, proclamo que sigo siendo amante, término que no es sino el antiguo participio activo del verbo amar, o sea aquel que tiene asimiento o cariño por algo o por alguien. Afecto que en algunos casos mantengo tan intenso, o quizás incrementado, como en mi juventud y que en otros se ha visto nacido y desarrollado con el transcurrir de los años, pero siempre son y han sido amores perfectamente confesables y de los que me enorgullezco. Y digo esto, por si alguien interpretara que amante es también la amasía, el camote o la combleza, pero esas acepciones ni me afectaron nunca, ni creo que ya lleguen a hacerlo.
Hecha la salvedad, quiero afirmar que al amante no le condicionan la edad o las dificultades, y que quien lo fue una vez puede serlo siempre, o quizás estaría mejor dicho, debe serlo durante todo su existir, porque hay muy distintas formas de amar y todas buenas si se hacen de corazón. No debemos olvidar nunca que el verdadero amor no es para nada ni deseo, ni codicia, y que igualmente en este mundo existen infinidad de personas, ideas, obras, lugares u objetos que merecen nuestro enamoramiento. Diré, además, que la práctica afectiva nos proporciona una gran felicidad, puesto que el alma tiene que desarrollar unos sentimientos y si le negamos el del amor, le estaremos allanando muy mucho el camino para que se extravíe por el del odio. Y esto, me temo, que no es nada bueno.
En segundo lugar pienso que soy, o al menos yo me considero, antiguo, como sabe todo el que me conoce y habrá observado quien ha tenido la gentileza de leerme. Pero ¡ojo con los sinónimos!, que de antiguo se tilda al que es anticuado, rancio o carroza, término este muy en uso actualmente, aunque me estoy acogiendo al que llama así a quien tiene unas costumbres inveteradas. Y ampliando más en la idea, recalco que el proceder de los que somos de ese modo es primordialmente secular, sin que renunciemos por ello a lo moderno, siempre, eso sí, que este se halle dentro de los límites, llamémosles, tradicionales.
Y sin querer comparar en modo alguno lo antañón con lo actual, que esto, como todo, tiene cada uno sus desconveniencias y sus privilegios y lo beneficioso o malévolo de uno u otro gusto va mucho en función de a quién pertenece el ojo que observa y la mente que lo juzga, me ratifico en que no quiero, ni vengo, a querer conservar y a magnificar las señales de humo o el tam-tam, pero pregono que más complace a mi espíritu recibir un mensaje a través de una paloma que un e-mail.
Esta claro entonces que si me declaro abiertamente adicto al adjetivo del párrafo anterior, lo soy en igual medida del envío de unas flores como nuncios sutiles y elocuentes de los sentimientos. Hubo un tiempo muy lejano en el que existía un auténtico vocabulario floral, que para mi desgracia desconozco. Pero sé que las rosas tenían un significado distinto al del clavel o al de las orquídeas (de estas, la variedad cattleya era el summum), como diferente era el comunicado que se quería enviar según fuera el color de esas pequeñas y a veces perfumados primores, de esas maravillosas armonías de forma y tonalidad. Enviar flores a una persona es decirle simple y llanamente: “me gustaría, como hacen los poetas, utilizar el más hermoso lenguaje para transmitirte mis sentimientos (amor, gratitud, amistad, admiración, cortesía, etc.), pero no fui favorecido por Polymnia con sus dotes y creo que la mejor manera de hacerlo es obsequiarte con estas......(ponga aquí el lector su especie preferida)”
Por último, quiero dejar claro que este acto, a la postre, es regalar y que el regalo está fuertemente marcado por tres elementos: quién, a quién y qué se regala. Quien hace ese envío, no realiza un hecho social y rutinario, porque como quiere expresar con él sus emociones, no busca unas flores cualquiera, sino que al igual que hace el maestro zen, elige cada tallo minuciosamente. Este escogimiento minucioso nos conduce a lo que constituía el tercer elemento de la ofrenda, y que al ser flores, con ello estaremos haciendo gala de que nuestro sugerente obsequio es además algo muy delicado, de una gran belleza y enormemente galante, que además estará ponderando nuestra manera de ser. Pero quiero que sepas amigo lector, que por muy grandes que sean esa sensibilidad, esa hermosura y esa cortesía tuyas, antes citadas, no alcanzarán nunca a las que tendrá la mujer a quien estamos mandando esas flores. Las flores que a mí y a muchos como yo nos gusta todavía regalar, y solemos hacerlo, sinceramente, sin dingolondangos.
Junio 2004
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 4 de junio de 2004

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