miércoles, 24 de abril de 2013

El sauce

Me acordé. Nada más verlo me acordé, como no podía ser de otra manera. Tan pronto me acerqué a aquel lugar, hoy tan completamente distinto al que yo había conocido, vinieron a mi memoria infinidad de recuerdos de aquellos casi seis años en los que yo había vivido junto a ese sitio. Esos años que nunca se van de nuestra memoria ya que son aquellos en que los seres humanos son completamente felices. Yo estuve en aquel pueblo de los 9 a los 15, y a esa edad todos los chavales no están dispuestos a otra cosa, ni tienen otro objetivo, que vivir disfrutando. Mi padre era viajante de artículos de ferretería, por lo que pasaba fuera de casa mucho tiempo, así que yo vivía con mi madre y mi hermana, tres años mayor que yo y, entre ambas se había establecido un mutuo acuerdo para cuidarme con un celo exquisito, y por eso, y porque no se me daban mal los estudios, yo vivía en una nube. Todo lo que hacía me gustaba, pero, en especial, era ir los sábados a jugar y correr por el jardín de don Evaristo, al igual que hacía mucha gente. Este D. Evaristo era un hombre hacendado, que tenía su casa casi en el centro del pueblo, en una calle por la que yo pasaba diariamente camino del cole, que era un palacete y que estaba rodeado por un jardín que mediría, según había oído decir, unos dos mil metros de extensión. Allí tenía plantados muchísimos árboles de las más diversas clases: quercus (robles, quejigos, encinas); prunos (ciruelos, cerezos); arces (campestres, palmados, americanos); coníferas (abetos, pinos, cedros, tejos) y un gran número de otros cuyos nombres, o yo ya no los recuerdo, o no supe nunca. Y he de decir que de aquellos sí que llegamos a enterarnos, gracias a los conocimientos de Jorge, un muchacho algo mayor que nosotros, pero compañero de clase, que había estado varios años en Medina del Campo, donde su padre era factor ferroviario, aunque por aquella época se vinieron a residir a este pueblo. Y aquel buen señor, D. Evaristo, permitía que todos los sábados, de 10 de la mañana a 9 de la noche, los vecinos pudieran disfrutar a su antojo de su agradable pensil. Y la gente, claro está, aprovechaba la gentileza de su paisano (una consideración poco frecuente en este país y que, al parecer, sí se solía dar en el extranjero), y pasaba en aquella floresta todo el día. Allí, a este privilegiado lugar, acudíamos personas de toda clase y condición: chavales, familias enteras que incluso comían allí, abuelos deseosos de sentarse en sus bancos para leer o simplemente tomar el sol, y por la tarde, novios. Muchas parejas de novios, que buscaban entre los cerezos el momento más oscuro para darse el más dulce de los besos, y a los que nosotros los mozalbetes, llenos de curiosidad y picardía, acechábamos implacablemente. Pero después, la vida, con todas sus circunstancias y coyunturas, me llevó a un lejano lugar, ni mejor ni peor que este del que vengo hablando, pero de donde ya no me he movido. A lo largo de mi existencia, una vida completamente normal, con alegrías y penas, como la de todo el mundo, he recordado en infinidad de ocasiones aquellos años pasados en el pueblo de D. Evaristo y el hermosísimo jardín que, semanalmente y con una gran generosidad, repito, ponía a la disposición de todos los vecinos. Eran frecuentes mis membranzas de una época y un lugar bellísimos, y, por ello, eran también enormemente gratas y satisfactorias. Han transcurrido muchos años de aquella recordadísima pubertad y de sus avatares, cuando, hace unos días, la realización de un asunto me ha traído hasta un pueblo limítrofe a este del que vengo hablando, por lo cual, cumplida la obligación que motivó el viaje, la devoción me empujó hasta aquí, con la intención de revivir lo experimentado hacía tanto tiempo. Aparqué, difícilmente, en el centro del pueblo y, pasando por calles que no me costó trabajo reconocer, me fui de inmediato hacia la mansión del recordado prócer. Cuando llegué hasta donde ella estuvo, creí haberme extraviado, ya que ante mi vista no aparecía ni su chalé, ni ninguno de los hermosos árboles que con tanto cariño recordaba, y sólo tenía ante mí bloques de edificios rectilíneos, cuadriculados, monótonos, que daban muestras de estar profusamente habitados. Como no queriendo dar crédito a lo que mis ojos veían, me metí por sus estrechas, ruidosas, y sombrías calles, y sólo, al cabo de un rato, me encontré en el borde de una escuálida plazoleta, en cuyo centro alguien, en su día (¡oh noble y poco común acción!) había respetado la vida de un único árbol, el cual desarrollaba tristemente su monótona vida, penosamente desacompañado, y un tanto mustio, al tener que vegetar en aquél lugar que ya no le era propio. Y juro que, pese a que en muy pocos momentos de mi existencia me había sentido tan triste como en aquel instante, me llegué hasta el pobre árbol, y cuando estaba bajo él, lo acaricié, quise imaginar por el movimiento de sus ramas que me estaba dando a entender que se acordaba de mí, y reconocí, de inmediato, que era un sauce. Y adiviné otra cosa. Supe muy pronto, y gracias a las enseñanzas de nuestro amigo Jorge, que no era ni cabruno, ni ceniciento, ni blanco. Como no podía ser de otro modo, aquél era un sauce llorón. Y motivos tenía para ello. Ramón Serrano G. Abril 2013