jueves, 24 de octubre de 2013

Y nadie supo nada

Para ti. Me enamoré de tus ojos, y nadie supo nada. Tenías, tienes, los ojos plácidos, como Atenea, serenos y alabados por su dulce mirar, que diría Gutierre de Cetina, de un tono que siempre quise adivinar, pero que ese día lo supe. Fue por San Juan, en una mañanita en la que me encontré contigo, como me encontraba tantos otros días, pero que me miraste de distinta manera. O, al menos, eso me pareció. O, al menos, eso quise que me pareciera. Quizás es que la noche anterior, aunque me había acostado temprano, como casi siempre, mi subconsciente se fue a coger el “trébole” y a saltar el fuego de un amor que estaba anhelando encenderse con tu llama. O tal vez, porque estaba recordando la novela que acababa de leer: Kristina Lavransdatter, la maravillosa trilogía de Sigrid Unset. Pero qué importa el motivo, si lo que a mí me dio la vida fue lo acaecido. Lo valioso, lo realmente valioso, no fue la causa, sino el efecto. Y digo que me dio la vida, no en el sentido de respirar o alimentarme, sino en el de empezar a verla de un color rosáceo intenso, como el que toma el sol en sus últimos suspiros cuando acaba perdiéndose en el horizonte, allá lejos al fondo de la mar. Mas ante esa inmensa fortuna que acababa de lograr, quise callar, y guardar mi alma en mi armario. Me enamoré de tu risa, y nadie supo nada. Un buen día nos cruzamos en la calle y tú, que ni siquiera me viste, le reías las ocurrencias a una señora, ya mayor y de buen porte, que te debía estar contando cosas muy agradables. Observé que eras obsecuente con ella y que tu risa era franca, con temperamento, y parecía ser habitual en ti. Era una risa honesta, sin tapujos. A la vez usual y constituyente de tu manera de ser. Aquello me encantó, porque tengo bien aprendido que es muy bello el saber callar, pero que la risa es más bella todavía. Y tú hacías perfectamente ambas cosas. Y no hablé nunca de ello, sino que guardé para mis adentros la certeza de que la vida junto a una persona capaz de reír así tenía que ser forzosamente maravillosa. Que estaría llena de gran cantidad de momentos buenos, y que sería hacedora de que lo ratos no tan buenos fuesen agradablemente soportables. Sapiente de que en nuestro paso por este mundo todos hemos de soportar momentos difíciles, ratos verdaderamente amargos, y que hay que saber aguantarlos con fuerzas para que luego no nos fallen estas y seamos capaces de ser felices. Pero callé y a nadie fui con mi sentir. Me enamoré de tu forma de hablar, y nadie supo nada. Cuando coincidíamos (escasísimas veces para mi deseo), me encantaba escuchar tu modo de decir las cosas. Lentamente, vocalizando con melodía las palabras. Con claridad, exponiendo sencillamente las ideas, Con sabiduría, consciente de la veracidad de lo que decías. Con magisterio, utilizando vocablos hermosos y biensonantes. Con musicalidad, con ese tono de voz, tan agradable y armonioso, con el que te había dotado la madre naturaleza. Con parquedad, en el conocimiento de que quien mucho habla mucho hierra, y que es mejor hablar poco y hacerlo bien, y que lo mucho cansa. Y observé que también sabías escuchar, cosa que pocos hacen, empeñados en exponer su verbo sin apenas atender a lo que los otros hablan. Entonces, viendo lo inusual de esas condiciones en tanta y tanta gente, y recordando lo mucho que se tiene dicho a lo largo de los tiempos, y por muchos grandes hombres, en alabanza del buen y del bien decir, grabé tus frases en mi memoria, y muchas noches me dormía al eco de sus acordes. También he de decir que fui egoísta, y a nadie hablé de ello. Me enamoré de tus manos, y nadie supo nada. Eran delgadas, largas, bien cuidadas. Dignas de ser pintadas por Durero. Movidas por ti con tanta elegancia, que no las emplearían con más arte Nureyev o Paulova. Expresadoras de todas tus ideas, igual que tus palabras, que hay quien, como tú, sabéis manifestar con las manos lo que vuestro cerebro piensa, al igual que el artista ve ante sí su obra terminada, más o menos parecida a como él la había forjado en su imaginación, y que según sea el acierto conseguido al plasmarla, se sentirá más cercano a ella. Y pensé que las manos de las personas son para ellas, entre los bienes corporales de los que disfrutan, de los más valiosos y utilizados. Las manos sirven para hacer una caricia, para trabajar, para dar una limosna o para sostener un libro. Para dominar un corcel, para mantener el timón de un barco, para llevar un niño hasta la escuela, o para tocar una guitarra. Para saludar, para despedirse, o para bendecir el pan que se ha ganado honradamente. Y supe, de inmediato, que tú, con esas manos, tendrías la capacidad necesaria, y la habilidad suficiente, para hacer las mejores y más hermosas obras que una persona pueda llevar a cabo en su existencia. Lo mismo que para desbrozar todos los males que pudieran abrirse en mi camino, si es que algún día llegábamos a unir nuestras dos vidas. Eso soñé al verte maniobrar, y atesoré muy bien esa quimera, puesto que las ilusiones, al igual que los perfumes, hay que guardarlas, exquisita y eficientemente, para que no se evaporen. Pero guardé este secreto para mí y a nadie hice partícipe de él. Me enamoré de ti, y nadie sabe nada. Tan sólo lo sé yo, y muy bien que lo sé. Con eso, … ya es bastante. Ramón Serrano G. Octubre de 2013