viernes, 1 de febrero de 2008

Los informes

Los informes
Ramón Serrano G.

Cuando el gran Gorlán mandó llamar de un modo tan imperioso a los dos primeros feros del planeta Torbicio, ambos supieron que el jefe supremo estaba de un humor poco agradable. Acababan de regresar a la galaxia Ambrílica de un viaje de reconocimiento por el planeta Tierra y, una vez entregados sus informes, esperaban con impaciencia la opinión de sus superiores sobre dichos partes. Acertaron al suponer el enfado, ya que en cuanto se acercaron a Gorlán, este, visiblemente enojado, aunque con corrección, les dijo:
- Varios días llevo leyendo lo que aquí habéis escrito y empiezo a creer que uno de los dos, o miente, o no ha sabido desarrollar su función, ya que vuestros testimonios son contradictorios por completo. Así que decidme de viva voz y por turno, cómo habéis visto vivir y comportarse a los terráqueos. Empieza tú, Sibalón, y luego continúas tú, Gurmenio.
-Verás Gran Gorlán, dijo el primero. Andaba yo por unos campos, entre cultivos y arboledas, cuando vi cerca de mí a un humano que estaba podando un bacillar. Me dirigí hacia él, le saludé afablemente, me correspondió por igual, y aproveché para decirle que, si no le importaba, me agradaría acompañarle e incluso, si me enseñaba le ayudaría en el trabajo, puesto que quería pasar el día con él y que me contase cosas de esos pagos y parajes. Le pareció bien la proposición, o al menos se sonrió al oírla, pero me advirtió de inmediato que no tendría otra paga que el almuerzo, el cual me invitó más tarde a compartir. Mi misión, ya que yo no sabría destallar convenientemente, consistiría en ir amontonando los sarmientos que él iba cortando y que aunque pudiera parecer que este trabajo él lo hacía como mecánicamente, observé que no, pues ponía gran interés en su tarea, se le notaba muy conocedor de la misma y, por lo que me dijo luego, era muy importante saber qué pulgares había que dejar y cuál el número de yemas, para que después hubiese una cosecha acorde con los intereses del dueño de la viña y el mejor desarrollo fisiológico de esta.
Mientras trabajaba me fijé en su persona, tanto, que parece que estoy viéndolo ahora mismo. Su aspecto, aunque intrínsecamente rústico como es lógico, no era el de un jayán. De estatura media, magro el cuerpo, curtida la cara tanto por las chicharrinas de agosto como por los zarzaganes de enero, muy trabajadas las manos y una mirada limpia y llana, al igual que su carácter y su forma de ser, como fue comprobable.
Su atuendo laboral era informal, pero uniforme con todos los de su oficio. Calzaba abarcas que se había puesto sobre los puntilleros (unos trozos de tela o borra con los que se liaba los pies). Se sujetaba el calzado con calzaeros o corvales (tiras de cuero con que se rodeaban los tobillos para ajustar así los pantalones de pana), unos pantalones de dicha tela y de un color indefinido, desgastados por los muchos años de uso y remendados demasiadas veces, quizás ante la imposibilidad económica de sustituirlos por otros de mejor estado. Luego, sobre la camisa, el chaleco y la blusa clásica de mil rayas, de indudable ascendencia levantina, para acabar cubriéndose la cabeza con el típico pañuelo de hierbas. Y sobre este, la boina de escaso vuelo.
-Por tu aspecto diría que no eres de por aquí, me dijo el labriego.
-No, no lo soy. Lo que pasa es que he venido por estos lugares para hacer un estudio de sus gentes, sus trabajos y sus costumbres. Por eso me gustaría que me contaras algo de eso, - le devolví el tuteo- o simplemente que hablásemos de lo que a ti te apetezca.
-Pues bien me viene hoy la charla, que estoy un poco maganto. Mira, lo primero que he de decirte es que este trabajo nuestro es completamente vocacional; lo tienes que llevar dentro, en la sangre, y que te venga de muy atrás, porque si no, nadie aguantaría los muchos inconvenientes que conlleva. Refiriéndome estoy sólo a los aspectos personales y hablando sin tocar para nada a la economía, que ese es otro cantar y no de los mejores. Observarás, por ejemplo, que siempre trabajamos a la intemperie, con todo lo que eso supone, para mal y para bien, como ya te explicaré. Por otra parte, tanto los pichuleros como los que están a sueldo, casi siempre hacemos la faena sin compañía, solos, lejos de cualquier contacto, de cualquier ayuda. Y unidas estas dos cosas, ambas nos llevan a vivir en un entorno que condiciona enormemente nuestro carácter y nuestro comportamiento.
-¿Pero para lo bueno, o para lo malo?
-Pues de todo hay, que eso va mucho en la forma de ser de cada uno. Pero yo creo que es beneficioso, maguer que muchos digan otras cosas. Yo me encuentro muy a gusto trabajando a solas, en contacto constante con la naturaleza, sin ruidos, oyendo tan sólo esa grandiosa sinfonía que mantiene el campo para quien sabe escucharla. Sin prisas, con tiempo para pensar, sin agobios ni estreses de esos que dicen ahora. Teniendo tiempo para rebinar, para pensar en las cosas, y con ello aprender a valorarlas y darles su verdadera importancia. Con la satisfacción de admirar el paisaje, siempre igual, siempre distinto y siempre hermoso, y pudiendo conocer la verdad de lo que la vista te muestra, que aquí no hay engaños. Que como dijo el filósofo Ortega: “toda forma es expresión de un fondo”. Sé, que esta forma de vivir tiene también muchos, muchísimos, inconvenientes, pero no conozco otra que esta, que es la que he llevado siempre, pero te digo, que por lo que tengo oído, no la cambiaría por otra que no fuese similar a ella. Y ahora, que ya va mediada la mañana, vamos a echar un “bocao” (esas fueron sus palabras exactas) Así, nos acercamos a donde tenía el hato que se hallaba guardado en una barja, una caja rectangular de madera cuya tapa se levantaba por su mitad y que estaba destinada a ese fin. De ella sacó medio pan y algún regojo, así como varios trozos de tocino veteado, seco y salado, que fue partiendo con su navaja y repartiéndolo conmigo. Eso fue lo que comimos y a la vez bebimos buenos tragos de un vino moro que guardaba en una bota de generoso tamaño. Nos repartimos luego dos hermosas naranjas y debo decir que me supo el almuerzo a poco, pese a que fuera abundante y bastante rico, y pese a no ser esos alimentos usuales para nosotros.
-Espera, aunque no hayas acabado, le interrumpió Gorlán. He seguido con gran interés y atención tus explicaciones sobre la forma de vivir del hombre con el que te topaste y del que sacaste no pocas impresiones, y por lo que estoy oyendo, veo que te sigues ratificando en tu informe, notándose que el humano al que encontraste era hombre de costumbres sanas y morigeradas, y contento y satisfecho de la vida que llevaba. Pero mejor será que oigamos ahora un poco a Gurmenio sobre su aventura terráquea.
Un tanto nervioso, empezó a hablar el segundo fero.
-Caí yo cerca de una gran urbe, en una de esas poblaciones que los humanos llaman ciudades dormitorio, ya que sólo acuden a ellas para dormir mientras que el día lo pasan trabajando lejos de su residencia. Y una mañana quise hacer lo mismo que veía que hacían los demás, o sea, dirigirse en caravanas interminables de automóviles hacia sus destinos laborales, así que me puse a hacer auto stop y enseguida me recogió un hombre de unos treinta y tantos años. Iba con lo que yo supuse que era su uniforme, pues todos a los que había visto iban similarmente vestidos. Pantalón y chaqueta del mismo tejido, camisa impoluta y una especie de trapo largo anudado al cuello, que debía resultarles incomodísimo de llevar, ya que parecía ahogarles.
Para justificar mi llegada hube de mentirle acerca de una avería sobre mi coche y de que el transporte público tardaba un sinfín de tiempo. Bueno pues, o estaba de un humor de mil diablos, o aquello fue la chispa que encendió la mecha, porque en ese instante se puso a despotricar sobre todo y contra todo. Empezó a echar pestes contra los transportes urbanos, contra los servicios municipales, contra lo legalizado y lo que no lo estaba. Del tráfico, de los atascos, de que la gente no sabía conducir, de que cada uno hacía lo que le daba la real gana, del tiempo increíble que se desperdiciaba todos los santos de los días para acudir y regresar a la faena.
Pero una vez que fue nombrada esta, él arreció en acerbas detracciones contra ella. Que si era muy dura, que si estaba muy mal pagada, que si siempre estaba en el aire pendiente de que el puesto te lo birlara algún avispado o algún jefe con mala leche, que si le obligaba a dedicarle diariamente más de catorce horas entre el trabajo en sí, la comida fuera del hogar por la distancia al centro laboral, con todo lo que ello acarreaba de gastos, molestias y trastornos estomacales. Y además que una gran parte del sueldo se te iba en tener que ir trajeado decentemente, trasportes, y otras menudencias nada insignificantes.
Era curioso observar cómo según se iba adentrando más y más en aquél vórtice de vehículos, muy frecuentemente, interrumpía su charla para increpar a gritos a conductores de otros automóviles de una manera absurda, ya que de ninguna forma podían oírle. “Burro, que no sabes conducir”, “imbécil que no miras por donde vas”, “venga, pánfilo, que eres más lento que un desfile de cojos”, y así, uno tras otro, gritos a todo el que hacía algo que a él no le cuadraba, para luego de cada uno de los improperios continuar su parla:
- Hay que matarse a echar horas, y total ¡para qué!, para que mis hijos puedan ir por las tardes a clases de inglés y de taekwondo, luzcan chándales de carísimas marcas actuales, y los vecinos vean que cambiamos de coche cada cuatro o cinco años. Cosas aparentes, ficticias, sin valor auténtico, pero a las que te ves sometido si quieres rodar en la ruleta de lo habitual entre tus gentes. Pero lo lamentable es que conseguir eso que, como te digo, aparentemente es imprescindible, y que en realidad no vale casi nada, te obliga a dejarte la vida con el fin de sacar un salario que te permita tanta futilidad. Y no sólo yo, no, que además mi mujer está forzada a hacer otro tanto sacrificio que el mío, de trabajo, de horas, de desplazamientos, porque si fuese yo únicamente quien lo realizara, no nos alcanzaría, ni con mucho, para pagar el aparente boato que debemos mantener.
-¡Mis hijos y mi mujer!, con los que prácticamente ni hablo. Bueno ni con ellos, ni con nadie, salvo lo estrictamente comercial y rutinario. Tan sólo con el maldito móvil. ¡Con lo hermoso y lo humano que es conversar con las gentes!. Por otro lado, no comemos prácticamente nunca en familia, ni podemos decirnos nuestros problemas y alegrías. Pero es que casi tampoco los veo, sobre todo a los niños, más que para llevarlos al colegio a las ocho de la mañana, que en invierno aún es de noche. Luego los recoge su madre por la tarde y cuando yo regreso a casa, agotado hasta la extenuación y harto de soportar caretos de todo tipo y vejámenes de todas clases, ya están acostados, o haciendo unas tareas inacabables. Porque es que ni los fines de semana puedo disfrutarlos, ya que o tienen que jugar a tenis, o ir al gimnasio, o asistir a alguna actuación socio cultural, o jugar algún rato con sus amigos, o simplemente descansar en el más lato sentido de la palabra, que también tienen derechos los pobrecitos. Y para llevar esta clase de vida, se tiene uno que estar dejándose la piel a diario.
-No sigas, no sigas, le cortó con sequedad el gran Gorlán, que veo que tú también vienes a corroborar lo ya informado, y que ambos os habéis empapado bien de lo visto. Noto que esta otra persona no se halla tan satisfecha como la anterior ni de sus hábitos, ni de su modo de vivir, por lo que doy en pensar que la vida en el planeta Tierra es totalmente distinta para cada uno, dependiendo de la actividad a que este se dedique y del sitio donde aquella se desarrolle.
-Visto esto, tendremos que enviar nuevos observadores, y según el resultado de sus informes, tomaremos la decisión de cambiar nuestro destino y pasar las vacaciones en el planeta Gliese o en la galaxia Andromedae.

Abril 2006

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 7 de abril de 2006

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