jueves, 1 de diciembre de 2016

El lugar

Quiérase, o no, los hombres acaban pareciéndose a los sitios que les han visto nacer o en los que llevan viviendo muchos años. E incluso llegan a ser como ellos. La historia, la cultura, o el habla por un lado, y por otro los elementos geográficos (el paisaje, la altura, la gran ciudad, el entrañable pueblo o el clima), son elementos altamente condicionantes e influyentes en el modo de ser y la manera de obrar de los naturales y residentes de aquella o de esta otra región. Bien es cierto que a veces se acaba cayendo en el tópico y entonces, y parece ser que por obligación, los andaluces tienen que ser graciosos, los catalanes ahorradores, los franceses enamoradizos, los italianos tenores, y ruego me disculpen si me abstengo de poner calificativo a los tomelloseros, aunque pueden estar seguros de que el que les adjudicaría no sería peyorativo. Empezaré diciendo que a los residentes o nativos de aquellos sitios que están atravesados por un río (y sobre todo si este es caudaloso), se les nota muy a las claras que esto es así. Desde siempre llevan aprovechándose de sus generosas aguas y obteniendo los múltiples beneficios que este les regala, como la humedad o un clima benigno. Ellos están encantados con su río, de sus condiciones, de su belleza y hablan orgullosos de él, como lo hace un padre de las notas sobresalientes de su hijo, o un agricultor de sus abundantes cosechas. Y lo hacen porque es bueno, es hermoso y se porta siempre, o casi, divinamente, así que están más que satisfechos con él y muchos añaden al nombre de su lugar el del río que lo atraviesa. Citaremos a Aranda de Duero, Añover de Tajo, o Retuerta del Bullaque. Por supuesto no serían iguales los parisinos sin su Sena, los zaragozanos sin su Ebro, los sevillanos sin su Guadalquivir, o los de ... sin su… etc., etc. Algo muy similar viene a ocurrirles a otros muchos habitantes de muchos lugares que, por unos u otros motivos, son diferentes a la mayoría. Pero sólo hablaré de dos de ellos. Así, diré primeramente que quien ha tenido la fortuna de haber nacido junto al mar es distinto y mira las cosas de otra manera a los que lo hemos hecho tierra adentro (y obsérvese que no digo ni mejor ni peor). Y esa diferencia se aprecia tanto en el carácter, como en la economía y forma de vida. Desde luego debemos reconocer que si hay algo que atraiga a un gran número de habitantes del planeta Tierra, es el mar, la mar, ese inmenso mundo que tanta vida tiene y tanta vida da. Que lo hace todo de otra manera: no hay izquierda ni derecha, sino babor o estribor; no hay delante ni detrás, sino proa y popa; no hay cuerdas, sino cabos; no existen hadas, sino sirenas que, con su canto, enloquecen a quienes las escuchan. Se oye por Finisterre una leyenda que habla de que en aquellas aguas las sirenas se ofrecían a los marineros a los que obsequiaban con collares y joyas de piedras preciosas para que bajasen con ellas a las profundidades. Alguno se atrevió a hacerlo pero, o no volvió, o si lo hizo fue con la mente completamente extraviada. Frente al mar se suele ver muchas tardes a un viejo, que lo está mirando serenamente, con la añoranza, o mejor dicho, con la morriña de otras muchas tardes ya vividas en lucha con los vientos y las olas. Está observando un panorama siempre igual y siempre diferente, un paisaje que consiste precisamente en la ausencia de paisaje. Recuerda -¿cómo iba a olvidarlo?- que un día vivido en sus adentros supone una reclusión pero, a la vez, una libertad ilimitada. Y él, lo mismo que otros muchos, aunque ya esté desvinculado del mar, sigue teniéndole una finalidad conmovedora, cumpliendo fielmente con aquello que Baudelaire expresa en su poema. Cuando tratamos con las gentes que han vivido junto al mar nos damos cuenta de que son distintos a los que no lo han hecho. Si ese encuentro ha sido por el norte, observaremos que los de por allí suelen ser más morriñosos que los del sur o el levante, pero todos, los de uno y otro lado, viven perdidamente enamorados (y con razón) de su mar, tenebroso y con brumas a veces, pero siempre plácido, sugerente, prometedor de sueños, y plagado de soles y de playas que son los mismos soles y las mismas playas que se encuentran muy lejos allende de sus aguas. ¡Bendito y hermoso mar que tanto bien haces a los que se han avecindado en tus orillas! Y lo expresado hasta aquí sobre cómo el mar influye en los que desarrollan su vida junto a él, vale también para los que habitan en la montaña o en las llanuras castellanas. Hay variaciones, como es natural, pero las tierras adentro, con sus fríos extremos y sus calorinas abrasadoras, dejan igualmente su impronta en sus inquilinos. Me agradaría explicarlo, pero, al carecer de espacio suficiente, habré de dejarlo para otra ocasión, prometiendo fielmente que lo haré y muy gustoso, como no podía ser de otra manera. Ramón Serrano G. Diciembre 2016