viernes, 13 de enero de 2017

Corazón y mente

“El corazón tiene razones que la razón ignora”. Blaise Pascal Hace poco leía una novela en la que el protagonista hablaba de cómo el corazón no sabe nada. Nunca sabe nada. Se limita a emitir latidos en la sala de máquinas, y no es sino el motor que hay en ella, que hace que el barco navegue, que se mantenga en movimiento, que propone solamente el rumbo a seguir pero que nunca lo marca, ya que este muy importante ejercicio siempre queda relegado a la mente. Esta, decía el autor, y bien sabido se tiene, es una actividad de mente y demente. Creo que estaremos de acuerdo en decir que mente y corazón son los dos órganos más importantes de los que dispone el hombre para poder desarrollar su vida debida y adecuadamente. Todo cuanto él hace está supervisado por uno de ellos y según sea su forma de vivir, su manera de ser, o las circunstancias que se le presenten a la persona en un determinado momento, esta actuará de uno u otro modo. Tratemos ahora de describir alguna de sus funciones. La tarea principal del corazón, y él la cumple fielmente, es la de presentar al individuo todas las posibilidades que su alma tiene de ser feliz y, por supuesto, de animarlo para que lo consiga. Además, siempre que le muestra un proyecto, este va coloreado en rosa, y no porque su realización tenga que ser en esa tonalidad, sino por lo que significa de positiva, agradable, sin estrés, etc. Permítaseme aquí un grato recuerdo para Édith Piaf y su maravillosa canción La vie en rose, mi preferida, en la que describía cómo su amante trataba de hacerle la vida maravillosa. Además, dicho proyecto se muestra siempre bajo dos constantes: una, la facilidad, o mejor dicho, las escasas dificultades que se han de encontrar para alcanzarlo, y otra, la enorme alegría que ha de proporcionar su consecución. Es una oferta saturada de hedonismo como no podía ser de otra manera, porque, a la postre, es el corazón quien se manifiesta, quien habla, y es bien sabido que hablar el corazón, o hablar con el corazón, significa que es hacerlo con interna y absoluta libertad, declarar sentimientos con coherencia (a veces con no tanta), expresarlo en la intimidad, con gran naturalidad, espontáneamente y con enorme confianza, aun a sabiendas de que no siempre va a ser escuchado. O mejor dicho, escuchado sí -¡es tan dulce oír hablar al corazón!-, pero desatendido en muchas ocasiones, por mil y una circunstancias. Y diremos también que todas, o la mayoría de sus proposiciones son buenas o, al menos, aceptables. Pero en tres ocasiones llega hasta la cima de su buen hacer, y es cuando nos habla del trabajo, del amor o de la familia. Al abordar esos propósitos llega hasta el paroxismo, con un entusiasmo enorme por conseguir el disfrute de esos lazos y pasiones. Porque cuando el corazón expresa lo que siente, hay alguien que siempre le escucha, y podríamos añadir que afortunadamente. Es la razón, o sea, el discurrir del entendimiento, el cual, al ver las posibilidades de obrar que le son presentadas, sea o no requerido para ello, actúa de oficio en aras de conseguir lo mejor para el individuo. Ella, la razón, tan pronto como tiene noticia de unas nuevas propuestas y planes para el futuro, se encomienda a la diosa Atenea, su patrona, sempiterna defensora del uso de las propiedades del espíritu ante la fuerza bruta, y ella le va indicando los peligros que esquivar, los pasos a seguir y la cadencia y firmeza con que han de darse estos. Lo hace en todas las ocasiones. Es su principal misión hasta el punto de que alguien tiene dicho que la razón es la luz del corazón (Aristóteles dijo que la razón es para el espíritu lo que la vista es para el cuerpo). Pero es excesivamente complicado hacerlo con acierto, aunque este sea relativo, por lo enrevesado que resulta razonar y sentir al mismo tiempo. Pese a ello, continuamente se dan estos casos en los que el corazón, al describir sus ansiadas empresas, escucha de la razón palabras como estas: -Bien, eso está bien. No cejes en ese empeño hasta conseguirlo. -Eso es magnífico, pero su logro conlleva peligros en demasía. Cuidado. -No sabes la locura que cometerías de seguir por ese camino. -No está mal, pero se debe aspirar a más cuando hay posibilidades. -Hay que comprobar hasta lo más mínimo, que luego están los fracasos. Y así se podrían poner mil y un ejemplos de los sensatos juicios, valoraciones y conductas a seguir que emite la mente, sin dejarse llevar por una euforia sin base o sin el debido análisis. Entonces, y dado que suele haber muchas y grandes discordancias entre lo deseado y lo convenientemente realizable -viene aquí a colación aquella frase atribuida a Lope de Vega que dice: la razón de la sinrazón que a mi razón aqueja-. ¿A quién escuchar? Pues, sencilla y llanamente, a ambos, al corazón y a la razón, porque aquél nos está indicando el camino a seguir (a veces el camino que a él le gustaría seguir), mientras que esta nos dice la manera más conveniente de hacerlo. No quiero acabar este escrito sin hacerle al lector la recomendación de dos escritos relacionados con el tema que hoy nos ocupa. El primero es el maravilloso poema Razón-Corazón, de Antonio Machado, aunque el adjetivo sobra porque sabemos que toda su poesía es así. Después el enjundioso artículo Charla entre la razón y el corazón de Gabriela Mistral. Diré por último que desde la aparición y expansión de la ciencia y su enorme influencia en la forma de actuar de los seres humanos se ha producido una sobrevaloración del mundo del intelecto y un cierto desprecio por el mundo de las emociones. Eso puede estar bien, pero cabe decir, que hay ocasiones en que es una auténtica delicia mandar a la razón a hacer gárgaras y … Ramón Serrano G. Enero 2017