sábado, 2 de febrero de 2008

Mensaje en una botella

Mensaje en una botella
Ramón Serrano G.

Para Julio Pérez Cuartero, un Maestro bueno, en toda la extensión de ambas palabras.

Si pudiese, querido lector, te induciría a que llevases tu imaginación, junto a la mía, hasta esa conocida imagen del náufrago que se halla solitario en una isla. Pero pensemos que lo he conseguido. Entonces, fijémonos en ella y podremos observar como reúne todas las características para llegar a ser uno de los tópicos por excelencia.
El sujeto, un hombre metido en la treintena, con una cara tapada por desaliñada barba, unas greñas desgreñadas y, como único atuendo, unos pantalones de los llamados piratas, cortos, raídos y mal sujetos por una cuerda. Las manos huesudas. Los pies descalzos y callosos. La mirada perdida. La mente extraviada.
El lugar, una isla a donde llegan mansas las pequeñas olas de un mar en calma. Pero esta isla hemos de suponer que ha de ser, desgraciadamente, lo bastante pequeña para estar apartada de cualquier ruta de navegación, y por lo tanto incomunicada, y, a su vez, lo suficientemente grande para que en ella haya algún arroyo o manantial que proporcione a nuestro protagonista el agua imprescindible, y además, cantidad de mangos, aguacates, papayos, carambolos, guayabos y otros más, suficientes para que sus frutos le proporcionen sobradamente el alimento a nuestro hombre. Ignoramos la existencia de algún tipo de ave o de si hay peces cercanos a sus costas con los que complementar su dieta. Supongamos que sí, pero eso nos da igual.
Su forma de vivir, rutinaria como no podría ser de otra manera. Sus escasísimos y rudimentarios utensilios le permiten pocas ocupaciones manuales, por lo que ha de dedicar forzosamente su tiempo a deambular por su exclusivo territorio, el cual, debido a su pequeñez le resulta ya monótono. Es por eso que la vista de los paisajes accesibles no le causa extrañeza alguna y da así rienda suelta a su imaginación y a sus recuerdos. El porcentaje que asigna a la una y a los otros no lo sabe ni él mismo, y le viene dado la mayoría de las veces por el estado de ánimo con el que se haya despertado esa mañana o por el fugaz paso de alguna nube con forma de cualquier cosa, con un parecido absurdo que su mente elucubra, llevándole a desarrollar los más increíbles pensamientos.
De esas dos actividades de su magín, la de recordar es la que le suele proporcionar una satisfacción mayor. No tiene con quien comunicarse y tú sabes, querido lector, que Cortázar nos dice en “Rayuela” que el recuerdo es el idioma de los sentimientos, y estos, en su soledad, son sus únicos interlocutores. Debido a ello, por su caletre van desfilando, día tras otro, ora sus juegos infantiles allá en su tierra natal, tan diferente a esta, rodeado de multitud de muchachos como él, ávidos de conocer y de experimentar las nuevas sensaciones que llegan a sus almas inexpertas. Ora piensa en sus aventuras juveniles, recién abandonada la pubertad, e impaciente en extremo de acceder a la hombredad, para alcanzar en ella cuantas ilusiones tiene tanto tiempo deseadas. Para lograr los triunfos que dadas sus condiciones considera alcanzables, y aun los inasequibles, que es grande su ambición y su deseo de gloria.
Rememora cómo las circunstancias y el tiempo le fueron llevando por caminos bien distintos a los que tenía elegidos. Cómo hubo veces que acertó en lo poco y erró en lo mucho, y repasa concienzudamente los motivos, decisiones y congéneres que le condujeron a unos destinos codiciados unos y no predeterminados, ni queridos, otros. Y por la retina de su mente pasan las sensaciones del amor, del deseo, del esfuerzo, del odio, de la aventura, del éxito, del fracaso, de.., de.., de.., tantas y tantas emociones que el hombre disfruta y sufre simultáneamente en su vivir.
Hay jornadas, por el contrario, en las que su imaginación vuela hacia al futuro, pensando si seguirá siempre solo en su reducido mundo, o quizás saldrá de él si llega alguna vez alguien a rescatarlo. ¿Qué le gustaría más? Ni él mismo lo sabe. Aquí y ahora, hay ratos en los que se ve abrumado por el aburrimiento o la ignorancia de lo que ocurre en el exterior de su entorno, por la ausencia de información, de actividad creativa, de la ayuda necesaria ante cualquier evento, de un posible diálogo, de un amigo. Eso le desazona. Pero por otro lado está ausente del conocimiento de guerras y desastres, libre de ruidos y murmuraciones y con toda la disponibilidad del mundo para hacer lo que le venga en gana y pensar en lo que en gana le venga. Y libremente. Sobre todo eso, libremente.
Pero hoy es un día extraordinario. Ha debido ser por arte de alguna hechicería o de cualquier teúrgia, que siempre existen, por las que se ha encontrado provisto nuestro personaje de una botella, con su tapón, de un lápiz, del correspondiente papel y de una tabla donde poder apoyarse para escribir, sin que nadie pueda imaginarse de dónde le llegaron estos objetos. La posibilidad le induce al acto, lo cual suele suceder muy a menudo a los hombres, y por ello decide redactar un mensaje y luego enviarlo sin destino fijo, ni seguridad de su llegada a sitio alguno. ¿Y cuál puede ser el texto del correo? Aunque, a primera vista, podría colegirse que el comunicado fuese una petición de socorro, habría que arrumbar esa sospecha. Cómo va a solicitar ayuda si no conoce tan siquiera la ubicación del lugar donde habita y malvive.
No, él garabateará en el papel sus convicciones, sus sentimientos, sus sensaciones. Y dentro de esa botella estará lanzando al mundo, a ese mundo del que aún conserva alguna reminiscencia, un compendio de sus ideas, de sus anhelos, de sus pensamientos, de sus ilusiones. Ignora si esta exposición llegará a manos de alguien, y si ese alguien se tomará la molestia de leer su mensaje, y si querrá perder un poco de su tiempo en enterarse de las prédicas de un desconocido. Pero eso a él no le importa. Su interés y su satisfacción están en echarlas al agua, en propalarlas así, al azar, sin una meta, sin un destinatario o receptor predeterminados. Su complacencia está más en realizar su creación, que en la acogida, incierta de todo punto, que pueda tener.
Y ahora, si pudiese querido lector, te induciría igualmente a que observases qué similitud tan extraordinaria existe entre el hacer del náufrago protagonista de esta historia y el del escritor. Este suele vivir, al igual que el otro, en un entorno que le resulta ajeno y que le importa poco su tamaño y su condicionamiento. Sus necesidades corporales son, casi siempre, escasas y fáciles de satisfacer. Su mayor, y casi única, compensación está en confeccionar sus escritos, que lanza lleno de esperanza, pero casi por inercia, al océano, y que desconoce si alguien con gran benevolencia llegará a leerlos. Ocurra así o no suceda nunca, él seguirá soñando y trasladando sus quimeras al papel, por si alguien se toma la molestia de leerlas algún día.

Mayo de 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 11 de mayo de 2007

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