jueves, 16 de julio de 2009

La soledad no existe

La soledad no existe
Ramón Serrano G.
“A mis soledades voy, de mis soledades vengo,…” .- Lope de Vega

A lo largo de la historia, el hombre ha ido descubriendo cantidad de sustancias, artilugios, ideas o situaciones que le han cambiado su vida, para bien las más de las veces y para su mal otras. Ha ido encontrando, ya digo, cosas cuya existencia desconocían sus antepasados y que han condicionado de manera importante su vida y la de sus sucesores. Sería prolijo, y desde luego absurdo, hacer aquí una lista de esos hallazgos, aunque fuese exigua.
Sin embargo, no es tan común encontrar cosas (sustancias, artilugios, ideas o situaciones) que no existan. Por dos motivos. Uno, porque no se puede ver ni definir lo que no está ni se conoce. Otro, porque puede ser que hoy se ignore su entidad, pero es muy posible que mañana ese algo haya aparecido y sea muy común. Pero sí que hay cosas sobre las que se puede asegurar que no se hallan ni en este mundo en que vivimos, ni en el que vivirán quienes nos sucedan. Y no es que yo en mi limitada asofia las desconozca. No. Es que tengo la completa seguridad de que no existen. Al menos, una: la soledad. Y a tratar de explicarlo es a lo que voy a referirme.
Aunque sabido, empezaré por decir que la soledad es, en lo físico, una carencia de compañía ya sea esta voluntaria o involuntaria. Pero dejaremos a un lado esta perspectiva corporal, para tratar de verla únicamente como un sentimiento de nuestro espíritu. Como una sensación que alguien percibe en su alma, merecida o inmerecidamente. Así, en un determinado momento, uno se siente feliz, enamorado, triste, contrito, exultante, o solo.
Hasta aquí todo sería normal. Pero hay que fijarse en que para que se dé un determinado talante, o cierto estado de ánimo, se han de producir unas determinadas condiciones. Unos ejemplos sencillos y aclaratorios. Si tu hijo aprobó sus exámenes, eres feliz. Si te miraron aquellos ojos y de aquella forma, te enamoraste. Si falleció tu hermano, la tristeza está contigo. Si erraste en algo, te hallarás abatido. Si conseguiste ese puesto de trabajo que tanto ansiabas, mostrarás tu exultación. Pero nunca, pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, te hallarás solo, aunque creas que lo estás.
Y para demostrar la irrealidad del aislamiento hablemos de su antónima la compañía. Queda dicho que el estar solo es una ausencia de compaña, pero no se ha especificado ni de cómo, ni de qué tipo de compañía, ni tampoco de si la ausencia es total o parcial. Es obvio que el hombre se ve siempre rodeado de seres. Queridos unos, como la familia, los amigos, los vecinos, las montañas, los árboles, los ríos o el mar. Admisibles algunos, como la mayoría del resto de los vivientes, las casas, los puentes, las señales de tráfico, los museos o los cardos. E intolerables otros, como los profesionales del terror, los especuladores leoninos, los racistas, o las lenguas viperinas. Pero siempre hay alguien junto a nosotros.
Alguno se opondrá a esta teoría y me dirá que no es así. Que hay ocasiones en las que el hombre sí que está solo, y me hablará del pastor en el campo, del preso en su celda o del farero en su faro. E incluso alguien vendrá a recordar a quien, sin estarlo, se siente sin tener a nadie a su lado, no porque no la haya, sino porque es su espíritu el que se encuentra aislado de todo y de todos. Y me citará esa paradoja de la extraña soledad en la que se encuentran algunos en muchas ciudades, en medio de la multitud, pero desvinculados de ella y aherrojados por una lacerante incomunicación. Ernesto Sábato describe esto a la perfección diciendo que son aquellos que deambulan sin que nadie los llame por su nombre, sin saber de qué historia son parte o hacia dónde se dirigen.
Mas podemos estar tranquilos porque sabemos que hay una panacea que hace que no estemos nunca sin algún acompañamiento. Cuando veamos, o creamos ver, que todo o todos ya no están a nuestra vera, eso no debe suponer para nosotros tristeza, miedo o desamparo. Por el contrario será la ocasión para ir a reunirnos con nuestra alma y ello será el bálsamo, el específico, que cure nuestro padecimiento puesto que ha de satisfacer nuestras inquietudes y nuestros anhelos. Acudiremos al encuentro con nosotros mismos, y, entonces, nuestro corazón y nuestra mente nos cobijarán y nos darán consuelo con los recuerdos, con la melancolía, y ¿por qué no?, incluso con la compunción y con la pesadumbre. “..porque para andar conmigo, me bastan mis pensamientos” dice Lope.
No, el hombre no está solo nunca, ni aún después de la muerte. Porque incluso en la quietud de los camposantos, en esas nublosas tardes otoñales, los cuerpos tendrán junto a ellos a sus vecinos sepulcrales, y con muchos de ellos mantendrán sosegadas e inacabables charlas. Por su parte, las almas harán nuevas y etéreas amistades, y vagarán con ellas por el espacio, como si fuesen una bandada de pájaros invisibles, sobrevolando lugares vividos o soñados.
Tengo muy, muy, claro que la soledad no existe, y que sólo está solo quien quiere estar solo. Y así, como el aislamiento total no puede darse, la descripción que podríamos ofrecer de la soledad no sería sino la de un sucedáneo de la misma. Muchos han querido definirla, pero jamás lo consiguieron. Sí que escribieron acerca de ella cantidad de frases, bonitas unas, sugeridoras otras, consoladoras las más. Yo, como ustedes, he leído bastantes, pero la que más me ha gustado es aquella que dice: la soledad es la mejor compañera cuando no está la persona a quien se ama.

Julio 2009
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 17 de julio de 2009