jueves, 20 de marzo de 2014

Recordatorio

Debiéramos tener siempre muy presente que sólo muere aquello que se olvida, mientras que lo que permanece en la memoria sigue estando vivo. Non omnis morias, que decían los latinos. Cuando aquello, o aquél, que tanto hubiese habido mucho esplendor, fama o relevancia, como si hubiese pasado sigilosa y calladamente por la vida, una vez que habiéndose ido, ya nadie suele hablar de él, ni vuelve a traerlo a su memoria, ya sea para bien o para mal, ese sí que ha fenecido. Entonces sí que puede decirse que está finiquitado. Esto, en cuanto nos estamos refiriendo al predicado. Pero haciéndolo del sujeto, hay que decir que las personas podrían catalogarse como poco, algo, o muy recordadoras, y este calificativo no lo alcanzarán sólo con el paso de los años (aunque está claro que no se pueden traer a la mente más que los sucesos habidos o vividos), sino que esto se verá acentuado o disminuido con la manera de ser de cada individuo. Así, a unos les gusta olvidar más que a otros, y a otros recordar más que a unos, pero de lo beneficioso, o lo perjudicial, de esa manera de ser de ambos, hablaremos otro día. Que tiempo hay para todo. O esperemos que lo haya. Pese a ello, yo declaro abiertamente que me satisface sobremanera evocar hechos o personas que me precedieron, entre otras cosas, porque lo ya pasado nos enseña claramente cuál debe ser nuestro comportamiento actual, tanto si lo evocado fue malo, o bueno, aunque quiero aclarar que si lo fue de aquel modo, nos vendrá bien como lección, y si resultó ser de este, además de enseñanza nos proporcionará ratos muy dichosos. Traigo aquí a colación lo que dijera McMillan, un político inglés: “El pasado debe utilizarse como trampolín, y no como sofá”. O lo de Spinoza, filósofo holandés del siglo XVII:”Si no quieres repetir el pasado, estúdialo”. Y hago esta profesión de inclinaciones, sabiendo de antemano que todo en la vida ha sido, es y será relativo, hasta el punto de que su misma eseidad variará sustancialmente según sea el prisma desde el que la observamos. Ya lo dijo, y muy bien, mi ilustre tocayo: ...y es que en el mundo traidor/ nada es verdad ni mentira;/ todo es según el color/ del cristal con que se mira/ Por ello, cada quien debe expresar sus gustos y preferencias, pero respetando al que tenga otras distintas a las nuestras. Por muchas razones: por su edad, hábitos, educación, situación social, etc. Pero esa misma tolerancia que demando para otros, la ruego, por igual, para mí. Así que déjenme que evoque con gran satisfacción algunos sitios, modos y costumbres de la segunda mitad del pasado siglo, ya que en esa época todo eran contentamientos y venturas, y si había malandanzas (que yo sé que las había), aseguro que, por más que lo intento, no logro recordarlas. Aunque he de decir, muy sinceramente, que añoro, por encima de todo lo demás, el trato que había entre las gentes, y que era, no me atrevo a decir que más humano, que sí me parece que lo era, pero sí enormemente satisfactorio. Y tengo igualmente saudade de los lugares donde se desarrollaban esos encuentros, al menos en las poblaciones pequeñas, o en las no demasiado grandes. Y aclaro que traigo este extenso preámbulo porque quiero proclamar un sentido recuerdo a ciertos establecimientos que servían de nexo a muchos habitantes de esos lugares aludidos. Para un mejor entendimiento del porqué se daban estos encuentros, pongámonos en situación. No había aún TV, o la tenían únicamente los cuatro ricotes; la radio era paupérrima en emisiones, y en muy pocas casas había receptores; la prensa solía llegar con un día de retraso. Así pues, el mejor medio de comunicación existente era el boca a boca, y este, dada la extrema climatología, se tenía que hacer en sitios cerrados y en los que no costaba nada la estancia. Y en casi todos los pueblos solían ser los mismos. Las barberías (en noviembre de 2000 escribí un artículo haciendo referencia a una de ellas), las guarnicionerías, o los talleres de zapatero remendón. Todos ellos eran lugares donde se disponía de tiempo, ganas de charlar y de asientos libres, sillas o banquetas, que no ocupaban sólo los clientes, sino los contertulios que acudían cada uno de los días a convivir en esos lugares con sus paisanos, a confirmar que Genaro, que estaba apuntado ese día en la tablilla, era de la familia de los Gañofas, y a comentar los avatares y sucesos acaecidos en el pueblo, en la comarca o, excepcionalmente, en el país y en el mundo. Cabe destacar que algunos de estos establecimientos acogedores de tertulias, podían tener una infame versión, y es que en ellos, además de cotorrear, se murmuraba y se le sacaba la piel a tiras al más pintado. Eran, afortunadamente, los menos, pero aún así, tenían tan baja estofa, que con nombrarlos han tenido demasiada dedicación por nuestra parte. Pero en Tomillares se ha mantenido afortunadamente (en Tomillares se mantienen muchas cosas buenas), hasta hace exactamente doce meses, y después de tener abiertas sus puertas setenta y nueve años, un local en el que, en derredor de su dueño (hombre campechano, noble, buena persona), se reunían,-acudíamos-, muchos amigos que, a lo largo del día, íbamos allí para saludarle, charlar un rato, comprobar algún dato y enterarnos de las últimas noticias. Y doy fe de que dicho establecimiento, pequeño, ubicado en una esquinita en la principal calle del pueblo, era el ágora en donde ejercíamos nuestras funciones tanto los facundos como los oidores, y en donde no oí jamás un chismorreo o una calumnia. Ni el dueño lo hubiese tolerado, ni los componentes eran gente de esa calaña. Por el contrario, he de decir con enorme satisfacción que se mantenían diálogos muy sabrosos, se gastaban bromas de muy buen gusto y se hablaba. Se hablaba, abriendo el corazón a quien atendía, y se escuchaba respetuosamente a quien estaba en el uso de la palabra. Como hacen, como siempre hicieron los hombres de bien. Sean estas líneas de añoranza, y de gratitud, para quien les daba cobijo y para quienes se pasaban a diario, aunque sólo fuera un ratito, por La Tinetería. Ramón Serrano G. Marzo de 2014