viernes, 27 de marzo de 2015

El tranvía

Nunca consigo recordar como llegó hasta mí esta curiosa historia que narra cómo, en el primer tercio del siglo XX, y dentro del recinto de un antiquísimo convento de clausura asentado en los páramos de la vieja Castilla, estaba un tanto alterada la rutinaria vida de los casi cuarenta monjes que lo habitaban. Habitual, y monótonamente, esta convivencia transcurría pacíficamente del rezo al tajo y del tajo al rezo, con una no muy extensa visita nocturna a la celda y tres cortísimas al refectorio. Y no es que en esos días hubieran cambiado esas actividades, pero el pensamiento de los frailes no se apartaba un momento del dormitorio de fray Teodoro, el más viejo de todos ellos, y al que todos apreciaban grandemente, por su trato afable, la bondad de su ser y porque llevaba en el monasterio desde su infancia (había sido abandonado en el torno cuando contaba sólo unos días). Pero ahora el pobre, víctima de una fuerte pulmonía, estaba consumiendo sus últimas jornadas en este valle de lágrimas. Se le veía, los que le podía ver, muy desmazalado, y sólo le aliviaba un algo el bálsamo de estoraque, puesto que el de linaza limón y miel ya no le remediaba en nada su penosa situación. El prior tenía severamente prohibidas las visitas, tanto por un fuerte miedo al contagio, como porque ningún asunto terrenal podía alterar los modos y conductas monacales previamente establecidos, amén de las severas restricciones comunicativas impuestas por el código de la orden. Los monjes eran informados del estado de su compañero dos veces al día a través del hermano portero, antes de la misa matinal y después del rezo de Vísperas. Sin embargo, esa mañana la estricta regla del silencio había sido transgredida por casi todos para, con bisbiseos entrecortados, comentar que, en la tarde de ayer, el viejo cenobita había aprovechado la visita que diariamente le hacía el prior para decirle: -Padre, todos sabemos que la muerte está llamando a mi puerta, y no me importa porque son ya muchos los años que tengo y creo hallarme a bien con los preceptos de Nuestro Señor. Pero quisiera antes de irme con ella, y si es posible, conocer dos cosas que me han tenido intrigado toda la vida y que por prudencia, y por no faltar a las reglas monasteriales, no he querido tratar de saber nunca. Oí hablar de ellas cuando era casi un niño, y sólo supe que el uso o la cercanía de ambas, o de una y otro por separado, suponía siempre un grave riesgo para el hombre. - Y ¿cuáles son esas dos cosas que tan intrigado le tienen hermano? preguntó el abad. - Sólo se su nombre ya que desconozco por completo su naturaleza. Son, no se asombre, la mujer y el tranvía, pero le digo, padre, que dado que tengo plena certeza, por lo oído, del enorme peligro que entraña su cercanía y su trato, prefiero irme al otro mundo sin calmar mi curiosidad antes que poner en peligro mi alma. -Hermano, no le prometo nada en firme, pero sí que trataremos de atender su ruego hasta el punto que sea posible. Que pase una feliz noche. Y esa misma tarde, antes de Completas, reunió el prior a………. y tras exponerle la petición recibido les rogó consejo con la intención de satisfacerla en lo posible. Y al poco de dialogar, el hermano Jeremías, el bibliotecario, dijo: -Creo que ya tengo una solución, aunque sea a medias, pero todos sabemos que es imposible complacerle en sus dos peticiones. Podríamos hablar mañana con esa mujeruca que tiene un huertecillo junto al convento y ver si tuviese la amabilidad de visitarle un momento. -Pero si es una mujer con casi setenta años, algo coja y con menos dientes que un pollo, dijo fray Lorenzo, el encargado del refectorio, quien la conocía ya que la pobre regalaba con frecuencia patatas al monasterio. -Pues ya me dirá, hermano, qué otra cosa podemos hacer. Pronto todos dieron su aquiescencia dado que, a todas luces, era la solución más factible y sencilla. Al día siguiente el hermano Jeremías, acompañado de un lego, visitó a la buena mujer, y tras exponerle, a medias, la cuestión, logro la ansiada colaboración ya que ella se prestó de inmediato y de buena gana a la ejecución del favor. Y esa misma tarde se presentó en el convento ataviada con un pañuelo a la cabeza, una pelerina a los hombros, saya de percal y medias de lana. Tras ser recibida por el hermano portero, se unió a un grupo formado por el abad, el hermano Jeremías y el hermano , los cuales, a través de los pasillo claustrales llegaron hasta la celda del anciano enfermo. Adelantándose el prior, abrió la puerta del cuarto y con su mejor sonrisa dijo: -Hermano Teodoro, aunque como usted sabe, su petición era harto difícil de complacer, hemos conseguido, al menos, la mitad de lo demandado, así que antes de morir podrá darse la satisfacción de conocer, una de las dos cosas que anhelaba. Aquí la tiene. Y haciéndose a un lado, dio paso a los dos frailes los cuales, nada más entrar se pusieron a un lado junto a la pared y dejaron sola en el arco de la puerta a la pobre hortelana, que indecisa, pero siguiendo las indicaciones de los frailes, avanzó un poco hasta el interior de la celda. Dio un: -Buenas tardes, inaudible y quedose parada. Entonces el enfermó observándola fijamente, se incorporó un algo, se restregó varias veces los párpados, miró alternativa y repetidamente a los monjes y a la mujer, para después, tras juntar las manos, cruzar los dedos y levantar los ojos al techo, se dejó caer en el camastro y exclamó con todo el sentimiento de su alma: -Gracias Dios mío. Ya no me muero sin haber visto un tranvía. Ramón Serrano G.