jueves, 13 de marzo de 2008

Asdrubal

Asdrúbal
Ramón Serrano G.

“No existe viento favorable para el marinero que no sabe a dónde ir”.- Séneca

- Oye Luca, ¿no te he hablado nunca de Asdrúbal, verdad? No, creo que no. Pero para entretener el camino te voy a contar alguna historia de él, que seguro te gustará. Era este Asdrúbal una hombre bastante mayor, que vivía en una aldea (los hombres como él no solían vivir en las ciudades) y su existencia se reducía al recuerdo de lo pasado, a la contemplación de lo presente y a aconsejar, a quien se lo pidiera, para el futuro. Era feliz. Amigo de todo el mundo, por las mañanas, desde muy temprano, gustaba en salirse a las afueras del lugar y allí, sentado en la base del humilladero, saludaba y hablaba con los que por allí pasaban, interesándose sinceramente por sus familias y negocios. Aunque, con el tiempo, llegué a descubrir que la razón principal por la que se iba a aquel lugar, era porque estaba frente a una escuela y así, a la salida, hablaba con los chiquillos, les contaba sus historias y estos se embobaban escuchándole.
Y cierto día fui yo quien acertó a cruzar por allí. Espontáneamente nos saludamos, y enseguida liamos la cháchara, aunque a decir verdad, era él quien, al igual que hacía con los chavales, me contaba cosas, todas tan curiosas y extrañas, que pronto deduje que ese hombre, a más de haberse pateado medio mundo, había aprendido tanto que era un verdadero sabio. ¡Qué gusto daba oírle! Hablaba despacio, saboreando sus expresiones, casi, casi, interpretaba más que decía sus palabras, y lo hacía con una sencillez y una humildad propia de los que son grandes de verdad.
Al iniciar nuestra charla, y por saberme forastero, me preguntó qué hacía yo en lugar tan poco transitado, y cuando le dije que mi quehacer era guitonear sin rumbo fijo, con el único afán de conocer gentes y tierras, se apresuró a confesarme que parecido a ese había sido su principal oficio (luego supe que había sido marino) y que, gracias a él, había vivido una vida extraña y deleitosa, puesto que había sido conocedor de muchos de los misterios que nuestro planeta guarda para los más. Me afirmó que nunca se ocupó en exceso de su cuerpo, que si no era enteco, tampoco tenía un gramo de grasa en demasía. Y sí lo había hecho de su espíritu. Por ello, a más de otras virtudes, nunca fue codicioso, sino, antes bien, despreciador de pingües beneficios, preocupándose sólo de alcanzar lo preciso para subsistir, dedicando sus mayores esfuerzos al conocimiento de las cosas realmente valiosas, y de ejercitar sus sentidos corporales y las potencias de su alma para engrandecerla en cuanto le fuese posible.
Y comenzó a contarme cómo se desarrolló su existencia, desde su juventud hasta que las fuerzas le abandonaron y tuvo que regresar al sitio donde estaba enterrado su cordón umbilical. Claro que aquello le llevó toda la mañana, la tarde entera y aún gran parte del siguiente día. Y yo, sabiendo que pocas veces volvería a encontrarme con personaje tan destacado y valioso como aquél, allí me tuve en su compaña, escuchándole con arrobo y aprendiéndome de memoria sus narraciones, que aún conservo intactas como si acabara de oírlas.
-¿Y de qué te habló? le pregunté.
-De todo cuanto imaginarte puedas. De tanto, que sería casi interminable la exposición. Pero, si te parece, te voy a referir alguna de sus aventuras que solía contar a los chavales, para que te hagas una pequeña idea de hasta dónde llegaban sus conocimientos y experiencias. Me dijo por ejemplo, o mejor dicho les contaba a los niños, que viajando por tierras hindúes, había aprendido a defenderse de los temibles odiyanes, los cuales, con el mayor secreto, mataban a sus víctimas y luego se adueñaban de sus almas sin que nadie lo supiera. Durante los tres días siguientes a su fatal actuación la víctima hacía una vida normal, comiendo, bebiendo, respirando, pero al cuarto fallecía indefectiblemente, al parecer por una causa intrascendente: una simple caída en la calle o un vulgar catarro. Y que llegó a saber que la única forma de conocer si una persona había sido atacada por un odiyan era mirándola fijamente a los ojos que estarían cubiertos por una veladura apagada, sin que tuviesen el menor brillo.
También les explicó la leyenda de Tamba-tayá, según la cual, el indio Tuppi, desolado por la muerte de su amada, la llevó al interior de la selva amazónica, y allí en la soledad, lejos de todos, se enterró junto al cadáver, quemándose en vida. Y parecer ser, que sobre la tumba de ambos brotó luego el árbol del Tamba-tayá, cuyas hojas son en realidad dos hojillas unidas entre sí, pegada una grande a otra pequeña, que representan a la desgraciada pareja en un abrazo de vida eterna, símbolo inequívoco y sublime de su amor.
Le oímos hablar otra vez de cómo, viajando por los países escandinavos, vio una flor que los habitantes de aquellas tierras llamaban miosotta y a la que consideraban como símbolo del amor y la fidelidad. Era muy bonita, pequeña, azul, con un poco de color rojo. Y hallándole tan entusiasmado, un campesino le contó la historia de aquella florecilla, según la cual, cuando el dios Odín creó el mundo, puso forma, color y nombre a todas las cosas. La flor de que hablamos le suplicaba: ¡no me olvides! ¡No me olvides!, pero como su voz era tan fina, el dios no alcanzaba a oírla. Tan sólo pudo percatarse de esa pequeña voz Freiya, la reina de todas las Valquirias, la cual, una vez que el hacedor finalizó toda su obra, se dirigió a él, intercediendo por ella. Y el dios dijo a la flor: - Todos los nombres están ya dados, así que no tengo nombre para ti, Por tanto, te llamarás “no me olvides”. Por colores tendrás el azul del cielo y el rojo de la sangre, y servirás para acompañar a los muertos y consolar a los vivos.
Luego, en otro momento, vino a utilizar la hipálage para contar, algo muy extraordinario, pero que, a su vez, a mí me pareció muy bello. Y fue cómo a lo largo de su curiosa vida, sentado por las noches en cubierta frente a una mar tranquila, había llegado a desarrollar de forma extraordinaria sus sentidos, y así, había logrado saber qué tacto tienen las náyades; a qué huelen las nubes; cual es el sabor del cariño de una madre; cómo suena la llegada de la aurora y descifrado el frío mensaje de la mirada del cárabo. Pero de esto, y de otras muchas maravillosas historias que le tengo oídas, te seguiré hablando en ocasión futura, que, como ves estamos ya llegando a aquel caserío, donde pediremos albergue para pasar la noche, que si no, tendremos que enserenar en cualquier sitio.
- Oye Luìs, y digo yo, ¿por qué en el mundo hay tan pocos hombres como ese Asdrúbal, del que me hablas, dispuestos a enseñar y aconsejar a los de su entorno?
- Pues no lo sé, Luca, no lo sé. Pero lo malo, no es que haya pocos, sino que los muchachos de hoy, en vez de escucharles, prefieren jugar con las nintendos.
Marzo 2008

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 14 de marzo de 2008