miércoles, 5 de septiembre de 2012

Escuchador

Cosa bien sabida es, que desde el inicio de la vida, el tiempo va cambiándolo todo y, a la postre, acabando con todo. Modas, usos y oficios, de cualquier tipo y condición, están siempre evolucionando a veces e incluso llegando a desaparecer, mientras que otras, y otros, van surgiendo ante las nuevas necesidades actuales. Y si nos pusiésemos a averiguar las causas y motivos de esos trueques y extinciones, veríamos que a veces vienen obligadas por distintas razones, pero que en la mayoría de las ocasiones son debidas a la arbitrariedad o a la comodonería de las gentes. Pero fuera cual fuese la razón de la existencia de esos hábitos, lo cierto es que ahí estuvieron unos, aquí están hoy otros, y allá estarán algunos, distintos y novedosos, el día de mañana. Como demostración, recordaremos a varios que fueron y ya no lo son, citando a los serenos, pregoneros y recaderos, mientras que nos detendremos, aunque no mucho, en uno que siempre me pareció digamos ¿extravagante? Vaya entonces un recuerdo para las plañideras, oficio este que ya desempeñaban mujeres en el antiguo Egipto, algunas de las cuales constituían familias enteras con dedicación exclusiva a este menester. Eran contratadas para que asistieran a los funerales de alguien, vestidas de un determinado color, gris-azulado, y presididas por la praefica que iba marcando el orden de sus “actuaciones”: lanzar exclamaciones de dolor, echarse tierra sobre la cabeza, darse golpes en el pecho y recoger sus lágrimas en unos vasos, los lacrimatorios, que luego depositaban en la urna del difunto. Y había algo claro: a mayor riqueza o importancia de este, mayor número de plañideras jipiando y gimiendo. En la época actual, y por causas de todos sabidas, familias más cortas y diseminación de sus componentes, o por causas laborales, en la mayoría de los casos, ha surgido una nueva actividad, que cada vez se va extendiendo más debido a la gran demanda que tiene en ciudades o pueblos. Me estoy refiriendo a las personas de compañía, esas que, bien sea por jornada completa, o por turnos de diferente duración, cuidan y “vigilan” a las personas que, casi siempre por ser de una edad avanzada, no pueden o no es conveniente que vivan solas tanto de día como de noche. No son, en realidad, esas a las que hasta hace poco se las llamaba “criadas” primero, y después empleadas de hogar, ya que estas tenían como principal obligación el cuidado del hogar (limpieza, lavado y planchado de la ropa, cocinado, etc.), y como consecuencia inevitable de su estancia en el domicilio familiar, la vigilancia de las personas mayores que en é vivían, aun cuando no fuera ese su cometido primordial. Pero sin ser un nabí, o un provicero, que yo no tengo dotes adivinatorias, sí puedo asegurar que pronto, muy pronto, de inmediato, aparecerá en nuestra sociedad un nuevo oficio u ocupación. Mejor dicho: como ya han remanecido algunos, o bastantes, lo que hará será asentarse en nuestro hábitat definitivamente, y conviviremos con ellos al igual que lo hacemos con una enfermera o con un mecánico. Y esta nueva ocupación será, asombrémonos, la de: escuchador. Trataré de explicarlo. Las personas tenemos unas necesidades fisiológicas con cuyo cumplimiento nos desarrollamos mejor, y que, por las limitaciones psíquico-físicas, las de mayor edad no pueden ejercer debidamente. Alimentación, ejercicio, y aseo, entre otras. Esa es la función ejercida, con distintos grados de bondad, por los/las antes aludidos. Mas obsérvese que todas las citadas son actividades físicas. Pero en cuanto a las psíquicas, lamentablemente podríamos asegurar que, en un 99,9 % de los casos, los ayudantes se limitan a encender la TV a sus pacientes y esperando, con mucha probabilidad de acierto, que se dormirán muy pronto. Y eso no es así, ni debe ser. Tanto ha de ejercitarse el cuerpo como el espíritu, y por esto tendremos que contratar para el buen cuidado de nuestros mayores, y mejor hoy que mañana, escuchadores. Hombres o mujeres que llegarán a casa de Apolonia, o de Severino, se sentarán frente a ellos y escucharán, con atención y agrado, lo que aquella, o este, gusten de contarles. Porque, una y otro, necesitan su sopa, su paseo, y su limpieza. Pero también, y con la misma importancia que todo eso, precisan hablar, ¡qué caramba! Hablar, y que alguien escuche lo que quieren y necesitan decir. Cosas que en muchos casos parecerán chocheces, y que en ocasiones lo serán, pero que en otras serán la sabia exposición de los recuerdos de una etapa llena fracasos y éxitos. De una vida llena de vivencias. Y habrán de contárselo a los escuchadores ya que, y dicho sea de paso, los escasos familiares que tienen no suelen hacerlo, puesto que, según ellos, han atender “otras ocupaciones más importantes”. Sí. Estoy completamente seguro de que pronto habrá escuchadores. Benefactores que serán capaces de aguantar el chaparrón de palabras que quieran largarle algunos pobres “viejos”, puede que demasiado repetidas, pero muchas veces, casi siempre, coherentes. Que darán oídos a unos ancianos que “manyan” que quienes les rodean sí tienen tiempo para probarse las ropas que ellos van a dejar, pero nunca para oír su intranscendente y repetida verborrea. Bienvenidos seréis, escuchadores. Sí, esto acabará siendo así, ya lo verán. Sin embargo. lo que me parece que ya sería entrar en lo onírico, es imaginar que algún día, tal vez no muy lejano, alguien llegará a casa de Apolonia, o de Severino, cogerá un libro, se sentará frente a ellos, diciéndoles: -Bueno, hoy continuaremos con el libro que comenzamos ayer. Y empezará a leerles: “La del alba sería…” Ramón Serrano G. Setiembre de 2012

El somormujo (y II)

La primera tarea que acometió el pato al recluirse a su talanquera, fue el replantearse cuál debería ser su comportamiento a partir de entonces. Sabía muy bien que esa nueva vida que se veía obligado a llevar no sería la suya propia, la que él se había marcado desde siempre, ni la que a él le hubiese gustado vivir, pero tenía que amoldarse a las circunstancias acaecidas y, pese a todo, vivirla. No se le ocurrió en ningún instante quedarse quieto en medio de la laguna a la espera de que alguna rapaz acabase con su existencia. No, su deber era subsistir a pesar de todo. Por otra parte, no era un misántropo sino, más bien, todo lo contrario, y en sus genes llevaba un alto grado de sociabilidad con sus semejantes. Sin embargo, de inicio, eligió una especie de enclaustramiento que ya abandonaría más tarde, en su momento, si había lugar para ello. Por eso, durante bastantes semanas de su nueva época, a casi todas horas estaba en su cobijo y, muchas veces, los cañizales y las espadañas sonaban como si quisieran transmitir a todos los circundantes los lamentos emitidos por el pato. Y sí, así era, pues el viento sonaba ahora lastimeramente casi siempre, haciéndose eco de los pensamientos del pobre animal, el cual, había aprendido (nadie supo cuándo, o dónde) aquél apotegma de R.M. Rilke en el que instaba a que cada uno debía amar su soledad y aprender a soportar los sufrimientos que ella le causara. He de repetir que, para su fortuna, desde el primer instante tuvo la mejor de las acogidas entre la fauna lagunera, pues sus congéneres, conscientes de su estado anímico, trataron de hacerle la vida lo más llevadera posible, y comprobó que sus semejantes poseían una naturaleza más benevolente y afectuosa de lo que pudiera pensarse en un principio. Anátidas de diversas especies se le acercaron ofreciéndole su compañía y su ayuda (hasta se le acercó una huraña focha entre ellas), con la sana intención de mitigar su desánimo, y estas acciones acabaron siéndole muy beneficiosas. Se detuvo a considerarlas tranquila y despaciosamente, y al fin decidió (es proverbialmente conocido el espíritu de sacrificio de los patos) que lo mejor era amoldarse a lo que viniera, y que convivir es infinitamente mejor, y hace que no sea tan duro el malvivir. Así pues, dado su carácter extrovertido, renunció a convertirse en un cenobita. Y comenzó a desarrollar su vida palustre de un modo sencillo aunque quizás un tanto rutinario. Por las mañanas, tras el almuerzo se daba un paseo lo más cerca posible de su añorada Redondilla, para acudir más tarde a una reunión que pronto se le hizo cuasi familiar y muy entretenida y beneficiosa. A ella acudían igualmente aves calañas, varias y muy distintas, y entre todos formaban unas tertulias, coloquios y chácharas realmente sustanciosos. Y aunque no faltaba algún nadaveidile, él prefería escuchar a los plumíferos más enjundiosos de los que aprendió cosas muy interesantes. Costumbres quizás ya sabidas y junto a las que había vivido siempre pero a las que no había prestado la más mínima atención, y que, sin embargo, ahora, al oírlas del pico de sus protagonistas, le parecían de lo más interesantes y sustanciosas. Así supo que la cerceta macho emite como llamada un raro silbido, un crrit – crrit característico. Que los porrones, sean moñudos o no, se alimentan de hierbas y pequeños moluscos que se encuentran a varios metros de profundidad. Que el calamón, ave muy similar a la gallineta, es de costumbres ariscas y discretas, lo que hace muy difícil su observación, y construye su nido flotante en lo más denso de los cañaverales y los bayuncos. Que las fochas, normalmente muy agresivas, cuando son atacadas chapotean furiosamente el agua, y con ello crean una nube de espuma que las oculta antes de sumergirse. Y hasta alguno de ellos, con mayor deseo de ayudarle que de alcahuetear, le parpó de la existencia de una somormujita, desparejada y cariñosa, que estaba de muy buen ver. Desechó este ofrecimiento ya que mantenía en la mente a su anterior pareja, de la que la desgracia le había apartado tras apenas dos días de convivencia. No, no estaba su ánima para romances ni arrocinamientos. De hecho, a veces tenía que meter su cabeza en el agua como si hubiese visto una larva, o un cangrejillo, pero lo hacía para que sus contertulios no viesen las lágrimas que le afloraban con algunos recuerdos. Tenía que ser fuerte y tratar de mantener una conducta que le mantuviera “a flote”. Su forma de vivir se basó pues en la observación y el aprendizaje, que para esto nunca es demasiado tarde. Sus horas y sus fechas transcurrieron no felices, que estaban muy distantes de serlo, pero sí tranquilas, ya que se impuso cumplir a rajatabla tres preceptos: ser sabedor de que a cualquiera, y sin hacer nada para ello, les puede sonreír la fortuna o afligirle la desgracia; adquirir consciencia de que nunca se debe claudicar ante esta; y tener toda la voluntad del mundo para, venciendo el desánimo, luchar con mayores fuerzas cada día por sobrevivir en paz. -Y en esas andaba el pobre somormujo cuando me despertaste. -Pues es curioso el sueño, le contestó Luis, y, sobre todo, enseñador de que hay que saber sobreponerse a los infortunios, cosa que no todo el mundo sabemos hacer. Aunque he de serte sincero y decirte que siempre he tenido la creencia de que en los sueños se ve el trasfondo de nuestro ser, o dicho de otro modo, que tú Luca también serías muy capaz de sobreponerte a cualquier adversidad. Que voluntad y ánimo no te faltan. Ramón Serrano G. Agosto de 2012

El somormujo (I)

“¿Dices que nada se pierde? Si esta copa de cristal se me rompe, nunca en ella beberé. Nunca jamás”. A. Machado.- Aquella mañana los dos amigos habían salido de Tomillares cuando apenas se asomaba Eos, por lo que empezaba a clarear, y aunque querían llegar a Campo de Criptana antes de que Suria enviase sus rayos con demasiada calidez, decidieron sentarse al borde de un tempranal para descansar un poco, comer unas uvas y retomar fuerzas. -¿Sabes Luis que anoche tuve un sueño extraño? dijo Luca. -Ignoraba que los perros soñaseis, contestó Luis. -Pues claro que lo hacemos. Y, lo mismo que vosotros, “vivimos” en ellos aventuras muy interesantes. Te cuento. -Transcurría la acción de ese sueño sobre la superficie de la laguna Redondilla, que estaba serena, tranquila, bellísima. Pocas cosas habrá tan bellas en esta Mancha de nuestros pecados. Era una luminosa tarde (que, por cierto, ya se iba haciendo noche) de un caluroso mes de mayo, justo unos momentos antes de que el agua se quedase, como sucedía a diario, lisa y serena como plato. “..Y todo el campo, un momento, se queda mudo y sombrío, meditando. Suena el viento en los álamos del río…” nos tiene dicho el poeta Machado. De pronto apareció sobre el agua un joven y confiado somormujo que iba de retorno a su cobijo por la zona norte de la laguna, pendiente de toparse con algún cangrejo, o algún pececillo, con los que completar su colación. Mientras tanto, rememoraba detalladamente la que había sido, tan sólo dos días antes, su parada nupcial, espectacular como todas las de su especie, sacudiendo la cabeza, contoneándose, erizando el moño y la gola, alzando pecho contra pecho, y sosteniendo en el pico hermosas plantas acuáticas arrancadas en el fondo. ¡Qué maravilla! Iba tranquilo y feliz cuando, en esas, un reflejo, la sombra de algo, posiblemente la de un aguilucho lagunero, se cernió sobre él. Sin demora (no podía detenerse a saber si eran galgos o podencos), el pato se hundió cuanto pudo en las tranquilas aguas de la laguna, pero, antes de lograrlo del todo, notó cómo un desgarrador hachazo se clavaba en su dorso, y sangrando, y lleno de dolor, se vio arrastrado irremisiblemente por la corriente del agua, sin tan siquiera suponer a dónde iría a parar, pero con la satisfacción de saber que de ese modo se salvaba una situación que se presentaba trágica. Cuando tuvo conciencia de lo sucedido, supo que estaba, gravemente herido, en las aguas de la Lengua, aneja a la que él vivía, y a la que no podría retornar por cuestión del gran desnivel entre ambas. Pero no era momento de pensar en regresos, sino de evitar cualquier otra posible agresión proveniente del mismo aguilucho, o de cualquier gavilán o lechuza que anduviese, a la sazón, de batida por aquellos parajes. Sumergido, nadó hasta la orilla y en ella se ocultó entre los juncos y carrizos, para después, y, con enorme dificultad, acercarse a tierra para permanecer camuflado con las espadañas, las masiegas y la noche. Una noche, la primera de su vida, que se le había hecho tarde. Allí aguantó nuestro amigo, mordido por el dolor y la pesadumbre, aunque en una tranquilidad complaciente, esa noche y un día entero más. Al amanecer del otro, salió de su latebra acuciado por el hambre y el deseo de conocer el que a partir de entonces sería su nuevo hábitat. Pronto encontró algún condumio, que le concedió fuerzas para iniciar su visita de reconocimiento, en la que observó que allí había igualmente cantidad de blenios, bogas, cachos, blackbas, cangrejos y barbos. La calidad del entorno era apacible, bella y parecida a la anterior (sabida es la gran hermosura común de las lagunas ruideras), y no tardó en toparse con sus similares: ánades, fochas, porrones, cercetas y calamones en cantidad parecida a la de su perdido espacio vital. Estos, al principio, lo miraron extrañados, pero enseguida empezaron a parpar con el nuevo lavanco, tratando, entre otras cosas, de averiguar la razón de su llegada, aunque esto lo supieron inmediatamente viendo el lastimoso estado de su dorso. Amistosa y educadamente le hicieron bastante preguntas, tanto de su vida anterior, como de sus intenciones para el futuro, pero él, agradeciendo su atento recibimiento y pidiéndoles las obligadas disculpas, se excusó, amparándose en su mal y en el aturdimiento que le atenazaba por lo sucedido, y pospuso sus aclaraciones al respecto para días venideros. Retornó de inmediato a su nueva morada y sus obligadas salidas de ella fueron alimentarias y escasas. Únicamente las imprescindibles. Y así pasaron los días. Muchos días. Demasiados sin duda. En ellos únicamente tuvo por compañera a la soledad, con la que convivía triste, pero pacíficamente. Largos se le hicieron, pero… Ramón Serrano G. Agosto de 2012