martes, 31 de mayo de 2011

Animles

Animales
Ramón Serrano G.

Alguien dijo un día, y hay quien lo sigue creyendo, que el hombre es el rey de la creación. También se afirmó que es el animal más inteligente de cuantos pueblan el planeta. Y todo esto suele llevar a los humanos a engolarse y menospreciar a los seres irracionales, además de atacarlos de manera disparatada, llegando incluso hasta su exterminio. Pero este tema de las degollinas no lo tocaremos hoy y quizás hablemos de él otro día.
Observaremos, entonces, cómo el “homo sapiens” en vez de haber estudiado con atención la actuación de los animales, y haber aprendido de ella el sinfín de comportamientos que aquellos han adoptado para resolver los muchos problemas de sus vidas, los ha despreciado, y su “preclaro” intelecto le ha llevado a cometer tropelías y desmanes en contra de ellos, de su propio entorno y, por tanto, de un desarrollo correcto de su existencia pasada, presente y, sobre todo, futura. Actuó, actúa y mucho me temo que seguirá haciéndolo con mayor torpeza y perjuicio para los de su especie que lo hubiese hecho el más inepto de los irracionales.
Cualquiera que estudie su proceder comprenderá que no ha sido ni es el indicado, el que adecuadamente hubiera tenido un ser inteligente para conseguir lo que sería correcto por naturaleza. Un animal que habitualmente degrada y destruye su hábitat, alterando su esencia, tala exageradamente, e, incluso quema los vegetales que le han de proporcionar una existencia más beneficiosa y confortante; y mata por codicia de dinero, de poder, o de ambas cosas, incluso a los de su especie, no sabe lo que se hace. Pero pese a ello, se autoproclama como animal racional aunque sus obras estén muchas veces, demasiadas veces, carentes del menor raciocinio. O sea que sigue siendo, en pleno siglo XXI, un australopithecus.
Sin embargo, sí que ha sabido usar de ese exclusivo entendimiento suyo para sacar provecho de las “bestias”. Desde los primeros tiempos las ha empleado para sus beneficios laborales, alimenticios y recreativos. En tareas cinegéticas, para el reclamo o el levantamiento de las piezas. En el trabajo, faenando de mil formas. Como medio de locomoción, para arrastrar carrozas, carros y carretas, o trineos, allá en las tierras árticas. Y, también desde siempre, y con deliquio, como grata y voluptuosa compañía. Constantemente fue así, y así sigue siéndolo. Desde la más remota antigüedad ha gustado de acompañarse de gatos, perros, loros, canarios iguanas e incluso fieras. Les dan mejor trato que a sus congéneres y buscan en ellos lo que no saben, o no quieren, encontrar en los de su especie. Cuando los acogen son conscientes de que les darán obligaciones, pero que no recibirán jamás de ellos regaños u objeciones, y que los tendrán continuamente dispuestos y obligados, ¡pobres de ellos si no lo hacen!, a obedecer los caprichos y epitimias que sus semejantes no les aguantarían.
Dado ese ninguneo citado, no es de extrañar que los humanos hayan usado, y sigan utilizando, el nombre de muchos animales para aplicárselos a sus congéneres, y a veces incluso a sí mismos, como adjetivos. Por otra parte, era el sistema más cómodo, gráfico y de fácil comprensión de expresar lo que quieren decir. Algo así como la utilización de parábolas. Lo extraño es que, aunque casi siempre se emplean en un sentido peyorativo, igualmente lo hacen comparando actitudes, y además, en algunas ocasiones, como una forma elocuente de admiración y loa. Permítanme algunos ejemplos recordatorios para una mejor comprensión de lo que digo.
Se suele adjudicar el apelativo de águila a quien es muy perspicaz. Es un lince si se es sagaz, o listo. O una anguila por la capacidad para escapar y escurrirse. Si es laboriosa y ahorradora, esa persona es una hormiga. Aquél que tiene una armoniosa voz es un ruiseñor. Se dice que es una ardilla a quien es inteligente y astuto. Y se habla de la elegancia y nula vulgaridad del cisne. Estos, y otros muchos, como admirativos.
Los hay ambivalentes. Un par de muestras sólo. Los hay que son fuertes como una mula, pero también serán como una mula si son tercos. Y cuando queremos anunciar la lealtad de alguien decimos que es fiel como un perro, mientras que para otros es perro el que es vago u holgazán.
Pero en lo que no hay discusión o diversidad de criterios es en el uso de los epítetos cuando se hace para espinar o como denostación. Entonces, de una manera que podríamos denominar de cualquier forma menos hipocorística, llamamos cerdo a alguien a quien consideramos que es sucio o despreciable. Papagayo a quien habla en demasía. A quien es tacaño o vil le apodamos rata, y a quien es ambicioso buitre. Aquel que mucho duerme es un lirón. Y urraca el que guarda cuanto está a su alcance. Es un burro quien es torpe o el que se comporta como un cafre. Para indicar el grado de mariconería de un individuo lo equiparamos a un palomo cojo. Y si la persona es bajita diremos de ella que es un renacuajo.
Como se puede ver, diré como estrambote, que hay expresiones para todos los gustos. Pero a mí, lo que más gracia me hace es cuando Hermógenes, molesto por algo que acaba de hacer Romualdo, y que a él no le ha parecido bien, le increpa diciéndole: “ANIMAL, que eres un ANIMAL”. Y se queda tan pancho.

Junio de 2011

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de junio de 2011