jueves, 19 de diciembre de 2013

Un cuento

Para A. y J. Carretero González, con quienes siempre me llevo maravillosamente mal. Cuentan los viejos un viejo cuento que habla de un hombre que era dueño de una venta enclavada en un transitado cruce de caminos, la cual, además de mucho trabajo, le proporcionaba pingües beneficios. Había enviudado varios años atrás, y aunque no tenía hijos, el desempeño de su prolija tarea le agradaba, y no tanto porque abastecía sus arcas, sino porque llenaba sus horas muy agradablemente al tenerle sumido en su negocio, liberando con ello su mente de recuerdos de otros tiempos peores. Un día, y procedente de aliende las montañas, llegó hasta su local otro hombre, bastante más joven que él, que le pidió asilo al principio y trabajo después. Carlos, que así se llamaba el ventero, diole de inmediato lo primero, y, por sus trazas, al día siguiente lo segundo. Y al poco, ambos entrañaron, y tanto, que parecían, en su proceder y trato, que fuesen padre e hijo, más bien que amo y asalariado. Al cabo de unos años los dos eran ricos (algunos decían que muy ricos). Y las gentes, esas gentes que hay en todos sitios, que se preocupan más de lo que ocurre en la casa ajena de lo que acaece en la propia, murmuraban tanto de Carlos, como de Enrique. De aquél, porque pese a su buen porte para el negocio, no se había percatado cómo le sonsacaba los cuartos su mandamás y principal obrero. Y de éste, porque en vez de ser fiel y agradecido a quien tanto le había ayudado, habíase ocupado más en afanarle al amo sus buenos cuartos, sin tasa ni mesura, aunque a decir verdad, nadie sabía que hacía con el dinero porque su vida familiar (tenía mujer y dos niños) discurría con moderación y sin gastos superfluos. Y aquellos cuchicheos tomaron tal auge que hasta algún cliente, con un exceso de confianza y envalentonado por los vinos bebidos, se atrevió a mofarse de Carlos en sus mismas barbas. Y viendo que aquello se estaba pasando de castaño oscuro, y que no era bueno que llegase hasta donde lo estaba haciendo, el ventero, con la excusa de la celebración de su onomástica, convidó a comer un 4 de noviembre a las fuerzas vivas del lugar. Acudieron invitados (a las comidas de gañote las gentes suelen acudir de muy buena gana), el alcalde corregidor, el alguacil gobernador de la comarca, el plébano, el escribano, el maestro boticario, el viejo galeno de la zona, Samuel el mercader-banquero, los dos mayores terratenientes del pueblo, y alguien más que no recuerdo. Por supuesto, y con la excusa de querer tenerlo a mano por si le era necesario, también rogó a Enrique que les acompañase. El menú no fue el mismo que se ofrecía a diario a los clientes. Hubo, como entrantes, cecina, salón y queso. Luego una sopa de puerros, chirivías y nabos, con un toque de jengibre, muy de acuerdo con la fecha, para pasar luego a un sabrosísimo cordero asado al estilo castellano. Todos los platos se vieron acompañados de un vino moro (o sea, sin bautizar) y antes de que sirvieran los postres, que luego se vio que consistían en perrunillas, frisuelos y guirlache, el anfitrión se levantó, y tras rogar silencio a sus invitados, agradeció su asistencia, y les dijo luego: -Quiero que sepáis que, a más de concelebrar con vosotros, amigos míos, el día de mi santo, os he juntado aquí para ver de acabar con todos esos calandrajos y chismerías que, desde hace algún tiempo, circulan por estos lugares sobre el destino de las ganancias de esta venta. Sé que hay algo anormal en ellas, y nadie tiene que venir a decirme que, las que llegan últimamente a mis manos, no son las que deberían hacerlo. Lo noté de inmediato al comprobar hace un tiempo las ventas y los gastos, las mercancías despachadas, el número de clientes y algún que otro detalle más, como que se le había subido el jornal a todos mis trabajadores. Igualmente me cercioré de que la única persona que podría estar desviando el dinero, era Enrique. Pero también observé dos cosas: que este seguía viviendo holgada, pero modestamente, y que trabajaba tanto o más que los primeros días de su estancia en la venta, cuando era un simple meritorio. Y entonces me dije: si yo estoy obteniendo un beneficio que cubre muy de sobra mis necesidades y, además, puedo delegar una gran parte de mi trabajo en un hombre que faena para este negocio como si fuese suyo, ¿por qué voy a cambiar nada si me hallo muy bien así? Dejémoslo estar. Además, se ha de saber por todos, que Enrique en mi casa no es un empleado, sino el hijo que al cielo no le plugo concederme. Como tal, es para mí, y así quiero que siga siendo. Ante la admiración y extrañeza de los presentes, se levantó entonces el escribano y dijo: -Amigo Carlos, tus palabras son la confirmación de lo que muchos suponíamos. Testimonio de la generosidad de tu alma y de la alegría en la que vives. Pero, para aumentar esta dicha tuya, quiero decirte a ti, y a todos los presentes, una cosa que sólo sabemos el banquero Samuel (este agachó un poco su cabeza en señal de asentimiento), el propio Enrique (quien puso cara de asombro), y yo mismo. Y es ello, que un buen día se presentó ante mí este tu empleado, que aquí se halla, para decirme que en la venta se ganaban muchos dineros. Tantos, que podían ser una tentación para algunos, los cuales, estando este mesón algo apartado, podrían venir a robar al dueño. Y que no siendo bueno guardar todos los huevos en la misma canasta, él quería, si me parecía oportuno, y para evitar este riesgo, hacer periódicamente los ingresos que pudiera en un depósito secreto que se abriría al respecto. Pareciéndome raro, aunque bien en un principio, quise que lo consultásemos con nuestro amigo del banco, el cual, al oírlo, no puso objeción alguna, como era lo natural. -Pero aquí viene lo insólito del caso. Y es ello, que Enrique estipuló que la susodicha cuenta sólo tendría un titular, y que este sería el único que podría disponer de los dineros que allí se fuesen metiendo. Y que ese titular se llamaba Carlos Mendoza, o sea tú, nuestro querido anfitrión y paisano. Así que, habiendo dicho yo esto, y tú lo anterior, todos sabemos ahora que nadie está quitando a nadie ni un solo cuarto, sino que antes bien, se están ayudando mutuamente, por lo que deben cesar, de una vez y para siempre, los absurdos comentarios y habladurías que se venían haciendo. Y por eso alzo mi vaso. Por eso, y para brindar porque todo siga siempre así de bien en esta empresa, y por la felicidad de estos dos vecinos nuestros, que además nos están dando ejemplo de un gran comportamiento. Y colorín, colorado,… Ramón Serrano G. Diciembre 2013

miércoles, 4 de diciembre de 2013

La limosna

Para Ramón Compte Antequera, buen amigo y sempiterno lector de mis escritos. Con mi agradecimiento por ambas cosas. -Buenos días, señor. Por favor, déme una limosna que mire cómo está mi hija, y, como no tengo trabajo, no tengo dinero para cuidarla un poco. Quien así le hablaba a Luis, era una muchacha veinteañera, agraciada, como lo son todas las muchachas del mundo a esa edad, ucraniana, que hablaba pésimamente el español, de nombre Larysa, y que llevaba en un cochecito a su única hija de cinco años de edad, Inha, la cual padecía una importante lesión cerebral congénita. Nos apiadamos al verla y mi amigo, de los pocos que tenía, le dio algún euro, para luego, por compasión, que no por curiosidad, preguntarle por los detalles de su vida. La muchacha -la mujer estaría quizás mejor dicho- le dijo que se había venido a nuestro país por ver de salir de la indigencia que padecía en el suyo, pero que al poco de llegar, alguien - y no detalló en absoluto edad, raza o condición del sujeto- había abusado de ella y como consecuencia había nacido aquella criatura de condiciones físicas, y síquicas, tan limitadas. Nos dijo, además, que no poseía “papeles”, y que la perdonase, pero tenía que irse a Cáritas para que le diesen comida. Apenados por el triste encuentro seguimos nuestro camino, y fuimos hablando de cómo la mendicidad era un mal que existía en todas partes desde el inicio de los tiempos, y se mantendría hasta la consumación de los siglos, porque los motivos de su existencia estaban plenamente arraigados en la naturaleza del alma humana. Y que siempre había habido, y habría, gentes que trataban de prestar una mayor o menor ayuda en su socorro, ya que no para su desaparición, y quienes preferían ignorar su existencia y, por ende, su alivio. Fue dos días después cuando, en nuestro matinal paseo, nos encontramos en la plaza con el hermano Juan Pedro “Burelas”, un buen hombre, a quien ya conocíamos, y que estaba sentado al sol viendo el discurrir de la mañana. Nos saludó, nos invitó a quedarnos con él, y así lo hicimos. Y los dos se pusieron de inmediato a charlar sobre lo numinoso y lo terrenal, y en tan ardua tarea se hallaban, cuando se acercó hasta nosotros Larysa, quien, con una sonrisa, ignoro si real o falsa, pero seráfica, y casi sin atreverse, les rogó una almosna. Luís sacó una moneda y se la dio, pero el hermano “Burelas” la despidió casi con cajas destempladas. Se extrañó mi amigo de ese hacer, a lo que el paisano le explicó: -Mira, a esa muchacha es la tercera o la cuarta vez que la veo, siempre ha venido a pedirme una caridad y siempre se la he dado. Ayer ocurrió lo mismo; llevaba a su hija en el cochecito, se acercó, le di unas monedas y, aun cuando no pases a creértelo, a los diez minutos la vi cruzar por delante de mí con una bolsa de gusanitos en la mano, que acababa de comprar, y que iba repartiendo con la niña. Y eso no me pareció nada bien, porque yo pienso que tiene que estar uno pasándolo muy mal para verse obligado a pedir limosna, pero, si lo hace, que sea para comprar lo necesario y no unas chucherías, de las que se puede prescindir por completo. Así pues, durante algún tiempo, no pienso volver a darle un chavo, a ver si aprende. -Perdone usted amigo que discrepe en parte de lo que me acaba de decir, le contestó Luís. Todos sabemos que la pobreza, y en especial cuando ella conduce a la mendicidad, es uno de los dramas más lacerantes y de peor solución que padece la humanidad. Pero creo que lo agravamos mucho si lo enfocamos, a él o a sus paliativos, igual da, desde un prisma estrictamente personal. Y me explico. Cada vez que hacemos algo hemos de pensar en lo que esto atañe y afecta al prójimo, pero también en el modo que lo hace a nosotros mismos. Y aún diría más, Debe bastarnos con eso en la mayoría de las ocasiones. Es nuestra conciencia, y no la ajena, la que debe llevarnos a hacer o a ociar en esos temas. -Le recuerdo, prosiguió, aquella anécdota de una viejecita, que al darle unos escasos céntimos a un mendigo, le advertía: -Y no se lo gaste en whisky o en mujeres. Pero, sin frivolizar el tema, creo que a cada uno debe bastarle con dejar razonadamente tranquila a la propia conciencia; juzgar debidamente si nuestro óbolo ha sido un poco más que eso, un simple óbolo, y no inmiscuirnos en el uso que le ha dado el recibiente. -Entonces, a mí que soy el que ha “soltao” la pringue, ¿no me “tié” que importar lo que hagan con mis cuartos?, renegó el hermano. -Pues, si me apura, he de decirle que no, y por dos razones. La primera es que nuestra generosidad, ya fuere grande o pequeña, no nos da licencia para juzgar el modo de obrar de los demás. ¡Allá cada quien con su conciencia! Porque si nos entrometiésemos en ello, estaríamos anulando la voluntad del prójimo, queriendo que la suya se identificase con la nuestra. Y esto no puede ser así. Lo que a Juan le puede parecer bien, no lo será, quizás para Pedro. Y lo que le guste a Anselmo, no le gradará, posiblemente, a Federico. Y la segunda: ¿es que además esa niña, y su madre, no tienen todo el derecho del mundo a gozar, aunque sea tan sólo un instante, de una fruslería? Si nos convirtiéramos en inquisidores de los gastos de estas pobres gentes, acabaríamos exigiendo que con las dádivas recibidas, se adquiriesen, exclusivamente los productos que a nosotros nos parecieran oportunos, que estos productos fueran imprescindibles, y que fuesen de los más baratos, para que así cubriesen mayores necesidades. No, querido amigo, no. Bástenos con que nuestra generosidad no disminuya y dejemos que cada uno obre de acuerdo a su conciencia. En ese instante, volvieron a pasar por allí la madre y la hija en dirección a su casa, y la niña, pese a sus gestos desencajados, y a su mirada perdida, tenía la cara de un ángel. Ramón Serrano G. Diciembre de 2013

jueves, 21 de noviembre de 2013

Don Luigi

Para Michele, un mío vecchio amico e della bella Italia. -Quiero, Luca, que escuches esta historia que voy a referirte para que veas a través de ella cómo somos los humanos a veces. Verás, hace ya muchos años tuve que ir a Italia, y un día, viajando en uno de esos vetustos trenes de una lentitud exasperante, parecidos a aquellos de las películas del Oeste americano, tuve de acompañante a un señor de unos sesenta años, amable como todos los italianos, y conversador, muy conversador, como todos los italianos. Y hablando entrambos de mil y una cosas, explicándonos mutuamente nuestra “muy razonable” opinión sobre ellas, y ofertando nuestra lógica, plausible y, sin embargo, nunca aplicada solución, vinimos a departir sobre el egoísmo humano. Mejor dicho, sobre el egoísmo de los demás, porque la mayoría de nosotros, de egotistas, solemos culparnos muy, muy poco. Vamos, lo que se dice nada. -Y me refería el buen hombre que llevaba una temporada, -una larga y fastidiosa temporada, me dijo- en la que le parecía que todos le trataban mal, o, al menos, no tan bien como él creía merecer. Y apunto yo, que su quejumbre debía estar en razón, pues tenía un correcto hablar, parecía ser de buenas intenciones y mostraba un impecable proceder. Pese a esto, me decía, que los amigos, salvo los dos o tres más íntimos, le habían perdido aprecio y le tenían bastante abandonado. Pero lo que le dolía tanto como eso, y con mucha razón, es que su escasa familia también tenía con él un raro contacto, ya que ella, a su parecer, tampoco se excedía, ni en buscar su compañía, ni en darle arrumacos. Me contó que constituía su parentela más cercana, una hija y un hijo, (su esposa había fallecido hacía más de veinte años), casados ambos y ambos con descendencia. De aquella tenía un nieto de casi veinte años y una nieta de doce, mientras que, de su hijo, tenía otra mocita de esa misma edad. La verdad es que cuando llegaban las contadas ocasiones en las que se reunían, todos le trataban con deferencia y buenos modos. Pero eso era lo que le solían dar, y poco más que eso. Y a él eso, escuetamente eso, le parecía poco. Muy poco. Prácticamente nada. Me dijo además, que tal vez no fuera tan exiguo el afecto que le mostraban, pero que a él le hubiese agradado enormemente que este fuese mayor, y que más que estima, fuese cariño, afecto este que echaba mucho en falta. -Comprendía, por completo, que aquél desapego - distacco, él lo llamó así- era comprensible. En primer lugar ya se estaba haciendo viejo, y, por otra, su carácter tal vez fuese casquite. Por otra parte, los mayores tenían su trabajo y con él muchas preocupaciones; la educación y el cuidado de sus hijos, sus amigos, etc., etc. En un palabra, su propia vida. Los menores, que ya no lo iban siendo tanto, pues se estaban incorporando al mundo de la adolescencia unas y otro ya la había superado, tenían en esta evolución su principal anhelo, y “lo demás” apenas les interesaba. Y eso era, casi, lo que más le dolía. Sus membranzas le mostraban situaciones parecidas en las que él mismo había sido protagonista de hechos similares. Sabía que cada generación deja sus experiencias a la siguiente y esta las sigue pasando a la que la releva. Y por eso sabía que el pasado afecta al presente, porque los recuerdos de unos y otros van entrometiéndose en los actos de otros y unos. Y tenía una clara consciencia de que la propia forma de actuar va obrando eugenésicamente. -Pero lo cierto y verdad, me dijo además, es que, para mí, no hay ya ni pájaros que canten, ni sol hay que alumbre. Que mis mañanas no llegan preñadas de ilusiones, y mis anochecidas están cargadas de fracasos y hueras de esperanzas. Que mi mayor ley es la rutina, y mi mejor vestido es la tristeza, por lo que mi vida es un tósigo penoso de soportar. -Pues su porte, le comenté, según he podido observar en el escaso tiempo que llevamos juntos, es de ser una persona abierta y muy agradable, ¿qué va a hacer para tratar de arreglar esa situación? -Actuaré en contra del sabido dicho que afirma que asino vecchio non prende lezioni. Aprenderé a cambiar. Y haré lo mismo que Godiva, me respondió, cuya historia seguro que conoces. A ella no le importó mostrarse desnuda ante sus conciudadanos con tal de que su marido rebajase los impuestos a su pueblo, con lo que quiso demostrar que el bien de los más debe prevalecer sobre el de uno. Yo haré pública declaración de mi errónea forma de actuar, reconoceré mis faltas, y espero que, viéndolo, mi familia y mis amigos de siempre, obrarán como Leofric, serán indulgentes conmigo, y volverán a tratarme como antes, y la mía vita andrá a gonfie vele . - Por último, te digo Luca, que no le volví a ver, pero estoy seguro de que obró de ese modo. Y lo que sí te aseguro, es que no es fácil encontrar a personas a quienes no les importe declararse nocentes, séanlo o no, con tal de conseguir un trato afable de los de su entorno. Ramón Serrano G. Noviembre de 2013

jueves, 24 de octubre de 2013

Y nadie supo nada

Para ti. Me enamoré de tus ojos, y nadie supo nada. Tenías, tienes, los ojos plácidos, como Atenea, serenos y alabados por su dulce mirar, que diría Gutierre de Cetina, de un tono que siempre quise adivinar, pero que ese día lo supe. Fue por San Juan, en una mañanita en la que me encontré contigo, como me encontraba tantos otros días, pero que me miraste de distinta manera. O, al menos, eso me pareció. O, al menos, eso quise que me pareciera. Quizás es que la noche anterior, aunque me había acostado temprano, como casi siempre, mi subconsciente se fue a coger el “trébole” y a saltar el fuego de un amor que estaba anhelando encenderse con tu llama. O tal vez, porque estaba recordando la novela que acababa de leer: Kristina Lavransdatter, la maravillosa trilogía de Sigrid Unset. Pero qué importa el motivo, si lo que a mí me dio la vida fue lo acaecido. Lo valioso, lo realmente valioso, no fue la causa, sino el efecto. Y digo que me dio la vida, no en el sentido de respirar o alimentarme, sino en el de empezar a verla de un color rosáceo intenso, como el que toma el sol en sus últimos suspiros cuando acaba perdiéndose en el horizonte, allá lejos al fondo de la mar. Mas ante esa inmensa fortuna que acababa de lograr, quise callar, y guardar mi alma en mi armario. Me enamoré de tu risa, y nadie supo nada. Un buen día nos cruzamos en la calle y tú, que ni siquiera me viste, le reías las ocurrencias a una señora, ya mayor y de buen porte, que te debía estar contando cosas muy agradables. Observé que eras obsecuente con ella y que tu risa era franca, con temperamento, y parecía ser habitual en ti. Era una risa honesta, sin tapujos. A la vez usual y constituyente de tu manera de ser. Aquello me encantó, porque tengo bien aprendido que es muy bello el saber callar, pero que la risa es más bella todavía. Y tú hacías perfectamente ambas cosas. Y no hablé nunca de ello, sino que guardé para mis adentros la certeza de que la vida junto a una persona capaz de reír así tenía que ser forzosamente maravillosa. Que estaría llena de gran cantidad de momentos buenos, y que sería hacedora de que lo ratos no tan buenos fuesen agradablemente soportables. Sapiente de que en nuestro paso por este mundo todos hemos de soportar momentos difíciles, ratos verdaderamente amargos, y que hay que saber aguantarlos con fuerzas para que luego no nos fallen estas y seamos capaces de ser felices. Pero callé y a nadie fui con mi sentir. Me enamoré de tu forma de hablar, y nadie supo nada. Cuando coincidíamos (escasísimas veces para mi deseo), me encantaba escuchar tu modo de decir las cosas. Lentamente, vocalizando con melodía las palabras. Con claridad, exponiendo sencillamente las ideas, Con sabiduría, consciente de la veracidad de lo que decías. Con magisterio, utilizando vocablos hermosos y biensonantes. Con musicalidad, con ese tono de voz, tan agradable y armonioso, con el que te había dotado la madre naturaleza. Con parquedad, en el conocimiento de que quien mucho habla mucho hierra, y que es mejor hablar poco y hacerlo bien, y que lo mucho cansa. Y observé que también sabías escuchar, cosa que pocos hacen, empeñados en exponer su verbo sin apenas atender a lo que los otros hablan. Entonces, viendo lo inusual de esas condiciones en tanta y tanta gente, y recordando lo mucho que se tiene dicho a lo largo de los tiempos, y por muchos grandes hombres, en alabanza del buen y del bien decir, grabé tus frases en mi memoria, y muchas noches me dormía al eco de sus acordes. También he de decir que fui egoísta, y a nadie hablé de ello. Me enamoré de tus manos, y nadie supo nada. Eran delgadas, largas, bien cuidadas. Dignas de ser pintadas por Durero. Movidas por ti con tanta elegancia, que no las emplearían con más arte Nureyev o Paulova. Expresadoras de todas tus ideas, igual que tus palabras, que hay quien, como tú, sabéis manifestar con las manos lo que vuestro cerebro piensa, al igual que el artista ve ante sí su obra terminada, más o menos parecida a como él la había forjado en su imaginación, y que según sea el acierto conseguido al plasmarla, se sentirá más cercano a ella. Y pensé que las manos de las personas son para ellas, entre los bienes corporales de los que disfrutan, de los más valiosos y utilizados. Las manos sirven para hacer una caricia, para trabajar, para dar una limosna o para sostener un libro. Para dominar un corcel, para mantener el timón de un barco, para llevar un niño hasta la escuela, o para tocar una guitarra. Para saludar, para despedirse, o para bendecir el pan que se ha ganado honradamente. Y supe, de inmediato, que tú, con esas manos, tendrías la capacidad necesaria, y la habilidad suficiente, para hacer las mejores y más hermosas obras que una persona pueda llevar a cabo en su existencia. Lo mismo que para desbrozar todos los males que pudieran abrirse en mi camino, si es que algún día llegábamos a unir nuestras dos vidas. Eso soñé al verte maniobrar, y atesoré muy bien esa quimera, puesto que las ilusiones, al igual que los perfumes, hay que guardarlas, exquisita y eficientemente, para que no se evaporen. Pero guardé este secreto para mí y a nadie hice partícipe de él. Me enamoré de ti, y nadie sabe nada. Tan sólo lo sé yo, y muy bien que lo sé. Con eso, … ya es bastante. Ramón Serrano G. Octubre de 2013

jueves, 10 de octubre de 2013

El secretario

Para C. R. N., con mi mayor agradecimiento. -Lucía, qué calladito te lo tenías. Esta mañana he visto al nuevo secretario, y, chica, he de decirte que está como un tren. -Pero Inés, si apenas le he visto una vez. Tomó ayer posesión, salió de su despacho para saludarnos a todos uno a uno, y no le he visto más. La verdad es que no está mal y, además, parece simpático, aunque yo diría que un tanto despistado. -Pues a ver si consigues que salga a desayunar con nosotros y me lo presentas. ¡Qué suerte tienes, trabajar pared por medio con él! E, impensadamente, esto vino a suceder a los pocos días. Estando pidiendo el desayuno en el Bar Tolo junto a Luis y Tomás -los habituales-, llegó el nuevo secretario y se incorporó al grupo diciendo: -No os importará que me una a vosotros, me imagino. Es que como estoy recién llegado no conozco a nadie, y luego ya sabéis que estoy solo el resto del día. Desde entonces pasó a ser uno más. Pronto vimos que, pese a que intentaba disimularlo, era tímido; doctrino, como solíamos decir por aquí. También casi treintañero, soltero, sencillo, educado y poco hablador, aunque muy afable. Eso en el terreno general, que en el laboral incrementaba en mucho esas virtudes. Así, de una manera u otra, pronto establecimos con él una buena amistad, tratándole en la calle con un entrañable: “Paco”, mientras que en la oficina todos le hablábamos anteponiendo un respetuoso: “don Francisco”. Y pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y un año pasado había -o casi-, cuando nuestro hombre empezó a desarrollar una actitud un tanto diferente de la habida hasta entonces. Y este comportamiento no fue otro que un claro anhelo por incrementar, dentro de un orden, su relación con las dos mujeres. Se le veía más solícito con ellas que antaño; se afanó en coincidir con ellas en horas vespertinas; las invitó al cine o al teatro. En una palabra: fue montando todas las estrategias que son necesarias y aconsejables para llevar a cabo un asedio en toda regla. Y si todos se dieron perfecta cuenta de ello, no digamos las dos interfectas. Porque las mujeres, ya se sabe, tienen un sexto sentido para ver las cosas, pero si esas cosas están relacionadas con el amor, tienen además un séptimo, un octavo, un noveno, etc., etc. Lo ven todo y lo adivinan todo, pues mucho tienen de meigas. Y por eso, una tarde, comentó Inés: -Nuestro Paco, mi querida Lucía, parece ser que ha sido tocado por Eros, Cupido, Rumí o Qi Si, que ignoro cuál será su credo, pero lleva una temporada intentando acercarse a nosotras de una manera notoria, aunque si he de serte sincera, he de decir que a quien quiere conquistar es a ti. - Pues no sé en qué te basas para afirmar esto último. Porque está muy claro que algo pretende, pero tú tienes todas las posibilidades de ser la elegida. Eres más agraciada físicamente, un poco más joven, tienes también un título universitario, y más elocuencia. Todo está a tu favor. Démosle tiempo al tiempo y verás cómo no me equivoco. -No lo veo yo con esa claridad, repuso Inés. Y además, he de decirte que sí, que lo he pensado, que me he puesto en el papel de ser yo la elegida, y no lo veo como al príncipe de mis sueños. Me parece una persona excelente en todos los sentidos: clase, cultura, físico y posición social. Lo tiene todo. Me vale, y mucho, como amigo, pero, ... no es mi hombre, y si he de casarme, ha de ser con alguien que, además, me haga ese tilín del que tanto se habla. En fin, ya veremos qué sucede, porque quizás estemos adelantando acontecimientos. Pero no era así, o no lo parecía. Al señor secretario se le notaba por encima del pelo que estaba buscando pareja para el resto de sus días. Siempre que podía se reunía con nuestras “amigas” y alternaba hablándoles de una y mil cosas, aunque, en realidad, jamás lo hizo exponiendo con claridad sus proyectos para una vida futura. Conversaba con ambas, y con ambas se mostraba solícito y afectuoso por igual, pero era en su trato con Inés cuando se le veía más tranquilo. Digamos, más suelto, menos reprimido. Parecía, o quizás debiéramos decir era palmario, que a ella le dedicaba sus mejores sonrisas. Daba la impresión que era a ella a quien quería agradar. Que era a ella a quien quería conseguir. Por todo ello, Inés sufría en su interior, temiendo que, el día menos pensado, nuestro hombre se le declarase y ella tuviera que darle un no por respuesta. Estaba segura que con ello le causaría un sufrimiento que para nada le deseaba, pero estaba plenamente decidida a no sacrificar el resto de sus días, uniéndose en matrimonio a una persona a la que no amaba. Sin embargo, aquella tarde ocurrió lo que tanto hubiese querido evitar. Al salir de una tienda se encontró cara a cara con Paco, y mientras que ella se puso lívida, a él le surgió una sonrisa inmensa. -¡Qué alegría, querida Inés!, le dijo. Llevo mucho tiempo queriendo pedirte algo que es muy importante para mí, y no me decido nunca a hacerlo, así que hoy, que parece que el destino nos ha hecho encontrarnos sin habérnoslo propuesto, no lo voy a posponer más. Pero sentémonos en aquél banco, donde podemos hablar sin que nadie nos oiga. Y así fue. -Mira, continuó diciendo. Yo no esperaba que en este lugar iba a encontrar tanto acomodo y tantas cosas buenas que han conseguido hacerme feliz. Pero esa felicidad no es completa, y lo que me falta es conseguir el amor de la mujer a la que he elegido como mi futura esposa. Sé que ella tiene más valores que yo. Y entre mis defectos hay uno, el ser extremadamente tímido, que se acrecienta al estar enamorado. Yo la quiero, y la quiero muchísimo, pero no me veo con fuerzas para decírselo. Por eso, mi entrañable amiga, quiero pedirte muy encarecidamente que le transmitas mis sentimientos a tu amiga Lucía, le hables lo mejor que puedas de mí y abogues por mi causa. En una palabra, que me allanes el camino. Ramón Serrano G. Octubre de 2013

sábado, 28 de septiembre de 2013

La belleza

He de decir, primeramente, que sería absurdo por mi parte creer, pese a que me guían las mejores intenciones, que yo podría hablarles, aunque fuese someramente, de un tema tan exquisito e importante como es la belleza. No debería hacerlo, pero lo haré siendo muy consciente de las limitaciones que tengo para ello, incluso para hacerlo de una manera somera, y, luego, porque este concepto, o cualidad, ha sido tratado maravillosamente por gran número de autores de todos los tiempos. Y esta incapacidad mía, antes aludida, no está en que no pueda, o no sepa, utilizar mi mácula lútea, y por tanto no consiga leer, ver o distinguir los rasgos y detalles de aquello que se halla ante mí. Eso sí que puedo hacerlo, y, afortunadamente, todavía bien a pesar de mis, ya, muchos años. Lo que me está vedado es hacerlo con coherencia y sabieza. Por tanto he de limitarme, aunque gustoso, a pregonar, a repetir, a recordar a algunos lo que otros opinaran de la belleza. Lo que, dicho sea de paso, es para mí una muy grata labor. Pero vayamos al tajo. Para hablar de esa cualidad que se aplica a las cosas que, al ser captadas por la vista o el oído, producen un deleite espiritual y que afecta al intelecto con la percepción de un paisaje o una cara, la audición de una poesía o de una obra musical, o la apreciación de acto noble o generoso, traeremos aquí lo que de ella pensaron en la antigüedad, y más concretamente, en la Grecia clásica. Y poco más. Anticipando que sólo he de hablar muy de pasada, únicamente ligeros apuntes, diré que refiriéndonos a lo estético, de inmediato surge la figura de Platón, bien sea exponiendo el pensamiento de su maestro Sócrates, bien el suyo propio. Así, en el diálogo entre este e Hipias, ambos buscan conocer el concepto de la belleza universal en el mundo de las ideas, diciendo que hay dos clases de ella, la tangible y la de la inteligencia. Luego, acudiendo al fundador de la Academia, encontraremos inmensa cantidad de reflexiones, a cual más interesante y reveladora. Quiero invitarles a que lean el mito de la caverna y se percaten de cuanto en él se explica acerca del desarrollo de la teoría del conocimiento, según la cual, el universal es el verdadero, mientras que el particular es el que nos muestran los sentidos. Resumiendo: la belleza para Platón es algo independiente de lo físico, de tal manera que no tiene por qué corresponderse con una imagen visual. Háganme caso, y acudan a la lectura de la obra platónica y se verán gratamente recompensados. De su discípulo Aristóteles hablaremos también muy brevemente para exponer que, para este, la estética no tiene relación con lo que es agradable a los sentidos, ya que es objeto de contemplación y no de deseo. Y que lo bello agrada porque es bueno. Nada más, aunque se podría continuar, y mucho, y por muy buenos senderos. Por último, citaré a Tomás de Aquino que definiese la belleza como quae visa placet, y a Goethe, para quien ella actúa con mucha mayor fuerza sobre los sentidos interiores que sobre los externos. Pero descendiendo de esas alturas filosóficas, bajando a la mía, que es escasa, y tratando, puede que sin conseguirlo, de exponer lo que tengo leído sobre el tema que nos ocupa, he decir que ese concepto es para mí completamente subjetivo. Que lo bello no está basado en conceptos. Que no se puede generalizar, pues estamos hartos de contemplar cómo lo que a unos les parece precioso, a otros apenas si les gusta, e incluso les desagrada totalmente. Ahí va algún ejemplo clarificador. El grito, de Eduard Munch, este lo ve horrendo, mientras que aquél procura verlo reiteradamente y se queda extasiado ante él. El tercer hombre, a fulano le parece un tostón, pese a haber obtenido el gran premio de Cannes en el 49, el BAFTA en el 50, y el Oscar a la mejor fotografía en 1951. Y a usted, ciudadano de raza aria, creo que no le parecerá bonita una mujer mursi, con su plato de arcilla incrustado en el labio inferior, o en la oreja, mientras que un individuo de aquella etnia no encontraría atractivo en Kim Novak Por supuesto, tampoco se puede medir la belleza. No hay grados, no existen categorías. Y si no, que alguien me diga qué es más bello, el David de Miguel Ángel o las Meninas de Velázquez; la Gioconda de Da Vinci, o la Venus de Milo. Y admitiendo que la visión del ilustrado, o del experto, tiene un valor reconocible, siempre ha de tenerse en cuenta también la del profano. Vemos, entonces, cómo siempre actúa aquí la subjetividad. Demasiadas veces, dos personas no se ponen de acuerdo en la apreciación de lo bello. Y esto ocurre, quizás porque alguno está incapacitado para saber verlo, o quizás porque tienen gustos diferentes. Diré que si esto ocurre con todo, mucho más sucede en el amor -¿habrá algo con más belleza que el amor?- . Y refiriéndose a este, alguien dijo, y no es un juego de palabras, sino una verdad tan grande como un templo, que no se quiere a quien se quiere querer, sino a quien, sin querer, se quiere. Decía Simone de Beauvoir que la belleza es aún más difícil de explicar que la felicidad. Y es muy cierto. Por eso, sólo me atrevo a decir que la belleza está en los ojos del espectador, y todavía diré más: dependerá del momento psicológico en el que este se encuentre. Ramón Serrano G. Setiembre de 2013

jueves, 12 de septiembre de 2013

¿Qué hacer?

A pesar de que habitualmente Priscila era puntual, ese día llegó al restaurante casi quince minutos tarde. Al verla acercarse, me levanté, nos saludamos, se disculpó y luego pidió un vermut, mientras leía la carta. Pedí otro para mí, y nuestras comandas también fueron las mismas: unas ostras marinadas, cocochas de merluza, y, de postre, terrina de castañas y chocolate amargo. Como bebida, la que siempre tomábamos: champán (nos encantaba a ambos), y daba igual que fuese en el almuerzo, como hoy, de aperitivo o para la cena. Un pensamiento me vino en ese momento a la mente. Un pensamiento que ya había acudido a mí en repetidas ocasiones: era increíble la cantidad de gustos y aficiones que compartíamos por completo esta mujer y yo. Y esto nos ocurría no ahora, a nuestros casi sesenta años, sino desde que nos conocimos en el colegio. La vida nos había conducido por similares derroteros y nuestra amistad fue siempre íntima. Juntos hicimos la carrera universitaria; ella se casó un par de años antes que yo; todos los meses nos veíamos con otros matrimonios; en los últimos veinte años veraneábamos en el mismo lugar; se había divorciado hacía varios años, mientras que yo estaba viudo desde hacía dieciséis meses. Pero estas mutuas y obligadas soledades no habían interrumpido nuestras relaciones estrictamente amistosas, ya que, periódicamente, nos juntábamos, bien con alguien más, o bien solos, para ir al cine, pasear o tomar algo. O para comer o cenar, que ambos éramos amigos de la buena mesa. Y he de proclamar que nos iba de maravilla. Pero ese día, después de haber estado hablando de las más diversas e intrascendentes cosas, mientras nos traían el postre me dijo: -¡Uy! Ya casi se me olvida decirte el motivo por lo que te he llamado para que comiéramos hoy juntos. Verás. Hace un tiempo me hice amiga de una señora, más o menos de mi edad. Vive aquí, tú no la conoces, pero ya te la presentaré si llega la ocasión. Bueno, pues a esta buena mujer se le murió el marido hará poco más de un año y, aunque nos vemos con frecuencia, el otro día me llamó para quedar, pues quería preguntarme algo, ya que era yo la persona amiga a la que consideraba más razonable y formada. Y ese algo, asómbrate, era pedirme opinión sobre la conducta que debía seguir en un aspecto muy determinado. A continuación me expuso que en ningún caso volvería a unirse sentimentalmente a otro hombre, pero que sí le gustaría encontrar a alguno con el que compartir momentos esporádicos, y, ¿por qué no?, incluso íntimos, pero insistiendo mucho en lo de no habitual. Y aquí manifestando su deseo de que le diese mi opinión, me dijo: ¿tú crees que estaría bien, que si encontrase a ese hombre tuviese ese tipo de relación con él? Me quedé pensativo un instante, y no porque no fuese clara mi idea de la que sería mi contestación, sino porque supuse (y aún no sé el porqué) que en su consulta había un trasfondo que no alcancé a ver en ese momento, pero, sabedor de que lo había, decidí tomarme un plazo para responderle debidamente. Ella prosiguió: -Mira, hoy en día el concepto que tiene la sociedad sobre lo que está bien o mal en las relaciones de las personas ha cambiado enormemente sobre el de antiguamente, cuando vivían nuestros padres y nosotras éramos unas mocitas. En esta época, salvo que se provoque escándalo, o un perjuicio de otro tipo, nadie se escandaliza de que ocurran estas cosas. Pero, de cualquier modo, le rogué que me dejase un poco tiempo para que pudiese valorar bien mi respuesta. Y he de confesar que no lo he encontrado, pese a que he estado buscando el motivo por el que me haya hecho esta pregunta. Y como no sé qué decirle, ahora te digo a ti: tú ¿qué me aconsejas que le conteste? -Pues que me pilla tan de sorpresa tu ruego como dices que te ha cogido a ti, le respondí, y voy a utilizar tu misma argucia, o sea, pedirte un par de días para decirte cómo lo veo y lo que opino al respecto. Tras estas palabras nos marchamos, y me puse de inmediato a rebinar sobre el asunto. Sin saber por qué, empecé a pensar firmemente en que la primera idea es la mejor -pese a saber que es cosa que no siempre ocurre-, y mi primera impresión fue que todo aquello era un montaje. Por varios motivos. Primero, porque hoy ya nadie, o casi, le da la más mínima importancia a la moralidad interna de sus relaciones, siempre que con ello no se esté siendo la comidilla, ni dando cuatro cuartos al pregonero. Y se ha de reconocer que la conciencia y la moralidad de los individuos, en la actualidad, han tomado unas dimensiones descomunales. Segundo, que qué razón la había llevado a involucrarlo a él en este asunto, si para ella no era trascendente, en absoluto, y la respuesta que diera, fuese la que fuese, debería ser aceptada por la otra parte. Y por último: ¿quién era esa amiga? ¿Existía realmente? No, no había visos de su existencia, pues nunca me había hablado del trato entre ambas, de las vicisitudes ocurridas en su convivencia, ni nada de nada. Había una posibilidad entre un millón de que fuese una mujer real. Entonces, esa ficticia persona era una pantalla tras la que la propia Priscila se ocultaba para sacar a la luz sus apetencias y convencerse a sí misma que aquello que estaba deseando hacer no era algo pecaminoso. Estaba muy claro -o al menos a mí me lo parecía-, y así se lo hice saber, tras meditarlo con despacio durante dos días. Entonces la llamé, y le dije: -Hola Priscila. Te llamo para decirte que ya tengo formado mi criterio sobre el problema que me presentaste antes de ayer. En primer lugar ya sabes, y tú me conoces bien, que soy un hombre positivista y que busca la felicidad en el más puro sentido de la palabra (recordarás las veces que hemos hablado del eudemonismo y del hedonismo, y de Aristóteles y de Epicuro). Por eso creo que es muy bueno intimar, entrañarse con alguien, y gozar y padecer con ese alguien un montón de experiencias y sucesos. Y para describirlo, y demostrarlo, basta con repasar lo que tú y yo hemos vivido, lo que estamos viviendo desde hace varios años, y de lo cual, al menos yo, y creo que tú también, estamos satisfechos y orgullosos. -Otra cosa, bien distinta, es la relación sexual. En alguna ocasión te he dado mi parecer diciéndote que ese acto “supremo” sólo debe llevarse a cabo con aquella persona a quien se le tenga un cariño inmenso, un amor desmedido, si prefieres llamarlo así, y que nunca ha de llevarnos a él el mero capricho, o el simple disfrute carnal. Pero si lo que nos mueve a su ejecución, si el hacerlo, supone la culminación de un sentimiento amoroso, no debemos dejar de practicarlo bajo ningún concepto. Eso sí, siempre con mesura, que, como con todo bien, al deleitarnos, debemos quedarnos con apetencia de él, antes que empachados. -Y ahora Priscila, que ya sabes mi opinión al respecto, y con el deseo de que tus nuevas intenciones se vean realizadas antes pronto que tarde, tú me dirás donde nos vemos para la primera vez, si en tu casa o en la mía. Ramón Serrano G. Setiembre de 2013

jueves, 15 de agosto de 2013

I cannot

Para María S.V., a la que quiero tanto. Nadie se explicaba lo que sucedía, ni daba crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Ni los más ancianos recordaban algo parecido. Aunque pareciese imposible, faltaban unas pocas horas para que llegase abril, y la Primavera no había aparecido aún. Todos habían hecho ya sus pinitos esperándola: los tejados se veían limpios de témpanos y de escarchas; los arroyos querían cobrar pujanza; las siembras ya casi pugueaban con ese verde bebé tan bello, e incluso ya molestaba alguna mosca que otra. Todo el campo era un erial, un páramo infinito. Y a nadie se le había alterado la sangre. Las viñas eran las únicas que no lloraban, y por ello los ignaros las tildaban de tontas e ignorantes, pero es que los memos no saben que las viñas, al igual que las madres, sufren y por eso lloran de alegría, cuando están engendrando a sus hijos. Los hombres se asustaron, porque los hombres se asustan de inmediato cuando no les salen las cosas como las tienen programadas. Y se reunieron en la plaza del pueblo los prebostes, capitostes y gerifaltes, por ver qué ocurría y el modo de solucionarlo. La gente quiere saber siempre la causa y el porqué de los acontecimientos. Pero todos estaban in albis, cuando se presentó Don Felipe, el de la fábrica de alcoholes, y dijo: -Esta mañana, bien temprano, la cigüeña que se instala en la chimenea vieja, al verme, ha bajado y me ha contado lo que vio hace unos días. Este año, por no sé qué motivo, no ha podido llegar por San Blas, como tiene por costumbre, por lo que hizo el viaje acompañando a la Primavera y a Aries, quien, con su fuerza y su ímpetu, las traía a su destino, como siempre, el 21 de marzo. Pero cuando llegaron al coto de Doñana, sucedió algo increíble. La estación vio a un lince y se enamoró de él. A su vez, este quedó prendado de la hermosura de ella y ambos se fueron al paraíso ascendiendo por un rayo de sol. Enseguida supimos que aquel idilio era muy hermoso, pero podía acabar en una horrible tragedia, y hasta un flamenco que se percató de lo sucedido, se puso sobre una sola pata y metió la cabeza en el agua para no ser testigo del acontecimiento. Al oír esto, todos quedaron aterrados y, de inmediato, empezaron a dar opiniones y dictámenes sobre cuál sería el mejor camino a tomar. Los hombres suelen ser muy dados a emitir plácitos y pareceres, aunque no sean muy doctos en el tema. Pasado un buen rato, don Eliseo, el párroco, con su sensatez y buen juicio de siempre, tomó la palabra y les dijo: -Mirad, lo primero que hemos de hacer es mandar un emisario para que hable con ella y le transmita nuestra situación. Y pienso, que ningún mensajero sería mejor que una golondrina. Como sabéis, yo tengo muy buena relación con ellas porque todos los años anidan en los aleros de la iglesia, me conocen bien y puedo hablarles de este espinoso tema. - Sí, esa es una muy buena idea. Que una golondrina sea nuestro nuncio, contestaron los presentes. Luego, las voces se mezclaron haciendo peticiones y expresando temores: -Que si no viene, nuestros trigos no espigarán, dijo este. -Que nuestras cepas no darán uvas, gritó otro. -Que tendremos que mantener encendidas las calefacciones, vociferó el de más allá. -Y hasta hubo quien avisó de que los penitentes y las torrijas estaban angustiados ante el temor de no poder hacer su anual aparición. Fuese el cura y cumplió su encargo, y, al rato, se pudo ver cómo una golondrina salía volando rauda hacia el sur. De ese modo, la tarde y todo el siguiente día las gentes estuvieron presas de engurrio, temiendo unos y anhelando otros, el fin de la embajada. Pero durante muchas horas, nada se supo. Y fue al alborear del segundo día, cuando se pudo ver y oír por las calles del lugar a un muchacho corriendo y desgañitándose: -La primavera ha venido, la primavera ha venido, .. Nadie sabía cómo había sido, pero ni uno solo dejó de salir para comprobar la autenticidad del pregón. Y allí fue la alegría sin tasa y el general alborozo. La alacridad y el regolaje por doquier. Mas enseguida todos empezaron a preguntar. Los hombres siempre preguntan, y preguntan. Deseaban saber de qué manera y qué había hecho la buena golondrina para conseguir tal éxito. Sin embargo la golondrina no había regresado, por lo que parecía que tendrían que conformarse con esa ignorancia. Pero entonces apareció el viento, el cual, como en un soplo, pero armónicamente, les dijo: -Escuchad, escuchadme si queréis saber lo ocurrido. Callaron todos, y entonces el céfiro les contó: -Cuando llegó la golondrina hasta el coto me preguntó dónde podría encontrar a la pareja de enamorados, sabedora de que yo me muevo por todas partes y de que la ayudaría. Cuando dimos con ellos, la dejé acercarse sola a la pareja y yo me mantuve a una cierta distancia, desde la que podía ver perfectamente sus movimientos, aunque no oía sus palabras. No fueron muy bien las cosas durante un largo rato. Una suplicaba y la otra denegaba continuamente. Tentado por la curiosidad, me aproximé lo bastante como para escuchar las razones y argumentos de ambas. Y en ese instante, la golondrina, como cambiando de actitud le decía: -Mira que, si no vas, no florecerán las rosas, y los jóvenes no sabrán qué es el amor. Y describió este sentimiento con la palabras más bellas que yo haya escuchado jamás. -No, le respondió entonces la Primavera. Yo no puedo ser tan egoísta como para privar a nadie de estas cosas por obtener a cambio mi propia satisfacción. Ahora mismo prosigo mi camino, que quizás no debí nunca interrumpir. Pero tú también has de sacrificarte. Te quedarás aquí, junto al lince, mi enamorado, para tratar de consolarlo en sus ratos tristes. Las gentes entonces, habiendo escuchado esto, comprendieron el motivo de que la golondrina no regresara, pero quisieron saber más. Las gentes siempre quieren saber más. Y pidieron al viento: -¿Por favor, dinos cómo definió el avecica al amor? -De verdad que lamento no poderos complacer en esto. Perdonadme, pero es que me quedé extasiado oyendo su exposición. Luego quise grabar aquellas expresiones en mi mente, pero mi cabeza ya está a pájaros y no logro recordarlas por más que lo intento. I cannot find the word. No encuentro las palabras. Ramón Serrano G. Agosto de 2013

viernes, 2 de agosto de 2013

Preferible

Sabrás, Luis, que la mayoría de los hombre ignora que los perros, y otros muchos animales, tenemos unos sentimientos similares a los de los humanos y que nuestro comportamiento, al igual que el suyo, está muy influenciado por esa sensibilidad. Y pese a que tú no te encuentras entre esos ígnaros, quiero contarte algo que me sucedió cuando yo apenas había dejado de ser un cachorro. Algo sobre lo que he meditado en muchas ocasiones. Algo que he visto, además, compartido por otros seres. -En la primera casa en la que estuve vivía una familia compuesta por los padres, una hija teenager que era la que más tiempo dedicaba a mi alimentación y cuidado, y un precioso chiquillo de unos ocho años con el que me pasaba jugando horas y horas. Eran de una clase media tirando a baja, pero a mí nunca me faltaron ni alimentación ni cuidados, por lo que, a falta de otras experiencias, yo vivía feliz con ellos, aunque he de confesar que después aprendí que la ignorancia de determinadas cosas conlleva la falta de preocupación por su carencia. Verás. -El padre no tardó en mandar a su hija a trabajar en una pastelería para que fuese aprendiendo algún oficio, por lo que un buen día mi buena amiga me obsequió con algo que yo no había probado nunca y que estaba sencillamente delicioso. Le habían regalado en la tienda una tableta de chocolate y me reservó un trocito que me obsequió antes de irse a la cama. Yo, incapaz de figurarme que existían exquisiteces como aquella, mostré una alegría enorme, y ella, gran observadora de todos mis actos, continuó trayéndome, demasiado espaciadamente para mis deseos, pero muy regularmente, más cachitos de aquella golosina que tanto me entusiasmara. Pero luego, como antes te apunté, no dejé de pensar en que hay una gran cantidad de cosas maravillosas, que no echamos de menos ya que desconocemos su existencia, pero que, una vez descubiertas, nos parecen, y casi nos son, imprescindibles. -Mas la suerte, que es grela, me abandonó pronto. La familia marchó del lugar en busca de mejores horizontes económicos, y yo hube de quedarme en casa de unos familiares que me acogieron y cuidaron tan bien como los anteriores, pero en la que nadie me proporcionó nunca más aquella delicatesen a la que ya me había habituado. Durante mucho tiempo, la única sensación que me dominaba era la de una inmensa gratitud por aquel regalo recibido acompañada de una infinita complacencia. Pero más tarde, su carencia me fue tan dolorosa e insoportable, que llegué a pensar que hubiese sido preferible seguir en la ignorancia de la existencia de aquello tan maravilloso antes que perderlo. Y no sé si pensaba bien. Sé muchas cosas porque soy muy observador, pero no he bebido en el caldero de Ceridwen. Por eso te pregunto:¿tú crees que obré atinadamente? -¡Ay Luca, Luca! En primer lugar, déjame decirte que eso que te ocurrió a ti les ha acaecido a muchos seres en su vida y por motivos de la más diversa índole. Ha habido otros que durante bastante tiempo fueron desconocedores de tantas y tantas cosas -la música, la literatura, los viajes, la amistad, el arte, el amor (en todos sus modos y variantes), etc., etc.- que, de pronto, han sabido de sus delicias, o las han reiniciado, para, al poco, verse privados de ese placer sublime, con lo que se han planteado la disyuntiva que apuntas. A mí mismo me ha ocurrido. Pero sigo. -Ahora me pides un juicio y voy a dártelo, con la advertencia de que está completamente determinado por la subjetividad, ya que, para mi desgracia, no sé si la habrá, pero no conozco la opinión de ningún sabio al respecto. Y mi criterio, pobre, pero mío, es que vale siempre mucho más el conocimiento que la ignorancia. Que aquél nos puede conducir por muchos caminos, más o menos luminosos según nosotros mismos queramos alumbrarlos, pero la otra nos mantiene siempre en la oscuridad. Y, según el Dalai Lama, la ignorancia es una oscuridad interior, raíz del sufrimiento. Eso en cuanto al saber, pero es que en lo tocante al sentir, y esto es igualmente un plácito particular, es preferible -cien, mil, un millón de veces- alcanzar un segundo de gozo aun cuando ello sea a costa de un día entero de aflicción, pues no se debe olvidar que el penar está a la vuelta de cada esquina, y en cualquier momento y ocasión podremos toparnos con él, mientras que la dicha, la auténtica, la importante, no cualquiera que se nos pueda dar por tres al cuarto, la hallaremos, si es que la hallamos, en contadísimas ocasiones. Disfrutémosla, que es muy valiosa. -Yo pensé igual que tú, Luis, y así hice, pero quería corroborar mi obrar conociendo el parecer de algún buen hombre. Ramón Serrano G. Agosto de 2013

viernes, 19 de julio de 2013

Las lágrimas

Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar” Khalil Gibran.- Si a usted, querido lector, que es una persona normal, que tiene en perfecto uso sus brazos, sus piernas, y su cerebro; que no oye mal y que, a lo sumo utiliza lentes; pese a ello, si a usted le preguntasen si se consideraba un minusválido, con toda seguridad respondería que no. Y haría muy bien -aunque luego lo veremos con mayor detenimiento-, porque el DRAE define al minusválido como aquella persona que tiene alguna incapacidad física o mental. Y como usted no está en ese caso, evidentemente no lo es. Y esa es la idea que todos, o la mayoría, tenemos formada de quien es “inválido” o “impedido”. Pero, poniéndonos académicos, y mirando despacio esa descripción de incapacidad, veremos que la posee quien está imposibilitado para hacer algo. Mas esto, como casi todo en esta vida, es muy relativo. Porque usted no puede correr 100 metros en diez segundos, o 40 kilómetros en dos horas, o hacer un salto de 9 metros, o escalar el Everest; y tampoco tiene ni la más pajolera idea de lo que son la física cuántica o el cálculo centesimal, ni sabe, ni con mucho, recitar el Quijote de memoria. Que hay quien lo hace, pues claro. Pero esos son los menos, porque los más, los muchísimos más, no nos acercamos a esas marcas ni de lejos. La persona tenida por normal es -observado desde ese prisma- incapaz de hacerlo. Pero ¿en qué porcentaje? Ahí es donde radica el quid de la cuestión. Si se está por encima de lo, llamémosle así, normal, es un superdotado. Si se está muy por debajo, se es discapacitado. Y refiriéndonos a esta estadía, quien la padece, afortunadamente está visto por el resto de la sociedad con lástima, pero casi nunca con vergüenza. Otra cosa muy diferente es la opinión que se toma (aunque en realidad debería decir se tomaba) de aquella persona que es de lágrima fácil. De aquellos a quienes, por un “aparente” pequeño motivo, se les saltan de inmediato las lágrimas. Esos, y digo esos porque era a los hombres a quienes se les criticaba de inmediato, están bajamente valorados por los demás. Son, o eran, unos blandengues. Sólo lloran las mujeres. Los hombres, los verdaderos hombres, los machotes, esos no lloran nunca. La ataraxia era tan importante, por no decir más, que la honradez o la dignidad. Qué vergüenza se pasaba de niño si, viendo una película, alguien lloraba sin poder remediarlo. A la salida, era el hazmerreír de toda la pandilla. Y no sólo de niños, que a los mayores les ocurría algo parecido. Para corroborar lo que digo, acudamos a la extendida leyenda en la que se cuenta que Aixa dijo a su hijo Boabdil aquello de: -Llora como mujer…- Esto, como tantas otras cosas, ha cambiado en la actualidad, y hasta existen ocasiones en las que una persona llora y no es que no se le critica por ello, sino que incluso está bien visto. Cuántas veces hemos contemplado que alguien efunde un llanto, generalmente contenido y poco copioso, eso sí, como consecuencia de la consecución de un premio importante, o en la audición del himno nacional tras un éxito deportivo, pongamos como ejemplo. Y eso es, no ya reprochado, hablándose de la endeblez del espíritu de ese sujeto, sino que, antes bien, es ponderado, y bastante por los demás, agentes mediáticos incluidos. Así, cuántas veces comprobamos cómo otro alguien, que arrastra una pena, mayor o menor, que el tamaño de la misma no la puede calibrar ni él mismo, ni nadie, pues a cada quien la propia le parece de una enorme magnitud. Y tan es de ese modo, que esa lacrimosa exteriorización, causada por una carencia de energías, o de facultades, o de lo que sea, no la puede mantener siempre en su interior y acaba exteriorizándola con el derramamiento de unas lágrimas sinceras (las que son fingidas cantan enormemente). Eso, solamente eso, y nunca la intención de darle cuatro cuartos al pregonero, es lo que le lleva a dicho comportamiento, y de tal modo y manera, que verle obrar de esa manera nos recuerda a Lope de Vega cuando decía: No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces ni oradores tan elocuentes como las lágrimas. Lamentablemente, usted, yo, o aquél otro, quizás tendremos, en algún momento de nuestra vida, que soportar una pena y, quizás en algún momento y por su causa, se nos arrasen los ojos en ocasiones, o circunstancias, que no nos parezcan las más apropiadas u oportunas. Valorémoslo como un accidente, o como un episodio más de nuestra conducta, del que no debemos ufanarnos, claro está, pero tampoco avergonzarnos de que haya acaecido. Alguien llegó a decir que las lágrimas son la sangre del alma, y es natural que afloren si esta está herida. Ramón Serrano G. Julio de 2013

Las lágrimas

Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar” Khalil Gibran.- Si a usted, querido lector, que es una persona normal, que tiene en perfecto uso sus brazos, sus piernas, y su cerebro; que no oye mal y que, a lo sumo utiliza lentes; pese a ello, si a usted le preguntasen si se consideraba un minusválido, con toda seguridad respondería que no. Y haría muy bien -aunque luego lo veremos con mayor detenimiento-, porque el DRAE define al minusválido como aquella persona que tiene alguna incapacidad física o mental. Y como usted no está en ese caso, evidentemente no lo es. Y esa es la idea que todos, o la mayoría, tenemos formada de quien es “inválido” o “impedido”. Pero, poniéndonos académicos, y mirando despacio esa descripción de incapacidad, veremos que la posee quien está imposibilitado para hacer algo. Mas esto, como casi todo en esta vida, es muy relativo. Porque usted no puede correr 100 metros en diez segundos, o 40 kilómetros en dos horas, o hacer un salto de 9 metros, o escalar el Everest; y tampoco tiene ni la más pajolera idea de lo que son la física cuántica o el cálculo centesimal, ni sabe, ni con mucho, recitar el Quijote de memoria. Que hay quien lo hace, pues claro. Pero esos son los menos, porque los más, los muchísimos más, no nos acercamos a esas marcas ni de lejos. La persona tenida por normal es -observado desde ese prisma- incapaz de hacerlo. Pero ¿en qué porcentaje? Ahí es donde radica el quid de la cuestión. Si se está por encima de lo, llamémosle así, normal, es un superdotado. Si se está muy por debajo, se es discapacitado. Y refiriéndonos a esta estadía, quien la padece, afortunadamente está visto por el resto de la sociedad con lástima, pero casi nunca con vergüenza. Otra cosa muy diferente es la opinión que se toma (aunque en realidad debería decir se tomaba) de aquella persona que es de lágrima fácil. De aquellos a quienes, por un “aparente” pequeño motivo, se les saltan de inmediato las lágrimas. Esos, y digo esos porque era a los hombres a quienes se les criticaba de inmediato, están bajamente valorados por los demás. Son, o eran, unos blandengues. Sólo lloran las mujeres. Los hombres, los verdaderos hombres, los machotes, esos no lloran nunca. La ataraxia era tan importante, por no decir más, que la honradez o la dignidad. Qué vergüenza se pasaba de niño si, viendo una película, alguien lloraba sin poder remediarlo. A la salida, era el hazmerreír de toda la pandilla. Y no sólo de niños, que a los mayores les ocurría algo parecido. Para corroborar lo que digo, acudamos a la extendida leyenda en la que se cuenta que Aixa dijo a su hijo Boabdil aquello de: -Llora como mujer…- Esto, como tantas otras cosas, ha cambiado en la actualidad, y hasta existen ocasiones en las que una persona llora y no es que no se le critica por ello, sino que incluso está bien visto. Cuántas veces hemos contemplado que alguien efunde un llanto, generalmente contenido y poco copioso, eso sí, como consecuencia de la consecución de un premio importante, o en la audición del himno nacional tras un éxito deportivo, pongamos como ejemplo. Y eso es, no ya reprochado, hablándose de la endeblez del espíritu de ese sujeto, sino que, antes bien, es ponderado, y bastante por los demás, agentes mediáticos incluidos. Así, cuántas veces comprobamos cómo otro alguien, que arrastra una pena, mayor o menor, que el tamaño de la misma no la puede calibrar ni él mismo, ni nadie, pues a cada quien la propia le parece de una enorme magnitud. Y tan es de ese modo, que esa lacrimosa exteriorización, causada por una carencia de energías, o de facultades, o de lo que sea, no la puede mantener siempre en su interior y acaba exteriorizándola con el derramamiento de unas lágrimas sinceras (las que son fingidas cantan enormemente). Eso, solamente eso, y nunca la intención de darle cuatro cuartos al pregonero, es lo que le lleva a dicho comportamiento, y de tal modo y manera, que verle obrar de esa manera nos recuerda a Lope de Vega cuando decía: No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces ni oradores tan elocuentes como las lágrimas. Lamentablemente, usted, yo, o aquél otro, quizás tendremos, en algún momento de nuestra vida, que soportar una pena y, quizás en algún momento y por su causa, se nos arrasen los ojos en ocasiones, o circunstancias, que no nos parezcan las más apropiadas u oportunas. Valorémoslo como un accidente, o como un episodio más de nuestra conducta, del que no debemos ufanarnos, claro está, pero tampoco avergonzarnos de que haya acaecido. Alguien llegó a decir que las lágrimas son la sangre del alma, y es natural que afloren si esta está herida. Ramón Serrano G. Julio de 2013

jueves, 4 de julio de 2013

Personas

Usted, y yo, y todos, sabemos que existimos personas de muy distintas clases. Y que de esa diversidad las ha habido antes, las sigue habiendo hoy, y las habrá siempre, aunque esta pluralidad es buena por muy diversos motivos, pero de esto quizás hablemos en otro momento. Así pues, nos mantendremos en que cada cual es como su madre le trajo al mundo, pero también como él se ha ido formando luego, y esto último, además de verídico, es muy importante. Puede que más que lo otro si cabe, pues sabido es que de morir hay mil formas y de nacer solo una. En un sentido amplio diré que hay almas buenas y no tan buenas, jacareras y soturnas, hacendosas y zánganas, egoístas y generosas, y así podríamos seguir clasificándolas casi hasta el infinito. Obviamente, no hay necesidad de detallar sus características, puesto que son sobradamente conocidas, y tampoco vamos a emitir un juicio de valor sobre la mayoría de ellas, por la subjetividad que el mismo podría acarrear. Pero sí quiero dejar clara mi opinión, errónea o acertada, no lo sé, de que no comparto la idea que otros proclaman afirmando que hay quien es bueno con unos y perverso con otros. No. Para mí, el que es bueno, o quien no lo es, no hace distingos reales con los destinatarios de sus acciones. Otra cosa es que quiera actuar de una manera y aparentar que lo hace de otra. Y también pienso que pocos hay, quizás nadie, que sean completamente un cacho de pan o un mal bicho, sino que todos tenemos una personalidad con un porcentaje mayoritario de una determinada cualidad, pero que está mezclada con cierta dosis de la contraria. Los ingleses lo dicen muy bien: nobody’s perfect. Y quiero dejar constancia de que, sean como sean los seres de nuestro entorno, la mayoría de nosotros convivimos con ellos por muy diversas razones. A veces, por necesidad, ya que de ellos depende nuestra subsistencia, y aun cuando su proceder no sea de nuestro total agrado, hacemos de tripas corazón con tal de no perder el jornal. En algunas circunstancias por complacencia, al ser sabedores de que son individuos extraordinarios, que pueden beneficiarnos en muchos aspectos. En ocasiones, por un gran desconocimiento, y estamos, si no engañados, sí ignorantes de cómo son realmente, ya que se ocupan muy mucho de no mostrar cual es su verdadera personalidad. Y a fe que lo consiguen. Deseo además hacer hincapié en que, sabiendo que deberíamos ser conocedores a ciencia cierta del mundo en el que nos movemos y de la clase de personas con las que convivimos en todos los campos, lo más importante debe ser nuestra propia calidad de vida y nuestro comportamiento. Mucho más el modo en que obramos nosotros, y no tanto el cómo actúan ellos. En todos los sentidos. Para lo bueno y para lo malo; para el protagonismo, como para el anonimato. No debe preocuparnos, en lo que cabe, qué hace aquél, o cómo, y qué cualidades tiene este, o ese otro, sino en desarrollar las positivas que nosotros tengamos. Cada uno será juzgado por sus obras, e igualmente, aquí sí se ha de tener presente lo subjetivo: o sea, que hemos de valorar antes nuestro propio veredicto que el qué dirán. Debemos tener obligada conciencia de que las cosas hay que hacerlas con rectitud. Pensar que si las personas deben acezar algo fervientemente, debe ser eso, el bien obrar per se y no por quedar bien ante los demás. No espero que nadie venga hoy a inquirir de mí, pobre mortal, cuál habría de ser su proceder para hacer lo expuesto anteriormente con arreglo a los cánones a seguir para el bien obrar, puesto que ellos están establecidos desde antiguo, aunque modernamente olvidados. Pero si alguien se aventurase a ello le aconsejaría, sin duda, que buscase esa guía, esa norma en la gramática. Y dentro de ella se fijase en las personas. Sí, en esas formas o accidentes que hacen variar al verbo y al pronombre cuando se refieren a ellas, y que son conocidas como primera, segunda y tercera. Lo que entonces hay que hacer es bien sencillo. Posterguemos la primera a un relegado y lueñe plano, y potenciemos la aparición y el desarrollo de la segunda y la tercera. Pero no nos contentemos con eso y realicemos la misma tarea con sus parientes los pronombres, tanto con los personales como con los posesivos. Concienciémonos, de una vez por todas, que hemos de arredrar lo más posible el yo y el mí, y dediquemos denodadamente nuestras intenciones a atender las necesidades y los menesteres del tú y el tu, y del él y el su. Por si acaso no me he explicado bien (cosa, por otra parte, muy común en mí) trataré de decirlo en castellano ladino, ..que es como suele el pueblo fablar a su vecino…Y así, al igual que cuando estamos irritados debemos contar hasta 100 antes de obrar, deberíamos dejar de tener en nuestra boca de modo omnipresente frases como: YO pienso, YO digo, YO hago, para escuchar y aprender de lo que TÚ y ÉL consideráis; de aquello que TÚ y ÉL manifestáis; de cómo TÚ y ÉL obráis habitualmente. Y en vez de, como si fuésemos papagayos, repetir incesantemente engreídas locuciones sobre MI saber, MI comportamiento, MI idea, o MI posición económica, preocuparnos de si TU y SU vida son mínimamente aceptables para considerarlas como dignas, y fueran como fuesen, poner cuanto esté de nuestra parte en aras de su mejoramiento. Aquello que dice Pablo a los Gálatas en su Carta 5.14. Ramón Serrano G. Julio de 2013

Las lágrimas

Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar” Khalil Gibran.- Si a usted, querido lector, que es una persona normal, que tiene en perfecto uso sus brazos, sus piernas, y su cerebro; que no oye mal y que, a lo sumo utiliza lentes; pese a ello, si a usted le preguntasen si se consideraba un minusválido, con toda seguridad respondería que no. Y haría muy bien -aunque luego lo veremos con mayor detenimiento-, porque el DRAE define al minusválido como aquella persona que tiene alguna incapacidad física o mental. Y como usted no está en ese caso, evidentemente no lo es. Y esa es la idea que todos, o la mayoría, tenemos formada de quien es “inválido” o “impedido”. Pero, poniéndonos académicos, y mirando despacio esa descripción de incapacidad, veremos que la posee quien está imposibilitado para hacer algo. Mas esto, como casi todo en esta vida, es muy relativo. Porque usted no puede correr 100 metros en diez segundos, o 40 kilómetros en dos horas, o hacer un salto de 9 metros, o escalar el Everest; y tampoco tiene ni la más pajolera idea de lo que son la física cuántica o el cálculo centesimal, ni sabe, ni con mucho, recitar el Quijote de memoria. Que hay quien lo hace, pues claro. Pero esos son los menos, porque los más, los muchísimos más, no nos acercamos a esas marcas ni de lejos. La persona tenida por normal es -observado desde ese prisma- incapaz de hacerlo. Pero ¿en qué porcentaje? Ahí es donde radica el quid de la cuestión. Si se está por encima de lo, llamémosle así, normal, es un superdotado. Si se está muy por debajo, se es discapacitado. Y refiriéndonos a esta estadía, quien la padece, afortunadamente está visto por el resto de la sociedad con lástima, pero casi nunca con vergüenza. Otra cosa muy diferente es la opinión que se toma (aunque en realidad debería decir se tomaba) de aquella persona que es de lágrima fácil. De aquellos a quienes, por un “aparente” pequeño motivo, se les saltan de inmediato las lágrimas. Esos, y digo esos porque era a los hombres a quienes se les criticaba de inmediato, están bajamente valorados por los demás. Son, o eran, unos blandengues. Sólo lloran las mujeres. Los hombres, los verdaderos hombres, los machotes, esos no lloran nunca. La ataraxia era tan importante, por no decir más, que la honradez o la dignidad. Qué vergüenza se pasaba de niño si, viendo una película, alguien lloraba sin poder remediarlo. A la salida, era el hazmerreir de toda la pandilla. Y no sólo de niños, que a los mayores les ocurría algo parecido. Para corroborar lo que digo, acudamos a la extendida leyenda en la que se cuenta que Aixa dijo a su hijo Boabdil aquello de: -Llora como mujer…- Esto, como tantas otras cosas, ha cambiado en la actualidad, y hasta existen ocasiones en las que una persona llora y no es que no se le critica por ello, sino que incluso está bien visto. Cuántas veces hemos contemplado que alguien efunde un llanto, generalmente contenido y poco copioso, eso sí, como consecuencia de la consecución de un premio importante, o en la audición del himno nacional tras un éxito deportivo, pongamos como ejemplo. Y eso es, no ya reprochado, hablándose de la endeblez del espíritu de ese sujeto, sino que, antes bien, es ponderado, y bastante por los demás, agentes mediáticos incluidos. Así, cuántas veces comprobamos cómo otro alguien, que arrastra una pena, mayor o menor, que el tamaño de la misma no la puede calibrar ni él mismo, ni nadie, pues a cada quien la propia le parece de una enorme magnitud. Y tan es de ese modo, que esa lacrimosa exteriorización, causada por una carencia de energías, o de facultades, o de lo que sea, no la puede mantener siempre en su interior y acaba exteriorizándola con el derramamiento de unas lágrimas sinceras (las que son fingidas cantan enormemente). Eso, solamente eso, y nunca la intención de darle cuatro cuartos al pregonero, es lo que le lleva a dicho comportamiento, y de tal modo y manera, que verle obrar de esa manera nos recuerda a Lope de Vega cuando decía: No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces ni oradores tan elocuentes como las lágrimas. Lamentablemente, usted, yo, o aquél otro, quizás tendremos, en algún momento de nuestra vida, que soportar una pena y, quizás en algún momento y por su causa, se nos arrasen los ojos en ocasiones, o circunstancias, que no nos parezcan las más apropiadas u oportunas. Valorémoslo como un accidente, o como un episodio más de nuestra conducta, del que no debemos ufanarnos, claro está, pero tampoco avergonzarnos de que haya acaecido. Alguien llegó a decir que las lágrimas son la sangre del alma, y es natural que afloren si esta está herida. Ramón Serrano G. Julio2013

jueves, 20 de junio de 2013

Pour toujours

-Madeleine, somos nosotros -le grité al entrar-. Ya hemos regresado. Fui derecha a ver a los niños, y al encontrarlos durmiendo, pasé al cuarto de estar, y allí estaba ella, con un libro en las manos, como siempre. -Hija, no me explico cómo te puedes pasar las horas dejándote la vista y el cerebro en esos mamotretos. ¿Por qué no te distraes viendo la televisión como hace todo el mundo? Mira, nos hemos tenido que venir de la cena porque a Marcel se le ha presentado una jaqueca horrorosa. Se tomará un calmante y se meterá en la cama. No son más que las once y algo, así que, en vez de irte a casa, podrías pasarte ahora por La Bastille y compartir una copa con algún amigo que, de seguro, habrá por allí. Pero soy una idiota diciéndote nada, puesto que jamás me haces caso en estas cosas. Bueno, ni en estas, ni en muchas otras. Pareciera que por ser tu hermana menor no pudiese darte buenos consejos. Madeleine continuó leyendo sin hacerme caso visiblemente. -Por lo menos podías hacer como que me estás escuchando, aunque no lo hagas, ni te importe un bledo lo que te estoy diciendo. Sí, ya sé que te repito lo mismo una y mil veces, pero es que creo que así cumplo debidamente con mi obligación fraternal. No se puede, aunque tú lo hagas constantemente, dedicar y hacer que todos y cada uno de los días de tu vida discurran de casa al trabajo y de este a casa, y luego no salir apenas de ella. -Recuerdo que antes de sucederte lo de Antoine, y de esto hace ya dos largos años, eras una mujer normal y corriente. Incluso antes de conocerle, eras una mujer alegre, radiante, con ganas de vivir. Y sí, ya sé, puesto que es un tema que tenemos demasiado trillado, que te hizo muchísimo daño su abandono, no ya por el alejamiento en sí, sino por el modo tan burdo en que lo llevó a cabo. En realidad, y perdóname que repase otra vez lo sucedido, es por todos reconocido que su actitud fue totalmente incomprensible y, desde luego, perniciosa para ti. Su proceder no fue correcto, ni elegante, ni consecuente, aunque mirándolo bien, lógico tal vez si lo fuera, pues puede que actuase en congruencia con su modo de ver las distintas formas de unión que puede haber entre dos personas o, si prefieres, el modo de enfocar y sentir el amor. -Porque, vamos a ver. A pesar de todo, y aunque nos duela el reconocerlo, quizás él esté libre de culpa, si no en la forma, sí en el fondo. Porque hay que dar por válidas dos opciones, a saber: que él tuviese una manera distinta a la tuya, o a la de mucha gente, de lo que constituye una relación y su desarrollo, funcionamiento, duración. Sabemos que no hay para el amor razones y sí que las puede haber para el cariño. Y eso fue lo que te tuvo. Tal vez luego, con el paso del tiempo, descubriese en ti defectos o minoración de las virtudes que le llevaron a sentirse complacido con vuestra unión. Pero fuera cual fuese el motivo que le llevó a separarse de de ti, no te obliga, en absoluto, a mantener esa compunción en la que te sumiste. Antes bien, y aunque pueda parecerte en un principio que lo que te voy a decir es algo ilógico o incoherente, si lo analizas tout doucement, comprenderás de inmediato que tu actitud debería ser completamente distinta. Deberías estar exultante, feliz y, sobre todo, satisfecha. Sí, de veras. Y me explico: -Cuando los seres humanos rompen una relación, de la clase que sea, se dedican mayormente a resaltar los motivos, aparentes o reales, por los que la otra parte dejó de cumplir lo prometido, cuando, en realidad, lo que deberían analizar, y con detenimiento, es el savoir-faire propio. Ver racionalmente si se ha sabido cumplir con las expectativas ofrecidas, dejando a un lado si el otro las ha ejecutado y mantenido las suyas, o no. Y en ese aspecto yo sé, todos lo sabemos, que tú fuiste estrictamente fiel a tus promesas. Que diste de ti cuanto tenías dentro, y que fue mucho más de lo que te pedía, y aun de lo que esperaba. Y si todo eso, con ser mucho, no fue lo suficiente, o lo bastante, para evitar el alejamiento, es cosa que no debe apenarte en la manera en que lo está haciendo. -Para que veas que llevo razón en lo que digo te voy a proponer que plantees la cuestión de otra manera. ¿Cómo estaría tu alma si hubieses sido tú la que, por cualquier motivo, hubieses dejado de depositar en Antoine el amor que le diste en un principio? Si hubieses observado que no tenía todas las virtudes que creíste poseía; que hubieras descubierto en él algún defecto o vicio; o que simplemente, tras conocerle, encontraste a otro hombre que te dejó mejores sensaciones. Si algo de esto, o cualquier otra cosa similar, hubiera acaecido, ¿estarías hoy tranquila, feliz, satisfecha? No. Tú, yo y cualquiera que te conozca sabemos de sobra que no sería ese tu estado. Que entonces te hallarías mucho peor de cómo lo estás ahora, con la diferencia notable de que tendrías motivos para encontrarte así. -Por eso, no olvides nunca que el amor, y tú estás bien enterada de ello, consiste en entregar y no en recibir. Ni en ofrecerlo con estas o aquellas condiciones. Y tampoco en darlo durante un rato, o unos meses, o unos años. Sino para siempre y sin exigir nada a cambio. Pour toujours et sans rien demander en retour. - Y déjame que te cite, finalmente, a un magnífico autor español, el gran Lope de Vega, que dijo: “…dar la vida y el alma a un desengaño. ¡Esto es amor! quien lo probó, lo sabe”. Ramón Serrano G. Junio 2013

viernes, 7 de junio de 2013

Las ventanas

La vida, esta vida que parece tratarnos tan duramente a veces; esta vida de la que, en ocasiones, estamos tan hartos; esta vida que parece ofrecernos un futuro completamente infausto; esta, aparentemente, vita cane, es, sin embargo, realmente bella si se me permite decirlo. Y lo hago completamente convencido de ello, hasta tal punto, que calificaría esta afirmación como un axioma, en la esperanza de que si alguien, muy exigente, rechazase este postulado, me permitiría, aun siendo una incongruencia eso de intentar evidenciar un axioma, tratar de demostrárselo, cosa que conseguiría muy fácilmente por muy escamón que fuese el pirrónico de turno. Le pediría, tan sólo, que cada mañana, al levantarse, abriera los ojos y mirase cuanto le rodea, con la seguridad de que estuviera donde estuviera, u observase lo que observase, se daría cuenta de la belleza tan inmensa que tenemos en nuestro derredor. Sí. Así es, amigos. La vida es realmente hermosa por muchas nubes que amenacen con ennegrecer nuestro cielo, y pese a la ingente cantidad de piedras que vayamos encontrando en nuestro camino, y aunque muchas de ellas nos parezcan que hacen a este infranqueable. Pero es que como lo bellido que podemos percibir es tanto, aquí no cabe, bajo ningún concepto, tener un espíritu negativo y perdonar el bollo por el coscorrón. ¿Qué pasa -pensará alguno de ustedes-, que este se ha levantado hoy eufórico y lo ve todo de color rosáceo, o es que se ha quedado ciego y no percibe el sinfín de problemas de todo tipo que nos están ahogando? Pues no. No es eso. Lo que ocurre es que hoy, siendo tan realista como siempre, soy más proclive a pregonarlo. O que estando en una repleción de visuras satisfactorias, las alabanzas de ellas se me escapan por todos los poros de la mente. Por cierto, ¿la mente tiene poros? Puede que no, y sea esta otra memez mía. Pero vayamos a lo nuestro. Pudiendo, como podemos, dirigir nuestro pensamiento al pasado, al presente o al futuro, hagámoslo a la época a la que lo hagamos, siempre encontraremos motivos de contento. Si recordamos con, o sin, exactitud, una realidad pasada y, con seguridad, deformada por las mil y una veces que la hemos traído a nuestra memoria, y a que en cada repaso le hemos ido añadiendo, o quitando, algo, transformando la verdad que fue en la que nosotros mantenemos, pero que es en la que nos regocijamos. Si miramos la hoja de hoy en el almanaque, comprobaremos que son muchos los adelantos y conseguimientos habidos. Y si es al mañana adonde dirigimos nuestras expectativas, lo veremos completamente cubierto de verde, y bien pertrechado del ancla de la esperanza, la más grande que llevan los barcos y que se utiliza en situaciones desesperadas o extremas. Así pues, miremos donde miremos, o pensemos como pensemos, nos vendrá la convicción de que lo bueno existe; lo bonito existe; la felicidad existe. Lo que es necesario es que aprendamos, y que luego sepamos ejecutar debidamente, la mirada y el pensamiento. Y si es de este modo, quedaremos admirados, no ya del vendaval, sino de la tempestad (aunque bendita procela sea esta) que puede levantar el mirar entornado de unos ojos glaucos. Y notaremos cómo un día habrán aparecido borrones en los pulgares de las cepas. Y en otra mañana, vendrá el asombro ante la no llegada de cierta camisa, cuya no comparecencia es el aviso de que algo maravilloso va a suceder dentro de treinta y seis semanas. Y que Don, o Doña…., siguen con su incansable tarea de que una gurrumina, o un chico, aprendan a unir la m con la a, o la t con la i, y al cabo de un tiempo puedan saber que:“…es tan blando por fuera, que se diría todo de algodón.” . Y dentro de unos pocos meses, volveremos a oír aquello de: sol, la, sol, mi, como recordatorio de un extenso y renovado deseo de que haya Paz en la Tierra para los hombres de buena voluntad. Todas estas cosas nos producirán una inmensa alegría. Mas aunque así no fuese, y la lipemanía se apoderase de nosotros, y tendiese a tenernos y mostrarnos amarridos o saturninos, debemos recordar que, al decir de Víctor Hugo, la melancolía es la felicidad de estar triste. Sí, habéis leído bien: la FELICIDAD, aun de estar triste. Pero para ello, debemos tener muy limpias las ventanas que hay en nuestra alma. Por dos razones: una, para que nos entre bien la luz. Una luz limpia y no distorsionada. Y otra, para poder ver nítidamente lo mucho de bueno que hay en nuestro exterior. Alguien dijo que después de Auschwitz ya no podría haber poesía. No. No es cierto. Eso no es sino un derrotismo, casi justificado, pero estéril. Hay poesía. La hay, y la seguirá habiendo, mientras que un sordo pueda componer una sinfonía Heroica, y que una persona con las piernas amputadas no pueda andar como los demás, pero sí trasladarse aunque sea en una silla de ruedas. Y tendrá movilidad. De peor calidad, vale. Pero no estará inmoto. Y al moverse será feliz sabiendo que, aun con mayor dificultad que otros, tendrá capacidad para llegar a cualquier sitio. Incluso a lo más alto. Ramón Serrano G. Junio 2013

El gozo

-Jorge, ¿estás en tu casa? -Claro, a estas horas ¿dónde quieres que esté? -¿Puedo ir a verte ahora? -Qué pregunta más tonta. Demasiado sabes que sí, que puedes venir en todo momento. Colgué y me senté tranquilamente a esperar su llegada que no tardó demasiado en producirse. En el momento que entró, le dije: -Aunque sabes, y esto te lo he dicho ya infinidad de veces, que, dada nuestra amistad, o nuestra relación, como quieras llamarle, no me importe recibirte a cualquier hora y en cualquier ocasión, y que además de estarlo deseando, me siento muy complacido de poder ofrecerte toda clase de ayuda que puedas necesitar. Pero recuerda que me asustan estas visitas tan fuera de horario, por si fueran debidas a cualquier causa poco agradable. -Una vez más he de decirte, -me contestó- que te equivocas en eso. No vengo a esta casa, o mejor dicho, a tu compañía, que es en realidad lo que me trae hasta aquí, porque me haya ocurrido algo malo, o porque me hunda la desesperanza, o la tristeza, o la zangarriana, como se las llama en otros sitios. Me trae el deseo de estar a tu lado, ya que estando junto a ti me hallo en uno de los pocos lugares donde encuentro la absoluta felicidad. Porque, en realidad, y aunque demasiadas veces pueda parecer lo contrario, yo soy una de las personas más felices de este mundo. -Pues, si me lo permites, te diré que la mayoría de las veces da la impresión de todo lo contrario. Sobre todo, nada más llegar, que es cuando te sueles mostrar con una frialdad, y yo diría que con una abulia, realmente exasperante. Aunque he de reconocer que, al poco rato, tu carácter suele cambiar, y tu cercanía me proporciona un gozo enorme. Un deleite, tú lo sabes bien, que no cambiaría por nada y sin el cual, ya me sería muy difícil vivir aceptablemente. -Quizás, me contestó, el estar junto a ti, y saber que lo voy a poder hacer durante varias horas, es indudable que poco a poco anima mi alma. Pero quiero que sepas también cuál es el porqué de esa felicidad que presumo de poseer constantemente, y que antes te iba a exponer. -Yo, continuó, que soy igual que cualquiera de los demás mortales, tengo sin embargo una ventaja sobre un gran número de ellos. Trato de vivir alejando de mí los problemas que a todos nos surgen a diario; a veces lo consigo y a veces no, pero todos y cada uno de los días recuerdo que cuento con un refugio a donde acudir en caso de necesidad. Es como el agricultor que sale en mayo a ver sus viñas o sus siembras y regocijarse con lo que está viendo; como quien va a su establo a ver una vez más a su caballo; como quien madruga y se da un paseo hasta la orilla del mar y ver salir el sol en él; y te diría que es casi como el avaro que baja a su cueva y, entre tinieblas, cuenta y recuenta despaciosamente sus monedas. -Es como si de pronto me fuese preciso, tuviese una urgencia anímica, y también física, por qué no decirlo, de corroborar lo que poseo. Cuando esto me ocurre, recuerdo a un amigo, que ya se me fue, a quien satisfacía mucho mi compaña, y que cuando me proponía alguna celebración, siempre añadía; -Y así, nos damos un gozo. -Y eso me ocurre a mí, prosiguió diciendo con delectación. Que de vez en cuando necesito darme un gozo contigo. Entonces vengo a verte, y luego de estar contigo un buen rato, nos complacemos sexualmente con ese increíble número de juegos añadidos con los que sabes aderezar y sublimar el acto. O nos vamos al cine. O cenamos, para darnos luego un maravilloso paseo a la luz de la luna. O simplemente nos quedamos en este salón y hablamos, y hablamos, y hablamos de tus, de mis, de todas las cosas. - Jorge, nada me une a ti oficialmente. Ni a ti, ni a ningún otro. Pero por fortuna, y cada poco, me acucia el impulso de acercarme a ti. Si es porque algo me salió mal, lo hago para que me consueles. Si algo discurrió bien, para compartir las mieles contigo. Y estos arrebatos los causa, tengo la seguridad de ello, una amalgama de sentires que, como ya te digo, me complacen de modo arrebatador. Es amistad y amor, todo mezclado. No necesito repetirte, ya lo sabes, que significas para mí más de lo que pudiera expresar con palabras. Por eso, no me basta nunca con hablarte a través del teléfono y he de venir a verte. Y a que me veas. Y para amarnos. Y es lo que siempre me digo: …es necedad amar? No, es gran prudencia. -Observo, le dije yo entonces, que traes hoy aires cervantinos en la manera de expresar tus sensaciones, así que te diré entonces que tus palabras están colmadas de metafísica. -Pero yo sí como, me respondió. Mas lo que de verdad me alimenta, y me da vida, y me mantiene como en una nube, es un poco el mundo, un poco mi trabajo, y un mucho tú, y tu cariño. Entonces tomamos una copa, y seguimos hablando, y nos quisimos, y la del alba sería, cuando, estando yo lleno de gozo, me dio otro beso, se despidió, y se marchó cerrando la puerta suavemente. Ramón Serrano G. Mayo de 2013

Y a mi qué

“…que al mundo nada le importa, Yira, Yira…” -Si, amigo, le dije. Estoy viendo su lastimoso estado, le comprendo perfectamente, y voy a hacer por usted cuanto esté a mi alcance. Pero aquello era una mendacidad. Una inmensa patraña, puesto que yo sabía perfectamente que mi modo de obrar acabaría concretamente ahí, por lo que no iba a ser el correcto. Que, conscientemente actuaría mal pues me limitaría a decirle -de muy buenas maneras, eso sí, y con aparentes gestos de comprensión y afecto- lo que en teoría debería hacer para salir de ese estado depresivo, o casi, en que parecía hallarse. De esa penosa circunstancia en que se encontraba. Le endilgaría la raída y manida expresión que, sobre todo por Navidades, sueltan (soltamos) las gentes: un repetido, y poco sincero, deseo de felicidad. Eso, y tan sólo eso. Porque, al fin y a la postre, a mí apenas me importaba lo que me estaba contando aquella persona. Mejor dicho, aunque pareciese que le estaba prestando atención, se me daba una higa lo que pudiera sucederle. Y lo peor es que tenía un muy claro saber de la improcedencia de mi comportamiento, ya que él era mi prójimo. ¿He dicho prójimo? ¡Qué raro!, porque ya apenas recuerdo ni el significado de esa palabra, ni la existencia de esos individuos. ¡Me estaré haciendo viejo! Pero, aun así, y a sabiendas de que se trataba de mi semejante, me viene a la memoria que opté por la vía rápida y, faltando a la verdad como un bellaco, le prometí prestarle ayuda, con plena consciencia de que iba a llevar a cabo la acción más generalizada hoy en día, y que no es otra que: “al prójimo, contra una esquina”. Repito la prolepsis, diciendo que era sabedor, en plenitud, de que debería ser mi obrar otro muy distinto al que iba a poner en práctica, aunque pese a ello, y por ello, había algo algarivo en mis adentros que se me estaba manifestando, llevándome ante una situación de difícil solución. Se me presentaban dos posturas, dos maneras de obrar. Una loable. La otra, en absoluto plausible. Y en esa tesitura, vino a mi mente el comienzo del “Memorial de cosas notables”, en el que su autor, el Duque del Infantado, nos dice: “No es liviana carga…la que al hombre bien inclinado ponen los ejercicios virtuosos…” Yo creía ser, y pensaba que la gente me tenía en ese concepto, persona proclive al bien obrar. Por eso, aun cuando tan sólo fuera por eso, estaba en el deber de aliviar la situación de aquella persona, cosa que, por otra parte, no me acarrearía molestia alguna y, si lo hacía, esta sería insignificante. Pero, al mismo tiempo, me daba cuenta que ello me obligaba a hacer algún gesto, aunque fuese nimio, por ayudar mucho o poco, pero en algo, a aquél “menesteroso” que estaba demandando mi socorro. Y que la ejecución de cualquier acción benévola, por exigua que fuese, supondría para mí una gabela que, por nimia que fuese, no tenía ganas de soportar en modo alguno. Molestias, pocas -me dije-. Curiosamente, esta futura actuación mía me trajo a la memoria paradojas como la de Epiménides (aquella de los cretenses y los mentirosos) , o la del barbero (ese que sólo afeitaba a quienes no lo hacían a sí mismos), ambas ampliamente curiosas e instructivas, así como otras muchas de ellas. Mi obrar sería un contrasentido, una falta de correspondencia lógica entre lo que pregonamos y lo que hacemos. Un auténtico disparate, aunque un fiel exponente de como obran (obramos) muchas, demasiadas gentes. Seres de toda clase, origen y condición, que ven (que vemos) cómo el mal, o la injusticia, o la extrema necesidad, reinan por doquier y hasta límites increíbles, pero nos dedicamos a estudiar la inmortalidad del cangrejo, o el sexo de los ángeles. Que teniendo ante nuestras propias narices multitud de esas auténticas atrocidades, volvemos la cabeza para hacer ver a los demás, e incluso para convencernos a nosotros mismos, de que no estamos enterados de que el mal existe. Y repito que, dado el caso de que no podamos pasar desapercibidos largándonos subrepticiamente del incómodo trance ante el que involuntariamente nos hemos visto inmersos, desearíamos, en el fondo, decirle incomprensible e injustamente a quien demanda nuestra ayuda: -¿Y a mí qué me importa usted? ¡Váyase al carajo y déjeme vivir cómodamente! Sin embargo, con la mayor desfachatez que imaginarse pueda, le ponemos farisaicamente una sonrisa de oreja a oreja, y le decimos que, haciéndonos cargo su desagradable y penosa situación, realizaremos cuanto esté a nuestro alcance para ayudarle. Y nos marchamos tan pimpantes. Ramón Serrano G. Mayo de 2013

miércoles, 24 de abril de 2013

El sauce

Me acordé. Nada más verlo me acordé, como no podía ser de otra manera. Tan pronto me acerqué a aquel lugar, hoy tan completamente distinto al que yo había conocido, vinieron a mi memoria infinidad de recuerdos de aquellos casi seis años en los que yo había vivido junto a ese sitio. Esos años que nunca se van de nuestra memoria ya que son aquellos en que los seres humanos son completamente felices. Yo estuve en aquel pueblo de los 9 a los 15, y a esa edad todos los chavales no están dispuestos a otra cosa, ni tienen otro objetivo, que vivir disfrutando. Mi padre era viajante de artículos de ferretería, por lo que pasaba fuera de casa mucho tiempo, así que yo vivía con mi madre y mi hermana, tres años mayor que yo y, entre ambas se había establecido un mutuo acuerdo para cuidarme con un celo exquisito, y por eso, y porque no se me daban mal los estudios, yo vivía en una nube. Todo lo que hacía me gustaba, pero, en especial, era ir los sábados a jugar y correr por el jardín de don Evaristo, al igual que hacía mucha gente. Este D. Evaristo era un hombre hacendado, que tenía su casa casi en el centro del pueblo, en una calle por la que yo pasaba diariamente camino del cole, que era un palacete y que estaba rodeado por un jardín que mediría, según había oído decir, unos dos mil metros de extensión. Allí tenía plantados muchísimos árboles de las más diversas clases: quercus (robles, quejigos, encinas); prunos (ciruelos, cerezos); arces (campestres, palmados, americanos); coníferas (abetos, pinos, cedros, tejos) y un gran número de otros cuyos nombres, o yo ya no los recuerdo, o no supe nunca. Y he de decir que de aquellos sí que llegamos a enterarnos, gracias a los conocimientos de Jorge, un muchacho algo mayor que nosotros, pero compañero de clase, que había estado varios años en Medina del Campo, donde su padre era factor ferroviario, aunque por aquella época se vinieron a residir a este pueblo. Y aquel buen señor, D. Evaristo, permitía que todos los sábados, de 10 de la mañana a 9 de la noche, los vecinos pudieran disfrutar a su antojo de su agradable pensil. Y la gente, claro está, aprovechaba la gentileza de su paisano (una consideración poco frecuente en este país y que, al parecer, sí se solía dar en el extranjero), y pasaba en aquella floresta todo el día. Allí, a este privilegiado lugar, acudíamos personas de toda clase y condición: chavales, familias enteras que incluso comían allí, abuelos deseosos de sentarse en sus bancos para leer o simplemente tomar el sol, y por la tarde, novios. Muchas parejas de novios, que buscaban entre los cerezos el momento más oscuro para darse el más dulce de los besos, y a los que nosotros los mozalbetes, llenos de curiosidad y picardía, acechábamos implacablemente. Pero después, la vida, con todas sus circunstancias y coyunturas, me llevó a un lejano lugar, ni mejor ni peor que este del que vengo hablando, pero de donde ya no me he movido. A lo largo de mi existencia, una vida completamente normal, con alegrías y penas, como la de todo el mundo, he recordado en infinidad de ocasiones aquellos años pasados en el pueblo de D. Evaristo y el hermosísimo jardín que, semanalmente y con una gran generosidad, repito, ponía a la disposición de todos los vecinos. Eran frecuentes mis membranzas de una época y un lugar bellísimos, y, por ello, eran también enormemente gratas y satisfactorias. Han transcurrido muchos años de aquella recordadísima pubertad y de sus avatares, cuando, hace unos días, la realización de un asunto me ha traído hasta un pueblo limítrofe a este del que vengo hablando, por lo cual, cumplida la obligación que motivó el viaje, la devoción me empujó hasta aquí, con la intención de revivir lo experimentado hacía tanto tiempo. Aparqué, difícilmente, en el centro del pueblo y, pasando por calles que no me costó trabajo reconocer, me fui de inmediato hacia la mansión del recordado prócer. Cuando llegué hasta donde ella estuvo, creí haberme extraviado, ya que ante mi vista no aparecía ni su chalé, ni ninguno de los hermosos árboles que con tanto cariño recordaba, y sólo tenía ante mí bloques de edificios rectilíneos, cuadriculados, monótonos, que daban muestras de estar profusamente habitados. Como no queriendo dar crédito a lo que mis ojos veían, me metí por sus estrechas, ruidosas, y sombrías calles, y sólo, al cabo de un rato, me encontré en el borde de una escuálida plazoleta, en cuyo centro alguien, en su día (¡oh noble y poco común acción!) había respetado la vida de un único árbol, el cual desarrollaba tristemente su monótona vida, penosamente desacompañado, y un tanto mustio, al tener que vegetar en aquél lugar que ya no le era propio. Y juro que, pese a que en muy pocos momentos de mi existencia me había sentido tan triste como en aquel instante, me llegué hasta el pobre árbol, y cuando estaba bajo él, lo acaricié, quise imaginar por el movimiento de sus ramas que me estaba dando a entender que se acordaba de mí, y reconocí, de inmediato, que era un sauce. Y adiviné otra cosa. Supe muy pronto, y gracias a las enseñanzas de nuestro amigo Jorge, que no era ni cabruno, ni ceniciento, ni blanco. Como no podía ser de otro modo, aquél era un sauce llorón. Y motivos tenía para ello. Ramón Serrano G. Abril 2013

jueves, 11 de abril de 2013

Latebroso

Para R.T., buen veedor y gran calibrador. -¿Cómo está mi queridísimo Daniel? Ella, Loli, venía radiante. Según me dijo, acababa de llegar de Burdeos, y habíamos quedamos para tomar café, esa misma tarde, en una cafetería de la calle Santa Clara, para hablar de lo que nos tenía ocurrido durante sus casi diez años de ausencia. Siempre, desde niños, y de eso hacía ya cerca cuarenta años, fuimos íntimos amigos, como hermanos, y entre nosotros nunca hubo secretos. Yo, que ya disfrutaba de las vacaciones navideñas, y que tenía todo el tiempo del mundo para hacer algo que siempre me entusiasmó, charlar con ella, acudí a la cita feliz. Apareció exultante, ya digo, como siempre. Primero tomamos café, luego un orujito, para después pasar a contarnos, pormenorizadamente, nuestras vidas. Me preguntó por unos y por otros, claro está, y, al final, como era de esperar, salió a relucir su íntima amiga Carolina. -¿Qué tal le va?, inquirió. Recuerdo que tú tonteaste con ella antes de casarse, e incluso después. Bueno, lo de tontear es un eufemismo, porque, aunque nunca me lo dijiste con claridad, yo sé, o si prefieres, intuyo, que llegasteis a tener relaciones íntimas tanto de soltera como de casada. ¡No! No digas nada. Es mejor que eso lo mantengamos en una nebulosa. Además, sé muy bien que nunca me mentirías, pero que tampoco hablarías de algo que pudiese comprometer a una mujer. Dejémoslo así. Se casó, y tuvo un hijo, ¿verdad? Pero no supe nunca más de ella, pese a nuestra amistad. Y lo que no me explico, Daniel, es que, si a ti te gustaba (y te gustaba, porque hicisteis el amor en varias ocasiones, y tú eso no lo harías por puro goce o capricho) no intentaste casarte con ella. -Hubiese preferido que no la hubieses mentado y que no inquirieras sobre ese tema, le comenté. Pero ya que lo has hecho, he de decirte la verdad, “toda la verdad y nada más que la verdad”, y ser totalmente sincero contigo. Como siempre lo he sido. -Pues mira, no me casé, proseguí, aunque estaba muy colado por ella, porque Carolina, aun cuando se la veía encantada conmigo, prefería a Marcelo, hasta el punto de que, al final, contrajo matrimonio con él. A mí me quería, sí; pasábamos juntos ratos muy dichosos, y, es posible, que hasta hubiésemos hecho una buena pareja. Pero a ella, o quizás a los dos, nos faltaba ese algo, ese pelín indefinible, que hace que el verdadero amor sea una cosa diferente a una amistad, o a un deseo, por muy fuertes y nobles que sean estos. - Yo entonces, continué, me acogí de buen grado a la soltería. Pasaron más de ocho años, y de repente Marcelo, de modo absurdo, se encaprichó de una bobalicona y abandonó a su familia. Eso dolió mucho a Carolina -¿cómo no iba a dolerle?- hasta el punto de que la primera vez que la vi tras su separación, la encontré abatida, desmalazada. La habían herido y daba muestras evidentes de dolor. Quise ayudarla, pero sin que me lo negase, comprendí de inmediato que prefería sanar sus llagas ella sola. Así que la dejé tranquila y en paz, y únicamente, cuando circunstancialmente nos encontrábamos, cruzábamos cuatro palabras, yo con el mismo deseo y agrado de siempre, y ella igual, pero casi pidiéndome perdón por su apatía. -Siguió con su trabajo de administrativa, pasaron unos años, y de pronto, un buen día, la volví a hallar con el genio y la vitalidad de siempre. De inmediato me confesó, ante mi extrañeza, que su venida a arriba se debía que había encontrado a un hombre que tenía todos los condicionantes para hacerla feliz, y además la intención de llevar a cabo esa tarea, por lo que todo ello le había devuelto la alegría de vivir de un modo y manera a los que no renunciaría por nada. Este nuevo galán, con el que mantenía una relación, si no de matrimonio, sí digamos formal, era un poco mayor que ella, de nombre Tomás, soltero, y vecino de la vecina ciudad de Toro, en la que tenía una tienda de ropa. -Yo, dudando que Cupido le hubiese dado con tanta fuerza, procuré aprovechar su cambio de ánimo. Mantenía dentro de mi cabeza los ratos vividos y compartidos con ella, (que lo que no se comparte no deja huella ni nostalgia) y volví a tirarle mis tejos con la personal idea de obtener alguna nueva sinecura, como sería gozar otra vez, y serenamente, tanto de su conversación como de su cuerpo, o sea, de su forma de ser y de sus encantos. Pero ella, con su corrección y amabilidad de siempre, cortó de raíz mis aspiraciones. Me dijo, aunque en realidad ninguno de los dos dábamos demasiado crédito a sus palabras, que quizás su relación anterior se había destrozado por la infidelidad. La de ella, conmigo, y en dos o tres ocasiones. La de Marcelo, con su nueva pareja, y con varias más, según supo posteriormente. No es que no sienta por ti lo mismo que he sentido antes, me comentó, pero me he impuesto esa limitación, y, de momento, quiero cumplirla. Más tarde, ya veremos. -Y en esas andamos. Cuando coincidimos, en la biblioteca, en el cine, o en otro lugar, a ambos se nos alegran las pajarillas, y a ambos nos parece corto el tiempo que pasamos juntos. Hemos hablado de tomar café de vez en cuando, pero sabemos que no puede ser. Si lo hiciésemos en cualquier bar, al poco seríamos la comidilla de Zamora, e incluso a Tomás no le agradaría, como es natural. En su casa no podemos hacerlo, como imaginas, y en la mía no nos atrevemos, porque yo no me veo con fuerzas suficientes para, estando a solas con ella, portarme como un caballero, cosa que haría con cualquier otra, y no intentar conseguir algo más que palabras y zalemas. Y ella, aunque se ve con fortaleza para denegar cualquier súplica al respecto, piensa que quien quita la ocasión quita el peligro, que al fin y a la postre la carne es débil, y pudiese acabar cayendo en una tentación que, aunque la niega, la desea en el fondo. -Así que mi mayor ilusión se halla inserta en una latebra, eso sí, manteniendo constantemente, como mi ancla de la esperanza, el que algún día vuelva a poder estar un rato con ella, y dialogar, y soñar, y… Abril de 2013 Ramón Serrano G.