jueves, 8 de enero de 2009

La homilia

La homilía
Ramón Serrano G.

Quisiera, ante todo, dar otra vez mi más sincero agradecimiento a aquellas personas que de vez en cuando tienen la amabilidad de exponerme sus críticas sobre alguno de mis escritos, aunque he de decir también (que uno tiene su corazoncito) que igualmente me suele llegar alguna loa. Pero no vengo aquí al autobombo, y por tanto es a aquellas, a las reprobaciones, a las que quiero referirme. Vayamos a ello.
Partiendo de la base de que el primer lector de mis artículos y, desde luego, el más exigente para con ellos soy yo mismo, he de decir que admito gustosamente esas consideraciones que se me hacen acerca de lo que debiera haber puesto en vez de lo que dije. Sé, positivamente, que se me hacen con la mejor intención y la mayoría de las veces con justicia. Faltaría más que yo no lo entendiera así y cometiera la arrufadía de pensar que son los lectores siempre los equivocados. No, no podrían serlo. Pero es que además, manifiesto agradecido que sus análisis me son muy útiles por varios motivos: en primer lugar porque menguan mi ego, me enseñan, y además me sirven de estímulo para tratar de no volver a cometer errores.
Como pueden suponer hay opiniones de todas clases, es natural, pero el otro día me transmitieron una que llamó poderosamente mi atención. Alguien me dijo que muchos de mis textos son como una homilía, y que además no se corresponden las afirmaciones o los consejos expresados en algunos de ellos con mis hechos cotidianos. O sea que a veces no predico con el ejemplo. Aquello de haz lo que yo te diga pero no lo que yo haga. Lo acepté como siempre y lo agradecí. Lo hice, porque creo sinceramente que es el comportamiento obligado que se debe tener ante quien se toma la molestia de leerme y luego añade a eso la desagradable tarea de decirte que lo que has hecho no es totalmente adecuado. Más tarde, ya a solas, en la intimidad de mi cuarto de trabajo, empecé a analizar la verosimilitud del juicio apuntado, cosa que suelo hacer siempre. Y tras detenido estudio, llegué a la conclusión de que esta vez mi “oponente” no estaba acertado en su veredicto, tanto en llamar a mis consejos conciones, como el de recriminarme que no fuese yo el primero en seguirlos. Paso ahora a explicar, con la mayor humildad, el porqué de estas creencias.
Empezaré por la segunda diciendo que sé perfectamente que no siempre cumplo con la norma, pero tampoco soy un demonio. Además, aquel que da una recomendación no tiene por qué seguirla constantemente. Por muchos motivos. Simplemente porque sepa el modo mas no el cómo, o porque, quizás y sencillamente, no tenga la fuerza de voluntad para hacerlo. Así, el comentarista de una corrida de toros o de un partido de fútbol dice, con fundamento, cómo se da una verónica o se tira un penalty, pero eso no indica que él sepa efectuarlo. Todos conocemos a algún médico que aconseja no fumar, pero él se echa un pitillito. Además ocurre que los actos de una persona son observados por muy pocos, y siempre en el momento de ejecutarlos, por lo que su difusión debe ser mínima, mientras que los escritos suelen llegar a muchos rincones y leerse en muchos momentos, por lo que su influencia es mayor, comprensiblemente. Permítaseme la osadía de este ejemplo: la vida de Cervantes es sabida por sus estudiosos y poco más, mientras que son millones los que han conocido y bien a D. Quijote.
En cuanto a la primera observación, debo manifestar que, al escribirlos, no es mi intención que se tomen como tal, o sea, como sermones moralizantes, que no pertenezco a la Orden de Predicadores, ni tengo preparación para ello. Tampoco soy, aunque bien lo quisiera, un Fernández de Andrada para escribir otra Epístola moral a Fabio. A lo sumo es posible que me lance a escribir esas cosas debido a la experiencia que me dan mi poco conocimiento y mis muchos años, pero, repito, que no trato en ningún momento de adoctrinar a nadie, sino en decir a quien quiera leerme lo que estimo que puede ser beneficioso. Y lo hago sabiendo que mi pobre obra es como la de aquel que manda un mensaje en una botella; como la emisión a las ondas del radioaficionado; como la creación de una página de Internet. Que no se sabe nunca ni quién lo va recibir, ni qué uso hará de ello. Pero uno es así de iluso y piensa que para tratar de lograr la imposible misión de aminorar las actuales costumbres que imperan hoy en día de crispación, violencia, latrocinio o desfachatez, y renuncio a enumerar otras muchas de la misma índole, pudiera ser que ayudara un algo las humildes palabras que me atrevo a publicar.
Es este, y ningún otro, el motivo que me hace escribir así a veces. No sé, de todos modos, si efectivamente llevo razón yo, o por el contrario, está más acertado mi crítico amigo. Pero eso importa poco. No se trata de saber si hay vencedor o vencido. De todas formas, y como creo que con mi actitud no ofendo a nadie, seguiré defendiendo lo importante que es aconsejar bien, ya que las palabras aleccionadoras son como el aire, que vuelan, llegan a todos los rincones y son beneficiosas para vivir.

Enero 2009

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 9 de enero de 2009