viernes, 29 de julio de 2016

Mujer fatal

Hay calificativos que mi cabeza (reconozco que ya está un tanto destartalada y demodé), no quiere admitir y que rechaza de un modo impenitente por más que la fuerce a aceptarlos. Y es que, al igual que emergen los fantasmas en la oscuridad de la noche con su silueta oscura y tenebrosa, así aparecen en mi mente unos cotejos, anterior e indebidamente concebidos por alguien indigno, que por fortuna y de inmediato, y siempre de esa manera, son repudiados tan pronto como aparecen en mi mente. Hay muchos, pero uno de esos inaceptables motejamientos, y al que voy a referirme hoy, es el de mujer fatal. La femme fatale francesa, que galo es el origen de esta acepción que luego se haría universal, aunque en español se le dio en llamar vampiresa, vino a ser, o así siempre fue descrita, aquella “villana” que utilizaba la sexualidad, que en ella parecía ser habitualmente insaciable, para enloquecer y atrapar a algún desventurado héroe. Hoy las referencias a la citada expresión se destinan a la fémina que anda a caballo entre la maldad y la bondad, sin escrúpulos de ningún género, y que de continuo está tratando de imponer su voluntad y obtener pingües beneficios. Ellas han aparecido muchísimo en todos los países y en todos los momentos, y de ellas se han ocupado prolijamente la música, la literatura o el cine. Como ejemplos, que los hay a montón, podríamos traer a colación a Ishtar, Lilith, Salomé, Circe, Medea, Cleopatra, Mesalina, Agripina, Morgana o Leonor de Aquitania, en remotos tiempos, y como más recientes, a las actrices Rita Hayworth, Sharon Stone, o a las maravillosas Marlene Dietrich y Lauren Bacall. Y, por otra parte, no quiero pasar por alto la muy agradable comedia humorística de nuestro Jardiel Poncela, titulada precisamente: “Usted tiene ojos de mujer fatal”. Cerciórese de todo esto y por su propio ojo el curioso lector y comprobará la verdad de lo que afirmo. Pero permítaseme que me detenga en analizar un poco la expresión que nos ocupa. De ella dice el D.R.A.E. que es mujer fatal aquella que ejerce sobre los hombres una atracción irresistible que puede llegar a acarrearles un final desgraciado. Esta definición está bastante bien, muy bien incluso, pero indudablemente es incompleta, pues se queda muy corta, ya que no da explicación alguna sobre los avatares de tan trascendente relación de pareja y, sobre todo, las motivaciones que pueden impeler a los protagonistas a obrar de una determinada manera. El caso empieza habitualmente porque un individuo del género masculino percibe la existencia de una persona del sexo femenino que, entre otras cosas, es subyugante, seductora, retrechera, adorable, arrebatadora y así mil epítetos más, por lo cual el pobre hombre se siente irremisiblemente atraído por esa señora. Analicemos ahora la actuación de la una y del otro. El uno, que se encuentra de improviso ante un tesoro colosal, inimaginable, y ve que hay posibilidades de hacerse con él y disfrutarlo, obnubilados sus sentidos, se siente arrastrado por una fuerza irresistible que a lo único que le capacita es a conseguirla (en todas las acepciones que pueda tener el verbo), y no piensa, ni se ocupa en otra cosa, que no sea la de alcanzar la inalcanzable maravilla que tiene a su alcance. La otra, que a más de su exquisita belleza corporal, está adornada con una generosidad sin límites, no le importa gastar el agua de su pozo, o la fruta de su árbol, y se dispone de inmediato a calmar las necesidades físicas (y quién sabe si las espirituales), del pobre necesitado que anda marrulleando junto a ella, haciéndolo con el fin primordial de otorgarle una felicidad de la que es carente y que, a todas luces, necesita. Así, sin más aditamentos. Si luego, a posteriori, ella se ve recompensada por alguna prebenda, renta o canonjía, habrá que reconocer que bien se lo tenía ganado con sus muchos desvelos y sacrificios. De cualquier modo, debo puntualizar que todas las historias contadas a este respecto, han sido siempre escritas o narradas por ajenos, pero nunca por el sujeto, por el actor protagonista, el cual, o no habló, o si lo hizo, no fue precisamente para emitir quejas, que en cualquier caso nunca serían plañidos sino quejumbres, ya que más bien, y por el contrario, siempre exclamó satisfacciones y complacencias. Visto lo cual, no me queda otro remedio que pensar que fue algún misógino perverso quien, con un mal hacer desorbitado, denominó con tan desafortunado calificativo a algunas mujeres, las cuales, y por el contrario, son merecedoras de un aplauso y un reconocimiento generalizado. Pensando entonces que las cosas se han producido siempre de este modo, cuando, en realidad deberían haber sido dictaminadas de diferente forma, me digo que puede que alguna mujer fuese fatal, pero las más serían deliciosamente dulces y encantadoras, pues doy en recordar el dicho aquél de: “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”. Ramón Serrano G. Julio 2016

jueves, 28 de julio de 2016

Decepción y comprensión

Aunque el DRAE define a la decepción como el pesar causado por un desengaño, y a este como el conocimiento de la verdad con que se sale del engaño en que se estaba, quisiera exponer que yo, normalmente, califico de decepción al estado en que uno se encuentra cuando, habiéndose elegido algo más o menos cuidadosamente, este algo no responde a las expectativas que se tenían puestas en él. Al conseguirlo, o al llegar a cierto estado, alguna cosa ha fallado en cuanto a la calidad o la cantidad de la esencia de lo apetecido, o por lo que se ha trabajado menos o más, pero cuidadosa y afanadamente. Pero para que esto se dé, en todas las ocasiones se ha debido ser agente activo en el desarrollo y en el resultado de la empresa en cuestión, ya que, y sin embargo, puede uno hallarse ante una situación que no ha sido buscada, o los hechos realizados no tenían que desembocar probable o necesariamente en ella, bien porque no eran de una entidad lógica, o bien, y ¿por qué no?, debido a una falta de cálculo del sujeto causante. El caso es que ello ha concluido en un estadio que no había sido previsto convenientemente, ni con mucho, pero que está ahí latente, con un condicionamiento y dimensiones que le conceden enorme importancia. Entonces, si estamos ante una gravosa situación, pero no la hemos buscado, ni somos el agente que ha actuado conscientemente para su logro, podremos estar con disgusto, contrariados o con desencanto ante ella, pero nunca decepcionados, ya que no hemos tratado ni intervenido en el alcance y el advenimiento de esa realidad. Pero al aparecer este término, realidad, sí que debemos comprobar nuestro comportamiento ante la tesitura en la que nos hallamos. Es esta una situación desagradable, altamente enojosa, que nos ha llegado incluso sin merecerlo, y, desde luego, sin buscarla, y ante la que tenemos que reaccionar de la mejor manera posible. Lo más normal, aunque estaría mejor dicho lo que hace, o hacemos, la mayoría, es que actuemos con ira, con rabia interior, pero quejándonos profunda y públicamente de nuestra mala suerte y pidiendo compasión a tirios y a troyanos. Es curioso, pero eso de emitir ayes lastimeros es una fácil actividad humana, que lleva innata, pese a que es un absurdo, puesto que nada se gana con ello, salvo una cierta satisfacción anímica. Es, digamos, una especie de pasatiempo al que acuden mucho los que no tienen capacidad de obrar, por impotencia o por abulia, y buscan la misericordia de los demás, tanto para esa desgracia como para otras que tengan. Sin embargo, lo más correcto, en ese concreto instante, sería una amplia comprensión de la situación sobrevenida y un estudio profundo de su causa con el fin de evitar una repetición posterior. Y hecho esto, deberíamos tener una apertura mental muy amplia para, admitiendo que los seres humanos estamos expuestos a infinidad de infortunios y desgracias, y de todo tipo y condición, y comprender que a nosotros nos puede tocar la china igual que a cualquier otro hijo de vecino. Acudamos a los textos para convencernos. Tanto en el Eclesiástico (3,26), como en el Quijote (cap. 20, 1ª parte) se dice que quien ama el peligro perece en él, pero viendo, entre otras muchas opiniones, el providencialismo, advertimos que los designios de Dios son inescrutables y la sabiduría del hombre limitada para comprenderlos (Romanos 11, 33). Estamos hartos de saber que en la vida, sin saber por qué y en muchas ocasiones sin haber hecho nada para merecerlo, nos afligen desgracias de la más diversa índole y condición. Por ello, tras haber sufrido un descalabro, no nos queda sino ponernos a la obra en una de las siguientes actuaciones, sin que haya pretexto o excusa alguna que las dificulten o las obstaculicen: tanto la aceptación de lo sucedido como un hecho común, según queda explicado, como, además, un completo ejercicio físico, pero sobre todo mental, para salir del estado abúlico, de mayor o menor intensidad, en que lógicamente nos hallaremos tras haber sufrido el percance causante de nuestro “infortunio”. Así pues, he de finalizar reiterando lo ya referido: si algo importante nos tiene sucedido que sea altamente desagradable, o peor aún, un algo que afecte seria y profundamente nuestro modo de vivir, acojámonos de inmediato al “ajo”, al “agua” y a la “resina”, elementos que tienen demostradísima su eficacia y buen resultado, pero no nos contentemos tan sólo con ellos, sino que pongamos a trabajar al cuerpo, también a nuestra mente, y ¿cómo no? practiquemos con afán el sursum corda con el que se nos exhorta en el prefacio de la misa latina. El pesar y el daño padecido no podrán desaparecer jamás, pero nuestra vida llegará a rayar de nuevo en lo normal y volverá a ser plácidamente llevadera. Claro que todas estas explicaciones son la más pura teoría. Llevarla luego a la práctica es cosa bien distinta. Ramón Serrano G. Junio 2016 Decepción: deseo y realidad. Comprensión: apertura mental y aceptación.

miércoles, 27 de julio de 2016

Racismo

“Vivir en cualquier parte del mundo y estar contra la igualdad por motivo de raza, es como vivir en Alaska y estar contra la nieve”.- William Faulkner. La verdad es que resulta tremendamente difícil encontrar un tema para un artículo que no esté ya trillado hasta la saciedad, y más si ocurre, como en el caso de hoy, que quiero hablar de una de las muchas taras, incorrecciones y malas costumbres que suelen tener los seres humanos. De entre el sinfín de ellas no hay ninguna que sea justificable, aunque esto pueda deberse en gran manera a quién sea el juez que dictamine su gravedad. Pero he de decir que yo sería severísimo en el caso de tener que dar mi opinión sobre aquellos que son racistas. Que, a mi entender, es esto, el racismo, una de las peores lacras que padecen los seres humanos. Porque me parece digno de execración que alguien se sienta superior y rechace a otras personas, a las que considera inferiores, no por sus actos o comportamientos sino por su raza o el color de su piel. Que defiendan la supuesta superioridad de la raza blanca, o cualquier otra, sobre las demás y sientan la necesidad de mantenerla aislada de las que sean como las que ellas prefieren. Esas gentes y sus adeptos padecen sin duda una exacerbación por la que discriminan, persiguen e incluso asesinan (multitud de casos se han dado de ello), a quienes no pertenecen a una determinada etnia o tienen su piel de color y, sobre todo, si esta es negra. Citaré, tan sólo eso, los diversos tipos de racismo que hay, o ha habido, a lo largo de la historia y en toda la geografía mundial. Así, puedo decir que se han dado por discapacidad, creencias, estatus u orientación sexual. De carácter biológico (las razas), cultural, sexual e incluso infantil. Pseudo-científicas, colonialistas o filosóficas, citando entre estos a Arthur de Gonineau y su célebre Ensayo, y sin querer pasar de apostillar que también se da el racismo en muchos lugares entre los negros, u otras razas, hacia los blancos. Podríamos poner ejemplos de mil clases de la desafortunada existencia de esta irracionalidad, ya que se ha venido cometiendo en multitud de lugares y en todos los tiempos. Sin embargo, y como más representativos y graves de entre ellos, citaré al Ku Klux Klan norteamericano y su odio hacia los negros, o al nazismo (palabra que proviene de la contracción de la voz alemana nationalsozialismus), aquél fanatismo hitleriano perseguidor, hasta unos límites insospechados, del exterminio de la naturaleza judía. Y nombrar, aun cuando sólo sea de pasada a los gitanos, cuyo racismo, siendo importante, no alcanza a los anteriores. Es que, de verdad, no lo comprendo. No lo puedo entender. Admito, y es mucho admitir, que la gente cometa mil barbaridades en contra de la sociedad e incluso de ella misma. Disparates de mayor o menor calibre, drogas, trabajos de sospechosa moralidad, incultura, … pero a qué seguir poniendo ejemplos archisabidos por todos. Mas lo que no he llegado nunca a imaginar es que alguien sea rechazado ignominiosamente porque los melanocitos se hallan arraigados de una manera más intensa en su epidermis, o porque profesen una fe y unas creencias diferentes a los de la sociedad ambiental. Que alguien le dé toda la importancia a la portada del libro y ninguna al argumento o la manera de expresarse el autor. No conozco ningún caso en el que un padre haya rechazado al novio de su hija porque este midiera menos de 1,60 cms, tuviese la nariz mucho más larga o corta de lo normal, o padeciese una renquera deformante. Sí a quienes lo hicieron, pero no de una manera radical y definitiva, porque no tuviese la novia (o el novio), una economía suficiente o una posición social o laboral determinada. Sin embargo, sabemos de muchos (quizás la mayoría de los que están leyendo estas líneas), que nunca admitirían la incorporación a su seno familiar de un negro. ¡Qué vergüenza tener un negro en mi casa! ¡Qué dirían los vecinos! Recuerdo que hace bastantes años, comentando este asunto con una persona haciéndole ver mi oposición al racismo y diciéndole que a mí no me hubiese importado en absoluto que alguno de mis hijos maridase con una persona de color, me dijo: - Quizás no pensarías igual si algún día tuvieses un nieto negro y vieras cómo lo rechazaban en el colegio todos o la mayoría de sus compañeros. Tuve que callarme. Debo reconocer, y lo hago muy complacido, que, afortunadamente, muy afortunadamente, por la llegada a nuestro país de gentes de muchas nacionalidades –africanos, chinos, sudamericanos, etc.- ya vemos en nuestras calles y en nuestras escuelas cómo los niños no blancos comparten, conviven, dialogan y juegan tranquila y llanamente con los de aquí. Muchísimo se ha avanzado en ese aspecto, aunque bien pudiera ser que más en la apariencia que en el fondo. Pero tengamos fe. Permítaseme por último recordar al lector aquella maravillosa película de Stanley Kramer, Adivina quién viene esta noche, protagonizada por Spencer Tracy, Sidney Poitier y Katherine Hepburn, en las que se dan unas magníficas reflexiones sobre los absurdos tabúes de la pigmentación de la piel, su condicionamiento en la conducta del individuo y su admisión en las familias y en la sociedad. Ramón Serrano G. Julio 2016