lunes, 28 de enero de 2008

Conducir y ver

Conducir y conducirse
Ramón Serrano G.

No hace mucho que un amigo me invitó a hacer un viaje con él. Acepté de inmediato,- que hay pocas cosas de este mundo que me sean más gratas que su compañía -, por lo que en su coche nos fuimos hacia sus tierras natales, al volante él y yo tan sólo de miranda; la ruta por la que pasábamos la teníamos muy caminada, que la habríamos recorrido más de cien veces y casi siempre siendo siempre yo el que guiaba. Pero al ir entonces de acompañante, a lo largo del camino descubrí, extrañado, paisajes que me parecía no haber visto nunca. Pensé, sin embargo, que mi “desconocimiento” de esas zonas era lógico puesto que el conductor constantemente, o casi, va atento a la carretera y no puede distraerse en panoramas. También se debía a que, como digo, yo iba en esta vectación como pasajero en la parte exterior de la calzada, mientras que el conductor va siempre en el centro de la misma, con lo que, consecuentemente, la perspectiva es distinta, y bastante, aunque no lo parezca. Y no sé por qué, en ese instante pensé en el matrimonio. Tal vez, porque también en él son dos los caminantes que se aúnan para iniciar y tratar de concluir una ruta; porque juntos afrontan dificultades y cansancios; porque ambos se preocupan de llegar con bien al destino marcado, que no es otro que un final más o menos feliz de sus vidas. Y al hacerlo caí en como este, el casamiento, se divide principalmente en dos grandes grupos: aquellos en los que conducen los dos cónyuges y aquellos en los que lo realiza solamente uno de ellos, haciendo hincapié en que conducir no es sólo manejar el volante y el cambio, el embrague y el freno, sino, además, tener siempre el coche a punto de gasolina, revisiones, aceites, documentos, etc.
¿ Y a qué me estoy refiriendo entonces con esto de la conducción compartida?. Pues a algo que se decía por el ordenante en la anterior ceremonia católica del matrimonio: “Compañera te doy y no sierva”, y que a mí entender está muy mal dicho, hasta el punto de que hoy ya está rectificado. Se basaba esta afirmación, como puede observarse, en condiciones de vida excesivamente pretéritas, ya que iba dirigida en exclusiva al cónyuge masculino y hoy, metidos de lleno en el siglo XXI, tendría que haberse ampliado a ambos esposos y cambiarla, por ejemplo, por un: “compañeros mutuos debéis ser y no siervos uno del otro”.
Y demos gracias porque en la actualidad se están transformando bastantes costumbres sociales y afortunadamente algunas de ellas para bien. Nadie se dé por aludido y ninguno piense que expreso en este escrito experiencias personales, amistosas o vecinales, que mi pensamiento es general y sálvese quien pueda. Hoy en día los cónyuges hacen cosas que, no tan lejos, en la primera mitad del pasado siglo serían impensables.¿ Qué dirían en bares, casinos o demás centros sociales, del hombre que fregase los platos o cambiara de pañales a los bebés? ¿ Y qué mujer, que se sintiera “digna”, abandonaría a sus hijos menores de dos años en una guardería, para acudir a trabajar todo el día, ¡ y además entre hombres!?. Porque todos hemos de reconocer que la frase litúrgica mencionada tenía su origen en que el trato que en el matrimonio el hombre daba comúnmente a la mujer no era precisamente de igualdad, ya que ella era casi siempre el chofer que conducía, reparaba, tenía a punto, limpiaba, etc., el automóvil, mientras que él era el pasajero que iba bien apoltronado en los confortables asientos traseros. Él casi siempre, y muy pocas veces ella, se consideraban seres superiores, porque el uno solía traer a casa el dinero necesario para vivir y mantener la familia, y en otras ocasiones porque la otra era la propietaria de una amplia hacienda. Es decir, que en las más de las veces el aporte o el poderío económico inclinaba la balanza en beneficio del viaje descansado de uno u otro cónyuge.
Y es que no hay que dramatizar en demasía, ni retroceder como digo a tiempos muy pretéritos, para contemplar como en el desarrollo diario de la vida marital, la mujer, en la mayoría de los casos, siempre llevaba la peor parte. Y lo más grave es que esto de que el hombre se autoconsiderase superior, se hacía por mor de la costumbre y de una enseñanza tanto social como familiar, que pregonaba eso de que la mujer la pata quebrada y en casa, o aquello de que a la mujer pan y palos, y todos lo demás eran caprichos. Y al hacer esta alusión, que por supuesto no es exagerada ni anecdótica, no quiero dejar de resaltar, aunque sólo sea muy brevemente, una, llamémosle incongruencia, y es que pese a que en esas épocas había entre los cónyuges más distancia, o más separación ante la sociedad, reinaba sin embargo entre ellos, afortunadamente, un enorme cariño derivado de la educación, el respeto y la consideración a la integridad física y moral del otro.
¿Por qué hago esta última aseveración? Pues porque ahora que estamos en los inicios de otro siglo, está muy claro que se producen normalmente dos situaciones completamente antagónicas. La primera de ellas es que un sinfín de matrimonios actuales son esposos que colaboran mutuamente en el buen desarrollo de la sociedad conyugal. Colaborar, que como todos ustedes saben es coadyuvar, contribuir con el propio trabajo a la consecución de algo; es decir, hacer las cosas en común, pero no unos unas tareas y otros otras como antiguamente. En la actualidad, porque indudablemente hay una mayor educación de todo tipo, son muy pocos aquellos cónyuges que en su parcela familiar escurren el bulto y se escaquean para no realizar alguno o varios trabajos domésticos. Si el maridar es en sí un contrato entre dos personas para unir sus vidas, el maridaje debe hacerse, como por otra parte es natural y lógico, con una constante ayuda y colaboración.
Pero, sin embargo, y pese a esa educación familia y social que ya va dicha, se producen demasiado habitualmente dentro de los matrimonios contemporáneos dos situaciones verdaderamente tristes. Me estoy refiriendo en primer lugar al divorcio, separación, etc., y después a los malos tratos que uno de los cónyuges aplica al otro. Ambas destruyen a la pareja, pero mientras que en la primera hay veces que el distanciamiento se hace, si no amistosamente, al menos sin odio, en la segunda siempre hay una actitud lacerante, completamente absurda y cruel, que habla muy a las claras del espíritu irracional e inhumano de quien sigue esa conducta. ¡ Qué dolor da ver qué extendida está esta lacra!. Pero es que en el matrimonio, como en la vida, como en la carretera, hay que saber conducir y conducirse.
Diciembre 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de diciembre de 2004

No hay comentarios: