sábado, 2 de febrero de 2008

La compra

La compra
Ramón Serrano G

Muchas veces, a través de la ventana, descargan sobre mi sillón de lectura unas inmensas nubes preñadas de recuerdos, y son ellas las que inspiran algunos de estos pobres relatos que les transcribo. Dejan en mi derredor un clima propicio para que la mente evoque tiempos en los que yo era niño o joven, a lo sumo mozo. Años en los que todo aquello que sucedía era bueno, o al menos, poco o casi nada ocurría de lo que ahora se nos aparece como malo. Años en los que las ilusiones se cumplían, o parecía que iban a realizarse. El último de estos recuerdos me lo vino a proporcionar la hindú Carolyn Slaughter, cuando en su magnífica novela “Un inglés de piel oscura”, dice algo así como que todas las mujeres del mundo lo que saben hacer mejor que nadie es comprar.
En ese momento, el alma, deseosa siempre, como antes queda dicho, a retrotraerse a lejanas épocas, vino a rememorar la de mi niñez, allá en la desapacible y fastidiosa posguerra española. Un tiempo en el que sobraban malos recuerdos y penurias, y en el que la escasez de todo tipo se había enseñoreado de nuestro país. Faltaban mercancías y faltaba, más aún, numerario, por lo que salir de tiendas era todo un acontecimiento. Así que me acuerdo de que entonces iba siempre con mi madre a comprar, primero porque ella no tenía con quien dejarme, y luego, porque me distrajera con la tournée. Entraba yo en los establecimientos expectante, como todos los chiquillos, asombrándome ante lo que se podía ver en sus estanterías, entonces poco llenas o, mejor dicho, casi desiertas.
He de decir, que de continuo me extrañó ver cómo en los comercios casi nunca había clientes y sí clientas, mientras que en el mercado municipal de abastos ocurría todo lo contrario, ya que allí predominaban los compradores masculinos. Supe luego que era esta última una costumbre poco extendida en otros lugares, pero que se daba con frecuencia en Tomillares. Sería, digo yo, por el mayor costo de la compra y por lo pesado de su carga, puesto que se solía hacer para la semana, bien para el consumo doméstico o para la ida al campo a desarrollar las faenas agrícolas.
Pero, como apuntaba, a las tiendas de ultramarinos (ultramarino; ¡qué palabra tan bonita y tan sugerente!) y a otras lonjas eran las parroquianas quienes acudían casi en exclusividad. En ellas, las mujeres hablaban mucho y gastaban poco. Y el parloteo no era sólo regateando, que eso se daba por seguro, sino imitando a lo que los hombres solían hacer en barberías y guarnicionerías, y que era, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, hablar de dos cosas: de lo divino y de lo humano. Hay que decir, en descargo de los pobres, que eso era lo natural. Pocos tenían radio, televisión nadie, y la prensa llegaba a escasos hogares.
Y como a la mayoría de las féminas poco les importaba lo que pudiera suceder unas leguas más allá de las eras de su pueblo, su cháchara venía a ser, a más de una salutación o algún ligero cotilleo, muy inquisidora de la calidad y precio de los productos a través, no ya sólo del dependiente, sino de la vecina, amiga o familiar con la que habían coincidido en el bazar de turno. Preguntaban, volvían a preguntar, preguntaban de nuevo, y en este caso, tantas vueltas y revueltas, tantas idas y venidas, sí puedo decirle amigo, que les eran de enorme utilidad. -“¿Y dices que esto es bueno?- ¿Y no será mejor aquello?-Si esto parece que está como raído”.- Una y cien cantinelas queriendo quitarle calidad al producto en vías de adquisición, para ver si diciendo que era malo costaba menos
Sí, gastaban poco, lo mínimo posible. Pero casi siempre por una razón fundamental: porque era poco, muy poco, lo que tenían. En la casa sólo entraba el dinero del sueldo del marido, y que casi siempre era exiguo. Ellas no tenían por aquellos entonces faenas remuneradas. Únicamente las domésticas, grandes y agotadoras por otra parte, y los hijos, que casi siempre había varios, o iban a la escuela, o estaban de aprendices en algún taller. Y en estos los educandos, mientras tuviesen esa categoría laboral, recibían siempre la misma paga: toda el agua que se pudiesen beber y aguantar todos los capones que les pudieran dar.
Es así que no había otro remedio que estirar cuanto fuese posible la escueta ganancia marital, para poder atender a las muchas necesidades familiares. No conocían las pobres, ni de oídas. a Adam Smith o a J. Maynard Keynes, pero sabían de economía tanto o más que ellos. Una economía sencilla, sí, pero tremendamente útil, y sobre todo eficaz. Veamos dos campos fundamentales. Del suministro alimenticio se encargaba el marido, como ya va dicho. Pero de la administración y el consumo lo hacían ellas, y en verdad que lo hacían a conciencia. La base de su pirámide nutricional, o sea la manduca de diario, consistía rutinariamente en gachas, migas, legumbres y caldillos de patatas. Carne poca, pescado escaso o ninguno, pero eso sí, fruta variada: los higos que les regalaba su cuñada, y melones y uvas en su tiempo.
Mas de lo que se podría escribir una enciclopedia, era de su increíble regencia y gestión del hogar, sobre todo en tejidos y ropas. Tan sólo unos apuntes. El mantel, de hule, que aguantaba mucho y se limpiaba pronto. Las sábanas, no de Holanda precisamente, sino de estopilla morena, o sea, de aquella parte más fina de la estopa de lino o de cáñamo, tejido este que los lonjistas ofrecían como “el pan del pobre”, y a las que por su duración podríamos calificar como de las diez mil y una noches, y que, con tanto uso y tanto lavado, a su final estaban blancas y trasparentes como una gasa. En cuanto a la poca ropa de vestir disponible, haré referencia a los jerséis, siempre tricotados a mano y siempre de colores pardos y sufridos. A los trajes vueltos, para arrancarles una segunda vida. A los calcetines y medias zurcidos una y cien veces. Y a los pantalones remendados (véase al respecto el magnífico cuadro de Antonio López Torres “Niños jugando a las bolas”)
Podría seguir con una enumeración prolija de otros muchos malabarismos dinerarios que aquellas mujeres tenían que hacer hasta que arrancaban del almanaque la última hoja del mes. Pero resumiendo diré que en aquellas casas se mantenía un modo de vida completamente dominado por dos verbos y dos adverbios: se aprovechaba todo y no se tiraba nada.
Sin embargo, creo que aún no he resaltado la mayor virtud, o quizás estuviese mejor dicho el verdadero milagro económico, que aquellas mujeres llevaban a cabo diariamente. Cuando cogían los pocos dineros que llegaban a su poder, los estiraban y estiraban como si fuesen de goma, hasta conseguir que en la casa no faltase cosa alguna y que si de algo no había, se tuviese la alegre resignación de que no importase esa carencia. Pero es que a más de tener al personal limpio y casi bien alimentado, o al menos carente de hambre, tenían las agallas y el saber suficientes para ahorrar.
Sí, sí. Han leído bien. He escrito ahorrar. ¡Ah! ¿que muchos de ustedes no saben lo que es ahorrar, porque es algo que está en completo desuso desde hace bastantes años? Bueno, pues se lo explico gustoso. Era ir guardando algún dinerillo de donde no había. Lo conseguían al privarse a sí mismas de una tajada de tocino. Ayudando a la vecina a enjalbegar para que luego ella les regalara una escoba de cerrillo. Encendiendo la lumbre una hora después de lo habitual para gastar un par de cepas menos. Con ello, y con algún que otro sacrificio más, guardaban en el mayor de los secretos hoy un poco, mañana nada, pasado tal vez algo, y así conseguían, céntimo a céntimo, real a real, tener un fondo con el que poder permitirse el lujo de que la familia comiera pollo en la pascua, que el chico estrenase una camisa nueva el domingo de Ramos, o que al abuelo no le faltase su cajetilla de picadura. Y aunque cueste creerlo, aún las había tan conseguidoras que lograban alcanzar un capitalillo para, al cabo de los años, poder comprar un piquejo de viña, o que la dote de la chica fuese igualita a la que llevó su prima Remigia.
Pregunten, pregunten a los que hoy superan los sesenta y verán cómo les corroboran cuanto aquí les he dejado dicho. Habrá, sin duda, némine discrepante en que aquellas mujeres fueron unos seres extraordinarios, poseedoras de muchas virtudes, realizadoras de muchos prodigios y alcanzadoras de muchos, aunque callados, triunfos. Por eso vengo a afirmar aquí y ahora, que en contra de la autora india citada al principio, creo que la mujer sí sabe comprar estupendamente, pero también sabe hacer de forma extraordinaria otra gran cantidad de cosas muy importantes. Y esto debe decirse.
Diciembre 2007
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de diciembre de 2007

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