sábado, 2 de febrero de 2008

Jesús

Jesús
Ramón Serrano G.

“Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo…”. M. Hernández

Suele haber momentos en la vida de los seres humanos en los que estos darían cualquier cosa por no tener que hacer aquello a lo que se ven obligados por las más diversas circunstancias. Son instantes sumamente desagradables, pero que hay que afrontar con entereza y llevarlos a cabo cueste lo que cueste, y es mucho lo que cuesta, y haciendo eso que se ha dado en decir hacer de tripas corazón.
Eso me ocurre hoy. Yo, que disfruto enormemente escribiendo, daría cualquier cosa por no tener que hacerlo ahora, pues me hallo ante una circunstancia de esas a las que antes me refería. En un trance en el que la mente se opone rotundamente a aceptar que es irremediable lo ya sucedido. En el que se sufre hasta romperse las entrañas. En el que el alma del sentimiento rechaza la obediencia debida a lo que el alma de la obligación le impone. Pero sé que he de llevarlo a cabo, aunque el dolor me entumezca las manos, me anieble la vista y me aturda las ideas.
Escribo, Jesús, para decirme a mí mismo y a quien quiera leerme, que te fuiste de entre nosotros. ¡Ojala no lo tuviese que haber hecho nunca! Hace ya tanto tiempo que pasó, que no puedo olvidarlo. Es tan reciente, que no se me va de la cabeza. Sigo maldiciendo ese 7 de octubre, ya no sé, te digo, si hace mucho tiempo o fue ayer mismo, pero que se me quedará grabado lo mismo que tenía siempre presente cada 21 de mayo. Era domingo, y me llamó a mediodía nuestro amigo Julio para decirme que habías fallecido. Que se te había ido la vida de un modo fulminante en una de esas calles de tu querida Sevilla. Que nos habían desvalijado impunemente al llevarse a quien queríamos tanto.
No es mi intención hacerte un panegírico que, aunque muy justo y merecido, sé muy bien que tú no lo querrías, y que sería, por otra parte, innecesario, puesto que todo aquél que te conoció, o simplemente tuvo noticias de ti, era buen sabedor de tu valía. De tu forma de ser, modosa y sencilla, de tu extrema laboriosidad y, por encima de todo, de tus extraordinarios conocimientos profesionales. Sabemos muy bien que siempre observaste el juramento que en su día hicieras a Hipócrates, lo que te permitió prosperar en tu vida y en tu brillante carrera de médico. No, no hablaré de ello, ya que sería abundar en lo sabido y porque me consta que a ti, más amigo de la llaneza que del homenaje, creo que no te agradaría.
Pero, porque te conocí bien, que éramos de la misma edad y estuvimos muy unidos desde los cinco años hasta tu marcha, si me lo permites Jesús, sí que quisiera hablar de tus amores. En primer lugar del que tenías a tus pueblos que eran dos, Tomillares y Sevilla. Nunca supe a cual querías más, o si te encontrabas más a gusto cuando estabas en uno o en el otro. Ibas y venías de allí a aquí, o de aquí a allá, y en ambos sitios te encontrabas satisfecho, a gusto, relajado. A los dos adorabas y los dos te correspondían y acogían de buen grado.
Después, y con mayor admiración, me referiré al cariño que tuviste a tu familia. Fuiste en este sentido, como en todos, pero sobre todo en este, un hombre ejemplar y digno de admiración. Las tres mujeres de tu casa paterna te veneraban y tú las querías de igual modo. Luego, al formar tu propio hogar, Dios, el destino, la vida (ni lo sé, ni me importa), te concedió generosamente cuatro dádivas maravillosas. Dos de ellas te proporcionaron alegrías y satisfacciones inmensas. Las otros dos (aunque hay que decir que involuntariamente por su parte), enormes desvelos y sacrificios. Te fue lo mismo. De las cuatro estabas encantado, a las cuatro diste tu cariño por igual y extensamente, y a las cuatro dedicaste tus esfuerzos de la misma manera. Claro que aquí he de decir, es de justicia que lo haga, que en esta ardua tarea familiar tuviste una inmejorable colaboradora, sin la cual no hubieses conseguido los mismos logros.
Entonces hoy vengo obligado a hacer esta elegía, sabiendo que por proceder de mí ha de ser pequeña, pero asegurándote que Miguel Hernández no pasó mayor dolor, ni puso más cariño, cuando hizo aquella bellísima que le dedicó a Sijé. Y lo que quiero con mis palabras es, simplemente eso, pero también, inmensamente eso: lamentar tu absurda e inesperada muerte, consciente, además, de que por muy grande que sea mi pena, el mundo no se detendrá por mí dolor. Tú, por tus amplios conocimientos médicos y humanos sabías muy bien lo que aflige tener que recordar a aquellos a los que quisiste, y mucho, y se marcharon demasiado pronto a ese lugar adonde algún día iremos todos. Yo también lo sé perfectamente, que lo he hecho ya, lacerado y lloroso, en varias ocasiones.
Quiero por ello, Jesús, pedirte dos favores. Sé que me los harás, porque siempre te comportaste así de bien conmigo, o mejor dicho, con todo aquél que se acercó a ti para pedirte algo. Como estoy seguro que ya tendrás, allí donde te encuentres, a alguien que te quiera, ruégale que no me vea nunca más en la necesidad de tener que escribir de algún amigo muerto. Es tanto lo que duele, que prefiero irme yo antes que ellos. Luego, y esto es mucho más importante, y por eso te lo encarezco enormemente, resérvame un lugar junto a ti, para ocuparlo cuando me lleve la infalible. Hazme un sitio a tu lado, que en la otra vida, como en esta, quiero seguir siendo tu amigo.
Noviembre 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 2 de noviembre de 2007

No hay comentarios: