jueves, 7 de octubre de 2010

La dependencia

La dependencia
Ramón Serrano G.

Para Isabel Lozano, que desempeña muy bien su profesión de periodista.

Sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Tal vez unos meses, unos cuantos días, o quizás tan sólo uno, pero aquella noche se sentía feliz. Completamente feliz. Su enfermedad, que le había apartado definitivamente y demasiado pronto de la vida laboral, y que en los últimos tiempos le tenía postrado en aquella cama que ya apenas abandonaba, le había, si no agriado, sí ensombrecido el carácter que en su juventud, no tan lejana, había sido alegre, extrovertido, bullicioso. Por eso, a veces, pocas veces, echaba de menos su antigua vida social. Sí, siempre había gustado de relacionarse con la gente. De compartir problemas y alegrías. De reírse de todo y por todo en el momento oportuno. Pero las cosas se torcieron y en esta vida, se dijo para los adentros, cuando rola el viento y la mar se cubre de enormes borbollones, cada palo debe saber cómo aguantar su vela. Ni le importaba ni le temía a la muerte. Nunca se lo tuvo, y al dolor se había ido acostumbrando ayudado por los calmantes y la paciencia. Pero en esos momentos no se acordaba de su mal ni de la posible inmediatez de la visita inevitable de la calaca. Estaba feliz de tenerla junto a él.
Aquella noche, el tumor que desde hacía tiempo le iba robando horas a sus días le dio por hacerse notar con un dolor mayor que de costumbre, lo cual le impidió conciliarse con el sueño. En esa vigilia oyó unas voces que le eran muy conocidas, pero que sonaban más alzadas que otras veces, aunque a menudo trataban de apagarse. Como pudo, se tiró de la cama y a rastras, como pudo, se acercó a la baranda. Desde allí oiría mejor sin hacerse notar. Y entonces escuchó nítidamente cómo su mujer trataba de negar inútilmente a su hijo los dineros que este le estaba exigiendo otra vez, casi con amenazas, para seguir comprando aquellos polvos asesinos a los que se había habituado en exceso. Estas reuniones y peleas entre ambos, siempre a escondidas y a deshoras, ya las había supuesto desde hacía tiempo. Pero ante la impotencia y la inoperancia a las que le tenía sometido su enfermedad, siempre había callado. También en esa ocasión mantuvo silencio, creyendo que ese obrar sería el mejor.
Cuando acabó la chirinola no volvió al lecho. Quedóse allí en el suelo, rumiando ideas y echándose sus cuentas, hasta que la mujer, llorando su desgracia, subió para acostarse sin sospechar que podría encontrarlo allí tirado. Se extrañó al verlo y empezó a hacer preguntas sin sentido. Él, la calló con comedidas formas, y le rogó que se sentara a su lado para hablar de unos temas sabidos por los dos y nunca comentados, pero que ya no debían seguir quedándose más tiempo adentro de sus almas. Lo hizo y el esposo le dijo lo que sigue:
-Calla, por favor, seré yo quien hable. Como ves, acabo de corroborar lo que sospechaba desde hace algún tiempo, pero sobre nuestro hijo y su enorme problema no voy a pronunciarme. Es mayor de edad, lo que le ocurre se lo ha buscado él solo, no podemos darle solución, y casi tan siquiera prestarle auxilio. Lamentablemente el difícil remedio de esa desgracia, si acaso lo hay, que lo dudo, se nos ha ido de las manos. Esa desventura no hemos podido, o no hemos sabido, atajarla. Permíteme que hable de ti entonces. De la belleza de tu vida. Aunque, quizás no debería hacerlo, pues sólo una palabra, tan sólo una palabra, podría destruirla. Que para admirar la auténtica belleza se precisa silencio.
-Pero diré algo de tu comportamiento. Y podría hacerlo para recriminarte, puesto que creo que llevas mucho tiempo obrando mal, en cierto modo. Desde que en un recodo del vivir tuviste, tuvimos, aquel mal encuentro, has estado trabajando siempre con buena voluntad, aunque no podría haber sido de otro modo, que la maldad eres incapaz de llevarla a cabo. Has creído, torpemente, que tú sola lograrías, poquito a poco, vencer al dragón de siete cabezas que ha devorado a nuestro hijo, lo mismo que a tantos otros como él. Tú querías, pero ni sabías, ni podías hacerlo. Lo logran, y no siempre, quienes se dedican a ello profesionalmente. Y tus buenas intenciones no han conseguido mejorar las consecuencias, como era lógico. Debería haberlo intentado yo, o haberte ayudado al menos, pero mira en que estado me encuentro. De cualquier forma, ese continuo batallar se ha convertido para ti en otra dependencia más.
-Dependencia. No imaginas en cuántas ocasiones pronuncio, sin hablar, esa palabra. Como la estudio una y otra vez, atribuyéndole alternativamente malas y buenas cualidades. Está tan universalizada que nadie puede vivir ya sin el apoyo de alguien, ya sea esta ayuda nimia o enorme. La que tenemos el muchacho y yo de ti, es evidente. Pero la que quiero resaltar, por su importancia, es la que tú tienes de nosotros. Porque has de saber que tú también te hallas en un estado de necesidad física y psíquica que te supedita, que te hace estar bajo nuestra férula. Que hace que tu vida nos la dediques por completo.
-Y así, todas las mañanas, antes de que las claras del día metiéndose por los resquicios de las ventanas inflexiblemente echen del hogar las sombras de la noche, ya se ha despertado ese deseo tuyo de ayudarnos y, con esa propensión tan noble, se extiende por toda la casa un aroma de esperanza. Después, a lo largo de toda la jornada, con el alma colmada de congoja y la cara radiante de alegría en la espera de una felicidad que no llegará nunca, te deleitas cumpliendo a ultranza tus deberes de esposa y enfermera, de ama de casa limpia y ahorrativa, y, sobre todo los de madre, papel este en cuyo desarrollo brillas desde y hasta siempre, aunque en los otros tampoco desmerezcas.
-Luego, por las noches, cuando las estrellas ya se han ido acurrucando cada una en el lugar que le tienen asignado allá en el cielo, tras comprobar que poco o nada te resta por hacer, que todo se halla en estado de revista, te sientas a esperar inútilmente el regreso del hijo que andará por ahí atiborrándose de mierda. Al mucho, resignada de ver que no regresa, te acuestas, y yo, haciéndome el dormido, al poco oigo con cierta satisfacción el chapoteo de tus lágrimas, pues sé que nada consuela tanto como el llorar cuando se quiere vencer a la tristeza.
-Esta noche quiero decirte que soy harto dichoso al ver como es tu comportamiento ante estas adversidades que te tienen aherrojada, pero no triste. Sí, mujer, tú también tienes una muy grande dependencia, que no es otra sino el saber que del amor que nos tienes a tu marido y a tu hijo, tu vida se alimenta y logra pervivir. Bendita seas por ello.

Octubre 2010

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 8 de octubre de 2010