viernes, 8 de abril de 2011

Los duendes

Los duendes
Ramón Serrano G.

-¿Qué te ocurre Golino? Tienes hoy un gesto de tristeza que me preocupa. Espero que sea catafórico y me digas la causa.
-Pues sí, Mirso, llevas razón. He tenido noticia de algo que me ha afligido mucho y sé, que cuando te lo diga, te va a inquietar igualmente.
Eran Mirso y Golino dos pequeños duendes, amarillo el primero y celeste el segundo, que cada noche, tras cumplir puntualmente con su extensa faena, se reunían para charlar un rato antes de que el sol reavivase a los humanos que habitaban la casa en donde ellos ejercían sus benefactoras labores.
Sabido es que los duendes, seres pertenecientes a la raza feérica, son conocidos en todo el mundo, aunque en cada sitio reciban nombres diferentes: están los gremlins, los trasgos, o los lutins, por no citar a otros muchos. Los hemos encontrado en la literatura universal, y así podemos recordar a su principal figura, Lord Oberon, que aparece en Macbeth, o al famoso zapatero de los Hermanos Grimm. Por último, he de aclarar que los de color oscuro suelen ser de mal carácter y propensos a realizar fechorías, mientras que los de color claro, como nuestros protagonistas, son de corazón noble y puro.
Volviendo a sus menesteres y trabajos antes aludidos, hay que decir que no eran pocos. Bien entrada la noche, y cuando todo quedaba a oscuras y en silencio, aparecían ellos, y empezaban su ronda recomponedora de cualquier desperfecto que pudiera darse. Cuidaban de que en la cocina no faltasen algunas migas para los ratones, aunque tenían a estos muy bien aleccionados para que no dejasen huellas, ni apareciesen nunca ante los demás. Se preocupaban de que las hojas que caían de los álamos, olmos, fresnos y abedules del jardín, formasen una bella y seductora alfombra, que, a más de su hermosura, fuese un gozo el pisarla. Aconsejaban a la lluvia que repiquetease con gracia sobre el tejado de la cochera, y al viento que, si iba a ulular con fuerza, lo hiciera armónicamente para que, de ese modo, no atemorizase a los inquilinos y les ayudara a conciliar el sueño. Y le hacían saber además, que si quisiere entrar en la casa, sólo debía acceder a ella por el pequeño intersticio de alguna ventana, para que de ese modo no entrase también el frío y bajase la temperatura interior.
Esas y otras muchas eran sus faenas, pero la más importante de todas consistía en la vigilancia y cuidado de los niños. Si estos dormían, los arropaban una, cien, las veces que fuera necesario. Les imbuían sueños la mar de divertidos, y si se despertaban, jugaban con ellos niños para que no llorasen. Y está comprobado que cuando los bebés, acostados en sus cunas, miran al techo y ríen, es que están viendo a los duendes y entretenidos con ellos.
Pero el alboreo de aquel día se hallaba cargado de tristeza, y Golino empezó a hablar con toda la mesticia del mundo:
-Hace unas noches, al pasar por la biblioteca, observé que unos cuantos libros estaban contándose algo que debía ser poco halagüeño dado el aspecto engurrio que tenían. Callaron al verme, yo no me preocupé en demasía, y hasta me olvidé de ello. Pero anoche vi reunidos a “La Celestina”, al “Quijote”, a “La perla”, a “Hamlet”, a “Platero” y a alguno más, y les oí hablar lo siguiente: -Tengo noticias muy fiables de que don Felipe, el dueño de la casa, está muy mal, y que le deben quedar muy pocos días de vida. Él lo sabe, y está muy apenado porque ignora qué va a ser de sus queridos libros cuando falte. Cree que sus hijos no son tan aficionados a la lectura como él, o no tienen sus mismos gustos, y que tan pronto como vean el testamento, nos venderán por cuatro cuartos y al saber qué será de nosotros.
-Pues lo más seguro, dijo otro, es que alguno se quede con los títulos más conocidos, o con los volúmenes mejor encuadernados, y el resto sea vendido, como apuntas.
-Lo que a mí me han contado, medió un tercero, es que ha pensado, incluso, en regalarnos a todos a alguna institución benéfica.
-¿Dónde acabaremos?, exclamó otro ejemplar, y optimista, “El Lazarillo” sentenció: - Muy bien, ya lo veréis.
- Pues no temáis nada ni tú, ni los libros, le cortó Mirso, porque también anoche, en mi ronda habitual, pasé por el dormitorio de don Felipe. Ya sabes, para ver la temperatura de la alcoba, si se había dormido sin tomarse sus pastillas, etc., y le noté un gesto de preocupación y le oí, soñando en voz alta, expresar sus temores sobre el destino de los componentes de su biblioteca. Entonces, sin hesitar, me acerqué a su oído y le fui susurrando con el mayor aticismo retórico lo que a continuación voy a contarte. Le recordé primero que los libros no están hechos para el adornamiento de una sala o el pavoneo de su dueño, sino que fueron editados para impartir cultura y recreo a sus lectores. También que la felicidad de ellos depende de si son leídos y no del lugar donde se encuentren. Finalmente, que hay una gran probabilidad de que a sus hijos les agrade conservarlos y empaparse de lo que cuentan, pero que si ellos no lo hacen, serán sus nietos los que, orgullosos, conservarán y leerán los textos que heredaron de su abuelo. Cambió su alcocarra y, al poco, se levantó sonriente y dijo: -Ya he visto solucionado mi problema. Ahora estoy feliz.
- Oye, ¿y quién te ha enseñado a ti eso de imbuir ideas a los mayores?, le preguntó Golino.
- Fueron Mab, la reina de las hadas, y su compañera, la viejecita Habetrot, las que me iniciaron en esos menesteres de aconsejar debidamente a quien lo precisare. Y he de decirte que siempre que lo hice obtuve buenos resultados.
- Amigo Mirso, espero que me darás a conocer esos rituales.
- Para ello, y para cuanto tú quieras, estoy siempre a tu disposición, amigo Golino. Ya lo sabes.

Abril de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 8 de abril de 2011