martes, 29 de enero de 2008

Conmiseración

La conmiseración
Ramón Serrano G.

Para mis nietos Miguel y Jaime, que cantaban esta coplilla.

Una de las costumbres más arraigadas que tienen los seres humanos es la de la auto-misericordia, que se produce de una manera casi universal, e independientemente del grado de padecimiento que se tenga o de la gravedad de la pena que se sufra (si es que acaso se tiene alguno de ellos). Pero sean estos de la importancia que sean, estamos siempre prestos a exhalar lamentaciones sobre nuestro estado de ánima o de cuerpo como si nadie, más que nosotros, tuviese motivo alguno para la aflicción, o como si las que padecemos, en el supuesto de que realmente las padezcamos, sean de una enorme magnitud.
Atribuyéndome la virtud de la sindéresis, podría comenzar con aquel fragmento de “La vida es sueño” que se refiere al sabio que un día estaba mísero y pobre. Pero mejor quisiera hacer referencia al cuento X del Conde Lucanor, realmente parecido al anterior y en el que Patronio le refiere al noble aquel relato de los dos hombres que, habiendo sido ambos con anterioridad, inmensamente ricos, uno se veía forzado a alimentarse de altramuces y el otro comía las cortezas de estos que el otro iba tirando. Pero es, a mi modo de ver, mucho más importante la consideración que Patronio hace con posterioridad al conde para decirle que “…debedes saber que el mundo es tal,…, que ningún homne non haya complidamente todas las cosas. Et si estades con bien et con honra, si alguna vez vos menguaren los dineros o estuvieredes en afincamiento, no desmayedes por ello”.
Porque viene a darse con inusitada frecuencia entre los humanos el quejarse amargamente, ya sean los males que les aquejan grandes, o por el contrario nimios o poco profundos, y se ponen de seguida en comparación las personas con otras aquellas que se hallan mejor que ellas, o que ellas los tienen por más aventuradas. Y así se piensa, que mi dolor de oído es mucho mayor que ningún otro sufrimiento que pueda padecerse; que mi suerte viene a ser nefasta, como pocas; que mi viña es menor, da menos uvas y está en peor sitio que la de mi vecino. Y llega a resultar, las más de las veces, que ni mi suplicio es tan lacerante, ni mi pérdida de fortuna tan irremediable, ni mis haberes tan escasos.
Pero es que aunque así fuese, que el mundo está hecho de tal forma que pocas cosas vienen a acontecer a nuestra complacencia, deberíamos tener muy, pero que muy claro, varias ideas. La primera, es que debemos estudiar a conciencia cuál es nuestro mal, y si este de verdad existe, no vaya a pasarnos que seamos unos hipocondríacos, en el más extenso sentido de la palabra, y sea mayor nuestro mal pensamiento que nuestro verdadero estado. Después, y conocida con exactitud la medida y razón de nuestros pesares, el mejor camino que podremos tomar será ponerle pronto el remedio adecuado. Tengamos presente que los atolladeros y las contrariedades nos sirven mucho más para letificar y enardecer el alma que para aminorar o empobrecer el ánimo. Y es mucho más grande el ser humano cuando ha sido curtido en la adversidad y el infortunio, que cuando se ha relajado por el bienestar que proporciona la fortuna y la holganza. Retornemos al cuento citado, aún una vez más, y observemos cuando el Infante Juan Manuel aclara que uno de aquellos dos hombres“…esforzose el pobre et ayudol Dios, et cató manera de cómo salirse de aquella pobreza, et salió della et fue muy bien andante”.
Tengamos, por último, presente que nada en absoluto se remedia únicamente con quejarse. Recordemos que a nadie se le calmaron los dolores, simplemente por decir ¡ay!, y que los gemidos propios suelen servir las más de las veces para la mofa ajena que para su ayuda o remedio. Pensemos finalmente que nuestro malestar, bien sea por el detrimento de nuestros bienes o por el medro de nuestros duelos, digo que esa pesadumbre bien pudiera ser debida más a la envidia que a causas naturales y verdaderas. Hay una hermosísima frase de Tagore, como todas las suyas, que dice: “Se queja la flor de que ha perdido su gota de rocío, y lo hace al cielo del amanecer, que ha perdido todas sus estrellas”
Pensando en todo esto, repito que quiero creer que esta auto-conmiseración tiene su único origen en la envidia, y basándome en ello me viene a la memoria la remembranza de cierto cántico que tengo oído sobre un animal por el que siento una gran simpatía y afecto, debido sin duda a las peculiares características del mismo. Me estoy refiriendo al caracol, un ser, a mi pobre discernimiento, tierno, parsimonioso, humilde, frágil e indefenso donde los halla y que, como todos sabemos, está condenado de por vida a arrastrar, sobre la propia baba, su pobre morada. No está dotado de la vista del águila, ni de la rapidez del guepardo, ni de la agilidad del lince, ni de la belleza del pavo real, ni de la bravura del toro, ni de una casa segura como la del oso. Sin embargo alguien, dotado seguramente de muchos más y de mejores atributos que él, pero comido por la maldita envidia, le sacó una cancioncilla, que cantan los niños con ingenuidad:
“Caracolito ¡quien como tú! No pagas casa, no pagas luz”

Noviembre 2005

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 18 de noviembre de 2005

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