viernes, 21 de octubre de 2016

Estaban allí

Para los “inquilinos” de las residencias geriátricas. Cuando llegué aquella tarde esas personas estaban allí, al igual que habían estado allí ayer, y antes de ayer, y todas las tardes del mundo, cumpliendo primorosamente con su deber, que no era otro que aguardar, silenciosa y parsimoniosamente, que alguien acudiese a cumplir con la fascinante obligación que todos y cada uno de nosotros deberíamos imponernos primero, y luego cumplir, de convivir junto a ellas con cierta frecuencia durante un rato. He puesto convivir y creo que he escrito bien, ya que fui a tres cosas: a conversar, a acompañar, a vivir con. Bueno a eso y a otra más todavía, y puede que la más importante: a aprender cómo se sabe mantener la dignidad y el señorío de una existencia, aun cuando el tiempo haya reducido enorme y lastimosamente muchas de las condiciones psíquicas o físicas, o ambas, de algunas personas al haber entrado en años. Porque es curioso lo que ocurre en nuestras vidas. Mientras estamos activos, digamos oficialmente, nos movemos por el mundo y el mundo parece que gira a nuestro alrededor. Pero cuando cesamos y nos hacemos provectos, nos encontremos achacosos o no, el mundo huye de nosotros y se nos suele allegar la soledad, o, por el contrario, somos nosotros los que nos refugiamos en ella, quizás, pienso a veces, por la intervención del ostiario, aquél clérigo que había recibido sólo la primera de las órdenes menores, pero que tenía la autoridad suficiente para llamar y abrir la puerta a los dignos, dándoles paso y denegándoselo a quienes no lo eran. Pero sea de una manera u otra, me reitero en decir que lo cierto es que aquellos seres estaban allí, con una dignidad exorbitante, dando un ejemplo noble y fehaciente de que no debemos nunca renunciar a vivir. Aunque parezca que las condiciones, o las circunstancias, así lo aconsejen. A pesar de que muchos de los que están a su derredor casi se opongan y casi, casi, les impelan a no hacerlo. Incluso si las circunstancias que nos rodean aparentasen indicar lo contrario. Allí, prosigo, se mantenían diariamente con un comportamiento ejemplar y convincente, y con una manera de ser que transmitía unas sensaciones conmovedoras. Puede que fuera algo similar a lo que en el flamenco se da en llamar los sonidos negros. Me explico. Hay una verdad muy grande que alguien dijo escuchando a Falla en su Nocturno del Generalife: -Todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende. Los sonidos negros son ese misterioso poder que algunos sienten, pero que ningún filósofo sabe explicar. Algo parecido a un desgarro profundo y un dolor que pugna por salir a la cara, y que no obedece a causas físicas, sino que es, primordialmente una membranza de tiempos pasados, que indudablemente fueron mejores que los actuales, y un no esperar apenas nada del porvenir. Algo, al parecer triste, pero que a su vez es bastante gratificante y muy digno de ser admirado. Recuerdo perfectamente que, al principio, en mis primeras visitas, me llené de mesticia en esos días en los que fui a visitarlas, unos días en los que me parecía que los recuerdos eran más fuertes que la esperanza, según reza el proverbio hindú. Pensé en la posibilidad de su aflicción, motivada por la evocación de tiempos pretéritos cargados de sucesos, gratificantes algunos, y no tan deleitosos otros, pero que sus condiciones humanas estaban al completo. Mas al poco tiempo de mis visitaciones cambió mi opinión radicalmente al comprobar con despacio su proceder. Así, la realidad de lo observado me colmó de complacencia al ver que su mente estaba relajada, su presentación era impoluta, y que la gran mayoría derrochaba un gran optimismo y una determinada predisposición a ser útiles a los demás. Que su presente y su forzosamente corto futuro, el resto de sus días, no lo tomaban como un castigo, sino como la recompensa a una vida repleta de un trabajo bien llevado a cabo y el cumplimiento de muchas obligaciones. Y algo mucho más asombroso aún: mostrando una gran inquietud por lo porvenir y, para nada, una indiferencia o abulia, como podría parecer que sería su lógico comportamiento. Y me quedé asombrado de su conducta, y tanto, que hoy vengo aquí a hacerme lenguas de esas personas que saben llevar con arrogancia, estilo y señorío, una situación difícil, unos momentos que están saturados de pesares y limitaciones y que sin embargo saben dejarlos a un lado, mostrando su faceta más amable y educada. Siempre, siempre, hay que aplaudir a quienes actúan con corrección y más si lo hacen de un modo primoroso. Incluso aunque tengan a su favor todos los vientos y mareas y por ello su tarea no les resulte dificultosa, deben ser elogiados sin reservas. No digamos, entonces, si para poder manejarse de una ortodoxa manera, tienen que superar escollos realmente difíciles o hacerlo con la mayor dignidad en condiciones nada benignas. Y por eso mi aplauso, porque eso precisamente era lo que estaban haciendo esas personas cuando llegué aquella tarde y estaban allí, al igual que habían estado allí ayer, y antes de ayer, y todas las tardes del mundo. Ramón Serrano G. Octubre 2016