miércoles, 22 de febrero de 2012

El árbol

El árbol
Ramón Serrano G.

Aquél día, Luca encontró semienterrados unos papeles. Escarbó y, tras cogerlos, se los dio a Luis. Vio este que estaban fechados hacía algo más de un año, y que constituían el testimonio que un hombre daba a su vecino sobre su estado anímico. Y leyó el escrito, que decía lo siguiente:
-Fíjate, José, exponía el hombre. Quién me iba a decir a mí, que a la vejez me ocurriría lo mismo que a los árboles.
Y le señalaba cosas de ellos, cosas que el otro también sabía, pero de las que le agradaba hablarle, sabiéndose escuchado con satisfacción, dado el cariño que ambos siempre les habían tenido, y les seguían profesando, a los árboles. Al hacerlo, caía en una usual tendencia que suelen tener los humanos, y que no es otra que ver al ente que admiramos sólo desde su lado positivo, y valorarlo, no ya en demasía, pero sí casi en exclusividad, sin pararse a pensar en que sus muchas virtudes son compartidas por otra gran cantidad de seres vivos. Y José, le escuchaba en silencio, y asentía.
Se extendía luego diciéndole que ellos, los árboles, aman la tierra en la que moran, la mantienen firme, prieta, para que el viento no la erosione y la disperse, y al igual que nosotros son prolíficos, ya que tienen hijos que crecen cerca de ellos y a ellos se parecen. Que dan frutos, y proporcionan sombra a quien la necesita. Que acogen entre sus ramas a otros seres que vienen a buscar su refugio en ellos, y allí desarrollan sus vidas. Que sus troncos sirven de página para que algún “romeo” deje testimonio fechado de su pasión. Y convendrás conmigo, proseguía, en que la mayoría de los árboles conocen a sus observadores habituales y se hacen amigos suyos, saludándolos cuando pasan junto a ellos. Pero con todo, y después de haberlos estudiado mucho, lo que más les gustaba a ambos de los árboles, es su forma de acoger a los gorriones. Ver con cuanto cariño los albergan, hasta el punto de que los pajarillos disfrutan lo indecible ocultándose entre sus hojas y visitando cada una de sus ramas. Y José, le escuchaba en silencio, y asentía
Continuaba diciéndole, que actúan del mismo modo que hacen los hombres que son hombres de bien, pues dan trabajo a otros; y les educan con su buen comportamiento; y les enseñan; y les curan sus heridas o, al menos, alivian sus males, los del cuerpo y los del alma, para que así puedan vivir felices, si es que en este mundo se puede ser feliz. Luego, si aquellos de su derredor no llegan a triunfar, o ni tan siquiera a subsistir, la culpa no será nunca del maestro; ni del sanador; ni de aquél que empleó al parado; ni del obrero que supo ganarse el pan haciendo bien y con enjundia su trabajo. Ni tampoco del árbol, pues cada uno de ellos supo cumplir con su sagrada, y no siempre reconocida, misión de ayudar al prójimo. Y también, cuando algo se tuerce, los árboles, al igual que los hombres, reciben ataques insospechados que no pueden evitar, y ni tan siquiera defenderse de ellos, y se tienen que quedar, allí donde se encuentren, hasta el final, sin poder irse, sin querer marcharse para alejarse del mal que se les avecina y que acabará con su vida. Con una vida que, hasta la llegada del infortunio, había sido, si no feliz, al menos, placentera. Y José, le escuchaba en silencio, y asentía.
Pero lamento –seguía el escrito-, y no sabes cuánto, tener que comunicarte hoy algo que llevaba ocultándote hace tiempo por no causarte una aflicción que no mereces, y que sé, a ciencia cierta, que ha de dolerte, y mucho. Sabrás que hace bastante que llegó hasta mí el mal, o la desgracia, como quieras llamarle. Pero no creas que el ataque que he recibido ha sido uno de esos achaques o padecimientos de los que uno se puede curar con los consejos de un buen profesional. No. El sufrimiento que me aqueja, y que temo que acabará por derrotarme, es de peores características. De muy aviesas intenciones. De tal malevolencia y calibre, que pese a que llevo sufriéndole largo tiempo, luchando contra él de mil y una maneras, no puedo, o no sé, eliminarlo. Lo que sí sé es que acabará conmigo de una forma u otra, porque ignoro en qué modo dañará mi cuerpo, pero sí sé que me ha destrozado el alma. Y José, le escuchaba en silencio.
Sin embargo, y a sabiendas de que el final de esta pendencia que ya me tiene loco ha de ser flébil, he de sacar fuerzas de donde pueda haberlas, y presentar un buen plante ante todos aquellos con los que tenga que tratar y seguir viendo. Haré lo que sea menester para mantenerme erguido, aunque tan sólo lo esté en apariencia. Y entonces, llegado ese final, cuando el carpintero me convierta en melena de campana (¡qué oficio tan hermoso!, ese de ser sustentador de una campana), o me derribe con su hacha el leñador, y luego arda en una mísera caseta, al borde de un camino, yo ya no esperaré, pues no habrá de llegarme (seguro estoy de ello) otro milagro de la primavera.
Pero no han de verme caído. No. Pues sé muy bien que he de hacer lo mismo que la abuela Eugenia, aquella de Alejandro Casona, ya que para eso, sí qué tendré fuerzas y arrestos. Y como ella, sabré mantenerme de pie, aún a sabiendas, con absoluta certeza, de que voy a morir. De que me estoy muriendo. De que ya he muerto.
Y José, le escuchaba en silencio, y lloraba.
Febrero 2012

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 24 de febrero de 2012