miércoles, 20 de junio de 2012

Salduie

Pienso que pocas cosas habrá que, en el fondo, satisfagan más al hombre que el elogiar, el ponderar, el hablar bien de algo o de alguien, aunque esto no suele ser una actitud muy común, y duele reconocerlo. Efectivamente solemos ser más proclives al denuesto y al desprestigio que a la loa. Y peor todavía es que existe un agravante más en nuestra actitud cuando oímos, por una raridad, que se hace una apología de algo, y como, habitualmente desatendemos el encomio, pensamos de inmediato en que, al hacerlo, en primer lugar se están ignorando sus posibles fallos y, además, que se está olvidando, y por ende, menospreciando a otros. Pero yo quiero hacer, sabedor de mis limitaciones, el mayor panegírico que pueda de Aragón, esa muy, muy entrañable región de España, jurando que con ello no quiero minimizar a ninguna otra tierra. Sólo a eso vengo, en mi modestia. Y deseo entrar en él a todos los lugares y personas maños, desde el último pueblo oscense o turolense, hasta su gran capital, Zaragoza, la antigua Cesaraugusta que se fundara en el año 14 a. C. sobre el solar que estaba ocupando Salduie. Reitero que es esta una opinión personalísima y que no quiero que nadie se sienta olvidado, pues con el mismo cariño podría hablar de Gerona, de Salamanca o de Sevilla. Y yendo a lo que hoy me ocupa, espero que reconocerás conmigo, querido lector, que a cada quien nos hace tilín una cosa determinada sin que ella tenga que hacérselo igualmente a nuestro vecino. Esa zagala, esta melodía, tal paisaje, aquellos versos… Por eso, proclamo a voz en cuello que a mí siempre me emocionaron Aragón y sus gentes. Y su capital. La conocí en mi niñez, tras Madrid y A Coruña, y de inmediato percibí en ella algo que me llegaba muy dentro y con lo que me sentía completamente identificado. Y convendrás igualmente que le ocurre lo mismo a muchos, a muchísimos, que sienten en sus adentros un “algo” muy especial cuando dan por primera vez con los baturros y tratan con ellos. Por otra parte, sería una sandez que yo viniese aquí a tratar de descubrir, no ya la belleza de su tierra, sino las cualidades de los aragoneses, porque ya lo han hecho miles y miles de autores poseedores de una enjundia y una sabiduría de las que yo carezco. Lo cual no es óbice para que quiera añadir a sus admiraciones la mía, aun a sabiendas de la nimiedad de mi aportación. Pero me sale muy de los adentros ponderar lo relacionado con la tierra de las mujeres y los hombres del cachirulo. No quisiera caer en el tópico en el que tropezamos demasiadas veces al referirnos a los pobladores de nuestro país. Por él solemos calificar a los andaluces como alegres; a los catalanes de amantes del dinero; a los madrileños por castizos; y astutos a los gallegos. Y ello es verdad… pero sólo a medias, que en todos sitios cuecen habas y en todas partes los hay buenos y no tan buenos. Bien que la erró Carlos III cuando, en sus ordenanzas, dijo que no podrían portar la bandera española: “… follones, murcianos y otras gentes de mal vivir…”. Bien es verdad que quizás no quiso referirse a los provenientes de la “Rica Huerta”, sino que escribió aquello porque en esos tiempos muchos malhechores provenían del sudeste peninsular, o, tal vez, porque usó inadecuadamente el verbo murciar. Pero yo he venido aquí a hablar de Aragón y por tanto he de referirme a los de allí con muchos y variados adjetivos, y a fuer de ser sincero, sabiendo que no todos los calificativos les cuadrarán a todos sus hijos. Obstinados, campechanos y nobles, son la gran mayoría. Pero todos, absolutamente todos, tienen una gran virtud: su grandeza de alma, y no la llamo nobleza -que también podría hacerlo- porque viene a ser lo mismo y es un término que se ha utilizado en demasía. Y si antes dije que muchos autores han hecho alabanzas de mi muy querida tierra aragonesa, voy a escoger de entre ellos a Tomás Bretón, quien en su ópera “La Dolores” decía estas incontestables verdades: “Es de España y sus regiones/ Aragón la más famosa/ ya que allí se halló la Virgen/ y aquí se canta la jota..”. La jota. ¡Qué grande es la JOTA! Y aquí sí que tomo partido para decir de ella que es el canto popular más conocido, que más llega al ánimo de quien lo escucha, y pienso que debe ser una delicia inmensa para quien sepa cantarla. Su música es conmovedora, y sus letras, entrañables, llegan a lo más profundo del corazón. Las hay de muchas formas: aragonesas puras, zaragozanas, oliveras, rabaleras, trilladoras, rondadoras, de Teruel, femateras (¡qué bien cantaba estas Miguel Fleta!), melismáticas, de picadillo, a dúo,… Todas preciosas. Las más, conmovedoras. Y como muestra de ello, tres botones: “Cuando a un hombre se le asoman/ las lágrimas a la cara/ es que las penas que tiene/ no le caben en el alma”. “Soñé que el fuego se helaba/ soñé que la nieve ardía/ y por soñar imposibles/ soñé que tú me querías” “Tengo una pena, una pena/ pena que me está matando/ se la contaré a la tierra/ cuando me estén enterrando”. Y como broche final, e inconmensurable, la Virgen. Sí, allí en Salduie se halló a la Virgen y allí sigue querida, mimada y venerada por todos. ¿Quién es capaz de estar, o pasar, por Aragón y no ir a ver a la Virgen? Ella, amén de una infinidad de cosas más, es el PILAR en el que sustenta firmemente la espiritualidad de nuestra muy querida España. Ramón Serrano G. Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de junio de 2012