jueves, 9 de abril de 2015

Las potencias

“Es la voluntad de vivir lo que nos hace temer a la muerte”.- Schopenhauer. Aunque son sobradamente conocidas las tres potencias del alma, repitámoslas, aunque sea en un epítome, por aquello de que siempre puede que haya por ahí un desmemoriado, alguien abúlico, o algún inepto. La mayoría es plenamente sabedora de que aquellas son la memoria, el entendimiento y la voluntad, y que, gracias a ellas, el ser humano es capaz de hacer funcionar su intelecto con mayor o menor acierto, dependiendo esto, en muy alto grado, del modo cómo las utilice. Son, no lo olvidemos, y como distinguía el dominico Doctor Angélico, las facultades incorpóreas que todos poseemos. La primera de ellas, la memoria, es la que, aparentemente, nos resulta de más grande utilidad en el ejercicio de nuestras tareas cotidianas, ya que, por una auto anamnesis, solemos rememorar de fácil manera aquello que hicimos con anterioridad, y, sobre todo, si no lo hicimos bien y por ello sufrimos algún quebranto físico, o de cualquier otra clase. Pensemos en aquello de la letra con sangre entra. Y, pidiendo disculpas a quien pudiera darse por aludido, reafirmo lo antedicho de que sabemos aprender de lo hecho ayer, con aquel refrán que sentencia que: al burro y al cochino, una vez el camino. Con todo, la memoria, a la que alguien con algo de mala uva definió como el talento de los tontos, no es la primera que suele fallarnos, pero sí que es a la que antes echamos en falta y a la que, con mayor frecuencia culpamos de nuestro estar in albis, cuando de nuestro calendario se han arrancado muchas hojas. Parece, entonces, un artilugio al que no han pasado todas las revisiones precisas, y falla, y falla y falla, lo mismo que otras cosas duran, y duran, y duran. Pero los fallos, ya se sabe, tienen como peor condición su inoportunidad, ya que, como también se sabe, se producen siempre cuando más necesitamos de su ayuda, para llegar luego con retraso, como cualquier tren español de mediados del pasado siglo. El entendimiento es esa facultad con la que parece ser que se comprende y se razona, y de la que he oído decir, que algunos la tienen un poco desarrollada, muy pocos lo bastante, aunque me consta que la mayoría de los mortales la mantenemos en un grado de atrofia increíble. Tan es cierto lo dicho, que así nos ha ido y nos va como nos va. De modo lamentable. Para cerciorarse de ello, sólo hay que ver el comportamiento humano, desde in illo témpore hasta el día de hoy. Arraso tus tierras porque para eso soy más poderoso que tú; me otorgo el derecho de pernada, porque para eso soy conde; te asesino porque no crees en mi dios, o me hacen ministro porque he logrado un puñado de votos, aunque sea un imbécil del peor sitio de donde se puede ser tonto. ¿Que cuál es ese sitio? Pues, tras pedir disculpas al tener que rozar, por primera vez, eso sí, el terreno escatológico, he de decir que el lugar corporal donde se desarrolla su memez es el culo. Porque de la cabeza no, ya que, aunque sea poco, algunos la suelen utilizar de vez en cuando. De los cataplines tampoco, porque el folgar no se hace muy a menudo. Pero excretar sí que es un acto de práctica diaria, salvo que uno se vea muy afectado de estiptiquez. Nos queda la voluntad, que es, a mi pobre juicio, de las tres, la que más influye en nuestro comportamiento. Y para hablar de ella ¿qué mejor que aconsejar la lectura de La voluntad? Pues aun cuando se toma a veces como algo muy positivo (pensemos en la sobrevaloración de voluntarioso sobre abúlico) hay también muchos anárquicos, y, por último, Azorín nos muestra, en esta su primera novela de 1902, cómo existe una gran tendencia en las personas a buscar las soluciones fáciles, a la aceptación del propio ethos e incluso una pérdida de interés por el encanto de vivir y, llevadas por su gran timidez, el deseo pasar desapercibidas en muchas ocasiones. Buscando un algo que corrobore esa desgana, ese nonchalance, que acabo de decir, te sugiero querido amigo, que leas también, una vez más, la inconmensurable poesía “Adelfos” que Manuel Machado dedicó a Unamuno y que es para mí, sin duda alguna, la mejor de toda la obra del poeta sevillano. En ella, tras decirnos su procedencia, su actual estado: “…¡Que la vida se tome la pena de matarme, ya que yo no me tomo la pena de vivir!.., pasa a exponer luego sus limitadas aspiraciones, para acabar de esta forma tan maravillosa: “..Mi voluntad se ha muerto una noche de luna, en que era muy hermoso no pensar ni querer… De cuando en cuando un beso, sin ilusión ninguna. ¡El beso generoso que no he de devolver! Ramón Serrano G. Abril de 2015