jueves, 22 de enero de 2009

El deseo y el ansia

El deseo y el ansia
Ramón Serrano G.

Si hay algo que bien nos pudiese caracterizar y unificar a muchos de los hombres de todos los tiempos, de todos los mundos, de todas las escalas sociales, es un inmenso inconformismo ante los muchísimos avatares que en la vida nos acaecen, y que queda expresado en manifestaciones como estas: ¡si yo tuviera!, ¡si yo pudiera! Y esto nos ha sucedido ayer, nos pasa hoy, y, es seguro, que nos ocurrirá mañana y siempre, pues este deseo inalcanzado es intrínseco a nuestra forma de ser y de pensar.
Vengo a querer decir, que lo mismo que somos poseedores de una mente para poder discurrir y una sangre que necesitamos para poder vivir, parece que nos es igualmente imprescindible una insatisfacción de lo poseído o alcanzado a lo largo y ancho de nuestra existencia, ya sea esta corta o larga. Y aunque mucho haya sido aquello que en ella hemos logrado. Podemos observar además que esa sed de tenencia, ese inconformismo, se da tanto en la juventud, como en los adultos e incluso en los ancianos. Viene a ser lo que nos decía, aquella antigua canción que ustedes recuerdan perfectamente: “El que tiene uno, quiere tener dos; el que tiene cinco, quiere tener diez….”
Y no es que los disconformes o insatisfechos tengan, o tengamos, excesivamente desarrollado el defecto de la avaricia. ¿O sí es eso? Porque yo creo que todas las personas estamos abocados a cometer faltas y, en mayor o menor grado, nos vemos dominados por lo que las religiones dan en llamar pecados, en los que solemos tropezar y caer con relativa frecuencia. Pero dentro de estos fallos en nuestro comportamiento, hay unos que cometemos con mucha más asiduidad que otros, los cuales sólo trasgredimos en ocasiones muy puntuales. Por otra parte, es obvio, que aun cuando alguien sea un ladrón o un criminal por naturaleza, no se está robando o asesinando continuamente.
Así, sin querer establecer una relación exhaustiva de cuáles son los, llamémosles, vicios que podríamos denominar usuales y cuáles aquellos que podríamos tildar de esporádicos, y sin desear tampoco una graduación, o una escala de la gravedad que comporta la comisión de cada uno de ellos, sí me avengo, y me imagino que estarás de acuerdo conmigo querido lector, en que nuestra estadía o permanencia en el mal hábito de la pereza, o en la soberbia, o en la envidia, y no digamos en la avaricia, suele ser muy continuada para muchos.
Mas, desocupándonos hoy de las demás culpas, centremos nuestra atención en esta última y veremos cómo la ambición desmedida suele ser maldad harto recia y demoledora de nuestros actos y en muchos sentidos además. Claro que, antes de seguir, nos convendría hacer una clara distinción entre la avidez maliciosa y, sobre todo, desmedida, y el lógico deseo de mejora y consecución que esencialmente posee el ser humano, y a esto, claro está, no se le debe tildar de esa forma. Porque viene a ser lógico, y sin duda provechoso, que haya una disconformidad en nosotros que nos lleve a intentar mejorar nuestra posición, y estoy refiriéndome a cualquier clase de esta.
Aclarémonos. En primer lugar hemos de dejar bien definido que la intención de beneficio y de mejoramiento es consustancial a las personas y por ello plausible y permitido, e incluso alabado. ¡Pobre de aquel que con casi nada, o poco, se conforma y no mantiene jamás aspiración de mejora o de ganancia, ya sea esta material o espiritual! Entonces, si vamos a desacreditar las normales apetencias humanas de mejora y de posesión, ¿no estaremos cayendo en una contradicción pura y dura?
No cabe el caso, ya que antes pasaremos a distinguirlo muy claramente. Deseo, es tender con el pensamiento al logro, o a la posesión, de algo que nos daría alegría. Unas ganas nobles de encontrar mejoría para nuestro estado, pero dentro de un orden. Ansia, por el contrario, no es sino ese mismo deseo, pero en grado extraordinariamente intenso, desordenado, e incluso pecaminoso. Es la avaricia incontenible de poseer más y más, y encontrar esa posesión de cualquier forma, apta o no apta, legal o ilícitamente. El uno, como va dicho, es aceptable, plausible, beneficioso. La otra es digna de reprobación y censura. Y podría parecer que hay dificultad en reconocer cuál es la línea que separa una actitud de la otra, pero no es así, que cada uno sabemos, bien a las claras, qué es lo bueno y qué lo perverso.
No me parece necesaria la aclaración, digo, pero como ejemplo cabría recordar que todos conocemos a personas que, partiendo desde abajo, han ido mejorando su posición y su economía hasta alcanzar cotas muy satisfactorias y viviendo en ellas, felices, durante el resto de su vida. Pero igualmente sabemos de otros, que habiendo alcanzado lo suficiente, y aún más, no se han sentido ahítos y han buscado empresas demasiado altas, o un atesoramiento excesivo, que a veces no han sido capaces de lograr, o que si lo han hecho les ha conducido a la infelicidad e incluso les han metido en la pobreza. Sí en la pobreza, ya que sólo tienen dinero y una gran carencia de todo lo demás. Pasa con esto lo que con la comida, que lo poco es natural, y aun necesario y conveniente, mientras que el exceso es pecaminoso, e inclusive perjudicial para nuestra salud. Y viene a ocurrir lo mismo con la temperatura corporal, que es saludable si está en menos de 37º, mas si los supera es enfermiza e incluso letal.
Para un mayor abundamiento les contaré una vieja historia que corre por ahí y que cuenta cómo dos hombres, de regreso a su lugar, se toparon, por casualidad, con un inmenso montón de monedas de oro semienterradas en una cueva. Cada uno quiso aprovisionarse lo más que pudo, pero mientras que uno fue consecuente con sus facultades, sólo cargó aquello que podía transportar y con eso marchó a su pueblo, en donde vivió rico el resto de sus días. El otro por su parte, codicioso en extremo, atiborró dos grandes sacos, que echó como pudo sobre sus espaldas, con lo que se marchó hacia su casa tambaleante. Y dicen que el sobrepeso le extenuó tanto, que al poco de su camino se trastabilló y cayó por un terraplén, falleciendo aplastado por el peso de los talegos.
Decía sabiamente Epicuro, que quien quiera ser rico no debe afanarse en aumentar sus bienes, sino en disminuir su codicia.

Enero 2009
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 23 de enero de 2009