viernes, 1 de febrero de 2008

Los días

Los días
Ramón Serrano G.

Hoy he visto a través de la ventana, y justo en esos momentos en los que la aurora va llenando con su luz tenue y esperanzadora las cosas de este mundo, he visto, digo, ir viniendo hacia mí, pausadamente, los días que le quedan a mi vida. ¿Muchos? ¿Pocos? No lo sé. Ni me he fijado, ni me interesa. A qué contarlos. No es su cantidad, sino su esencia, lo que pudiera llegar a preocuparme en algún caso. No es la forma que tengan de acceder lo que ha de llamar mi atención, ni tampoco lo que traerán consigo, que la calidad o el desarrollo del equipaje que arrastren, creo que dependerán en mucho del uso y la ilusión que yo sepa o quiera darles.
Sería por tanto muy precipitado, me parece, y desde luego poco o nada conveniente, dada mi condición de vigía, el tratar de etiquetarlos adjudicándoles unas u otras condiciones. Todo en esta vida es relativo, ya se sabe, y la situación que para unos es inaguantable sería un paraíso para otros. Hay quien casi desfallece al no poder comer más que un mísero corrusco de pan o una simple escudilla de arroz, y, resignado, se halla feliz. Hay, por igual, quien se siente tremendamente disgustado porque no fue de su agrado un extraño postre que le pusieron en un restaurante de cinco tenedores. Y esto ocurre, sabiendo además, como sabemos, que este mismo ser tan sibarita, en situación extrema, llegaría a comerse cosas impensables. Recordemos, si no, a los antropófagos supervivientes del accidente aéreo de 1972, allá por los Andes.
Pero volviendo a la visión de la alleganza de mis futuras jornadas, reparo entonces en ellas queriendo adivinar por su apariencia sus condiciones extrínsecas, que las intrínsecas, como antes dije, ya sé que podrán ser modificadas a mi albedrío. Y más que percibir, intuyo, que las hay de muy distintas condiciones. Muchas se parecen en exceso a otras, ya pasadas, en las que hice cuanto me vino en gana sin pensar entonces si el uso que les di era bueno, o, al menos, tan sólo conveniente. En las que obré con harto despilfarro de las mismas, creyendo, ¡qué infeliz!, que de esas tendría cuantas me viniera en gana. En las que, debido a la impericia de los años mozos, gasté más que ahorré, tanto el tiempo como los dineros.
Por el contrario, otros de estos venideros días, me dan la impresión de asemejarse a aquellos de antaño, en los que la búsqueda de un equilibrio de todo tipo, en una consecución y un asentamiento de mi personalidad, me incliné a obrar con más juicio y mesura. En los que mi comportamiento estuvo en derredor a la ortodoxia y vine a realizar lo poco bueno que en mi vida haya podido hacer. Aquellos de los que, si no puedo enorgullecerme, tampoco tengo por qué arrepentirme, que antes bien, me siento satisfecho de haberlos protagonizado.
Pero la curiosidad que es mala compañera - ya se sabe, la curiosidad mató al gato – me acucia y me insta a averiguar algo de la esencia de lo porvenir. A tratar de descubrir el augurio de esta visión madrugadora tan poco frecuente. A conocer, aunque sea tan sólo un poco, como ha de ser mi mañana. Y así, todavía sin despertar del todo, me afano en ese menester adivinatorio de mi futuro. Pero pese a mi esfuerzo, ya sea debido a que aún no he alcanzado mi plena lucidez, o a que lo venidero siempre es nebuloso, no logro aquistar mi querencia y la abandono. O mejor dicho, la cambio por otra, siguiendo más los deseos que los consejos de mi ya vieja mente.
Pienso entonces en las condiciones con las que podría recibir y realizar las labores de esos últimos días que veo ya cercanos. Y por un instante, me detengo en la ilusión de que estén llenos de salud o bienestar, pero lo arredro de inmediato, porque la salud, aunque muy importante, no es para mí lo principal, y además sé que toda vejez suele estar llena de alifafes. De seguido, vengo en anhelar bienes o posesiones que me puedan librar de incómodas carencias y penurias, pero igualmente destierro este apetito, porque a mi edad poco se necesita y con poco me conformo. Se me antoja luego la posibilidad de hacer viajes y conocer algún lugar más de los que ya conozco, pero anula está ilusión exploratoria la sapiencia de que a mis años es muy satisfactorio estar uno en su hogar, sentado en su sillón, junto a sus entrañables libros o su música.
Vengo entonces a dar con la más ilusionante aspiración para mi futuro. Y así alcanzo a ver, quiero alcanzar a ver, que mi final está carente por completo de ociosidad. Que mi tiempo postrero está lleno de actividades. No ya tanto físicas, que también, aunque la vejez no necesita demasiados movimientos, sino antes bien ocupaciones de la mente y el raciocinio, que tanto monta el uno como la otra. Y me empapo, me ilusiono queriendo saciarme, de que percibo y entiendo con nitidez las palabras de los míos: de mi familia, de mis amigos, de mis vecinos. Que converso con ellos. Que con ellos convivo plácidamente. Que soy capaz de seguir leyendo mis libros u oyendo mi música. Que, por otra parte, me resbalan las actitudes de tanto político mendaz, de tanto nacionalista radical, o de tanto trapacero avariento de fama y de fortuna. En suma, que en mi derredor se respira paz y vida, y que soy consciente y partícipe por completo de ello.
Sí, eso es lo que he querido llegar a ver esta mañana, y con esas visiones y esperanzas, me levanto, echo a andar, y soy feliz.

Noviembre 2006

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso, el 17 de noviembre de 2006

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