jueves, 15 de diciembre de 2016

La rutina

Para el buen desarrollo de una vida llamémosle normal, que no ya placentera, cómoda o relajada, el ser humano encuentra y debe salvar una cantidad increíblemente grande de problemas, escollos e interferencias. De todo tipo, tamaño y condición. Y, a veces, para poder salir victorioso de esos trances, tiene que utilizar los métodos más adecuados, pues sabido es que dar palos de ciego nunca suele conducir a nada bueno. Pero también se le presentan problemas que no llega a resolver, no porque no sepa cómo hacerlo, sino porque no los capta o porque no pone demasiado interés en ello por la razón que sea. Y entre otros varios, uno de estos entorpecimientos del buen desarrollo de las actividades humanas en los más diversos ámbitos, es la rutina (o monotonía como queramos llamarla), o dicho de otro modo, la costumbre de hacer las cosas por mera práctica y de una manera más o menos automática, según dice el D.R.A.E, y que suele provenir de repetir un acto muchas o varias ocasiones. Eso nos lleva, digamos por ejemplo, a comer y cenar en horas predeterminadas, a irnos a la cama en un horario habitual o a tomar siempre el mismo camino para llegar al sitio de trabajo. De esa forma muchas veces, demasiadas veces quizás, actuamos de manera automática, porque así lo hemos hecho siempre, pero también porque no nos detenemos a estudiar si es la manera más correcta, o si esta inacción se debe a falta de capacidad o de ganas de hacerlo. Repito que esta mala costumbre aparece cuando empiezan a hacerse las cosas no con un interés específico, sino por un hábito adquirido, por mera práctica y sin razón o motivo determinado que nos impulse a llevarlas a cabo con cierto empirismo. En dos palabras diremos que es el célebre arate cavate con el que se aludía a la tarea diaria del labrador o a la tosquedad de la persona que únicamente conoce los rudimentos de su oficio. Pero veámosla despacio y desde diferentes prismas para poder así hacernos una buena idea de su eseidad y de los daños que puede sobrevenirnos con su ejercicio. Admitiendo que hay casos concretos en los que la consuetudinaria manera de hacer las cosas nos puede llegar a ser incluso beneficiosa puesto que nos aporta un sosiego y una predictibilidad que tendremos por la práctica reiterada de lo que estamos haciendo, no debemos olvidar que esto puede ocurrir cuando lo utilicemos en labores, digamos, poco importantes. Sin embargo, cuando se trata de temas relevantes, de actividades de verdadera trascendencia para nosotros, la rutina nos es perjudicial, de todas, todas. Veamos. Adjetivándola, la podemos calificar primero como de gran opacidad ya que sus efectos no son limpios ni beneficiosos, tanto en su inicio como en su desarrollo ni, por supuesto en sus secuelas. Está carente, en absoluto, de brillo y de interés, y no proporciona ninguna luz a nuestra vida. Es igualmente delusiva ya que posee mucha relevancia pese a que da la impresión de no ser importante. Podríamos decir que es aquello que le ocurre al nadador que, cansado de bracear contra corriente acaba dejándose llevar por ella y, por aburrimiento, termina por morir ahogado. O lo que al enfermo que se acomoda a su enfermedad crónica y se hace a ella como los pájaros de la vega se hacen a las voces. Esa monotonía acaba imbuyendo en el sujeto que la padece una excesiva seguridad en sus operaciones, una despreocupación muy peligrosa, y ambas hacen que cada vez preste menos atención a la ejecución de las mismas con el consiguiente riesgo que ello conlleva. Manteniendo esa advertencia sobre el peligro de la rutina, diremos que esta podría ser un tanto tolerable en algunas situaciones o actos, llamémosles poco importantes. Pero es absolutamente inadmisible en tres actuaciones importantísimas para el hombre: el amor, la familia y el trabajo. Al ejercicio de estas tres ocupaciones se debe acudir cada día con un mayor impulso por conseguir su triunfo; con un nuevo proyecto e intenciones que lleguen a mejorar, si ello es posible, y siempre puede serlo, el desarrollo anterior de ellas; con una insatisfacción constante del bienestar conseguido y el afán de consolidarlo primero e incrementarlo después con cada salida del sol. Con la seguridad de que por muchos que hayan sido los sacrificios que el individuo lleve realizados para su buen funcionamiento, siempre podrá y deberá volver a esforzarse en la seguridad de que, por grande que sea la cantidad de momentos felices que ellos tres le han deparado, siempre, siempre, podrá verse recompensado por una alegría mayor que la que se disfrutaba anteriormente. Sellemos a la rutina las puertas de estos tres tesoros, y hagámoslo con cien cerrojos, porque al menor descuido nuestro, ante cualquier pasividad, ella tratará de arruinarlos. El gran escritor André Maurois cuenta que un día se reunieron los grandes enemigos que tiene el amor: el odio, la desconfianza, los celos, la falta de comunicación, la ausencia de intimidad, todos, para tratar de acabar con él. Y que por más que lo intentaron, por muchos esfuerzos que hicieron por conseguirlo, no lograron alcanzar su terrible propósito. Ya estaban desesperados y dispuestos a renunciar a su empresa, cuando comprobaron que lo que ellos no habían logrado con toda su fuerza y su preponderancia, lo consiguió un agente al parecer insignificante: la rutina. Y André Maurois, todos lo sabemos, era un gran conocedor del alma humana. Ramón Serrano G. Diciembre 2016

jueves, 1 de diciembre de 2016

El lugar

Quiérase, o no, los hombres acaban pareciéndose a los sitios que les han visto nacer o en los que llevan viviendo muchos años. E incluso llegan a ser como ellos. La historia, la cultura, o el habla por un lado, y por otro los elementos geográficos (el paisaje, la altura, la gran ciudad, el entrañable pueblo o el clima), son elementos altamente condicionantes e influyentes en el modo de ser y la manera de obrar de los naturales y residentes de aquella o de esta otra región. Bien es cierto que a veces se acaba cayendo en el tópico y entonces, y parece ser que por obligación, los andaluces tienen que ser graciosos, los catalanes ahorradores, los franceses enamoradizos, los italianos tenores, y ruego me disculpen si me abstengo de poner calificativo a los tomelloseros, aunque pueden estar seguros de que el que les adjudicaría no sería peyorativo. Empezaré diciendo que a los residentes o nativos de aquellos sitios que están atravesados por un río (y sobre todo si este es caudaloso), se les nota muy a las claras que esto es así. Desde siempre llevan aprovechándose de sus generosas aguas y obteniendo los múltiples beneficios que este les regala, como la humedad o un clima benigno. Ellos están encantados con su río, de sus condiciones, de su belleza y hablan orgullosos de él, como lo hace un padre de las notas sobresalientes de su hijo, o un agricultor de sus abundantes cosechas. Y lo hacen porque es bueno, es hermoso y se porta siempre, o casi, divinamente, así que están más que satisfechos con él y muchos añaden al nombre de su lugar el del río que lo atraviesa. Citaremos a Aranda de Duero, Añover de Tajo, o Retuerta del Bullaque. Por supuesto no serían iguales los parisinos sin su Sena, los zaragozanos sin su Ebro, los sevillanos sin su Guadalquivir, o los de ... sin su… etc., etc. Algo muy similar viene a ocurrirles a otros muchos habitantes de muchos lugares que, por unos u otros motivos, son diferentes a la mayoría. Pero sólo hablaré de dos de ellos. Así, diré primeramente que quien ha tenido la fortuna de haber nacido junto al mar es distinto y mira las cosas de otra manera a los que lo hemos hecho tierra adentro (y obsérvese que no digo ni mejor ni peor). Y esa diferencia se aprecia tanto en el carácter, como en la economía y forma de vida. Desde luego debemos reconocer que si hay algo que atraiga a un gran número de habitantes del planeta Tierra, es el mar, la mar, ese inmenso mundo que tanta vida tiene y tanta vida da. Que lo hace todo de otra manera: no hay izquierda ni derecha, sino babor o estribor; no hay delante ni detrás, sino proa y popa; no hay cuerdas, sino cabos; no existen hadas, sino sirenas que, con su canto, enloquecen a quienes las escuchan. Se oye por Finisterre una leyenda que habla de que en aquellas aguas las sirenas se ofrecían a los marineros a los que obsequiaban con collares y joyas de piedras preciosas para que bajasen con ellas a las profundidades. Alguno se atrevió a hacerlo pero, o no volvió, o si lo hizo fue con la mente completamente extraviada. Frente al mar se suele ver muchas tardes a un viejo, que lo está mirando serenamente, con la añoranza, o mejor dicho, con la morriña de otras muchas tardes ya vividas en lucha con los vientos y las olas. Está observando un panorama siempre igual y siempre diferente, un paisaje que consiste precisamente en la ausencia de paisaje. Recuerda -¿cómo iba a olvidarlo?- que un día vivido en sus adentros supone una reclusión pero, a la vez, una libertad ilimitada. Y él, lo mismo que otros muchos, aunque ya esté desvinculado del mar, sigue teniéndole una finalidad conmovedora, cumpliendo fielmente con aquello que Baudelaire expresa en su poema. Cuando tratamos con las gentes que han vivido junto al mar nos damos cuenta de que son distintos a los que no lo han hecho. Si ese encuentro ha sido por el norte, observaremos que los de por allí suelen ser más morriñosos que los del sur o el levante, pero todos, los de uno y otro lado, viven perdidamente enamorados (y con razón) de su mar, tenebroso y con brumas a veces, pero siempre plácido, sugerente, prometedor de sueños, y plagado de soles y de playas que son los mismos soles y las mismas playas que se encuentran muy lejos allende de sus aguas. ¡Bendito y hermoso mar que tanto bien haces a los que se han avecindado en tus orillas! Y lo expresado hasta aquí sobre cómo el mar influye en los que desarrollan su vida junto a él, vale también para los que habitan en la montaña o en las llanuras castellanas. Hay variaciones, como es natural, pero las tierras adentro, con sus fríos extremos y sus calorinas abrasadoras, dejan igualmente su impronta en sus inquilinos. Me agradaría explicarlo, pero, al carecer de espacio suficiente, habré de dejarlo para otra ocasión, prometiendo fielmente que lo haré y muy gustoso, como no podía ser de otra manera. Ramón Serrano G. Diciembre 2016

jueves, 17 de noviembre de 2016

Saber elegir

Está dicho hasta la saciedad, y comprobada su certeza hasta dos saciedades, que leer (y sobre todo a los clásicos) le concede al hombre una serie de conocimientos enormes y le abre unas posibilidades y temas de pensamiento increíbles. Entonces vengo a exponer hoy aquí lo que hace poco me sugería la lectura de un poema de Francisco de Quevedo, quien, a través de dos renombrados poetas, Gregorio Silvestre y Barahona de Soto, nos hace saber lo que aquél preguntó a este, consulta que transcribo: -Si alguno fuese en un barquillo con dos mujeres, que a la una quisiese él y ella le aborreciese, y a la otra aborreciese, amándole ella; siendo forzoso echar una a la mar, ¿a cuál elegiría. Después, el insigne escritor discurre el argumento en un magnífico soneto y pone su determinación juiciosa, argumentando con una maestría admirable, como no podría ser de otra manera, la actitud del sujeto en cada una de las actuaciones posibles, y, anteriormente apunta: -Elige el morir amando, por no dar muerte a la Amante, o a la Amada, hallándose en peligro de haber de morir alguno. Es sabido que tener que escoger entre una cosa u otra, entre este o aquel, entre obrar o estarse quieto, es a veces normal e incluso sencillo, pero en otras supone un trance muy difícil de superar dignamente. Y esto es así porque en todos los planteamientos siempre hay una serie de condiciones, circunstancias o detalles que dificultan o cuando menos, no hacen que sea cómodo elegir. La decisión dependerá también de muchas coyunturas: que sea o no, irrevocable, trascendente, decisiva, etc. etc., y así podríamos seguir poniendo adjetivos mucho rato. Significar además, tan sólo, que muchas veces no se toma una determinada postura satisfaciendo los propios gustos o intereses, sino que, en ocasiones, uno decide hacer lo que le gusta a los demás, y, curiosamente, en un gran número de casos, al hacer esto se acaba siendo feliz. Pero volvamos al caso con el que iniciamos este escrito, pues, en verdad, el planteamiento es sugerente y admite razonamientos muy dignos de ser estudiados detenidamente De este modo, puestos ante una situación en la que el individuo se halla en la tesitura y necesidad de tener que optar por aquello que a él no le satisface pero agrada los demás, o bien todo lo contrario, lo que para otros es detestable, pero a él le place. En suma y simplificando, ser altruista o egoísta, tenerse que decidir por el bien ajeno o por el propio. Fácilmente comprobamos que hay diversas alternativas y, por ello, trataremos de enumerar alguna de las posibles actitudes a tomar. En primer lugar, y brevemente, hemos de reconocer que el egoísmo nos otorga un placer inmediato, puesto que nos entrega ipso facto aquello que nos place. Es la alegría de la victoria, la satisfacción de haber conseguido lo que se pretendía. Pero, sin embargo y pese a ello, siempre nos deja una desazón, un reconcomio, por no haber renunciado a nuestro gozo en beneficio del ajeno, que viene a enturbiar la dicha del triunfo conseguido, por lo que no es completa nuestra felicidad. Pero detengámonos ahora un algo en hablar del altruismo, que es, simplemente, conseguir el bien ajeno aun a costa del propio. Y esto, al decir de mucha gente, es magnífico, tanto que, hace muy poco, una fundación del Reino Unido habla de que es beneficioso para la salud mental. Lo que sí está más que demostrado es que nos lleva a no obsesionarnos con nuestros problemas, aumenta la autoestima de modo considerable, es una gran ayuda contra la soledad y el aislamiento, amén de conducirnos a una agradable integración social. Repito que hay una gran cantidad de opiniones descriptivas o determinadoras de la esencia y las consecuencias de esta manera de obrar. Tres breves citas. Leibniz lo describía así: “desear más la felicidad de otro que la tuya”. Goethe aseguraba que: “una persona buena es feliz con los triunfos de los demás y se alegra del bien ajeno como si fuera propio”. Y la francesa George Sand decía algo parecido aunque lo circunscribía al amor: “Te amo para amarte y no para que me ames, ya que nada me complace tanto como verte feliz”. Por otra parte, opiniones anónimas, sentires y pareceres del hombre de la calle, los hay también en abundancia: se es más feliz haciendo que lo sean los demás; es mejor obsequiar que recibir obsequios; amar es olvidarse del yo; ser generoso es una característica de los espíritus nobles; la generosidad es la sublimación del egoísmo; tan bueno es dar sin recordar si se ha hecho, como recibir sin olvidar el beneficio que nos han concedido con la dádiva. Y así podríamos sacar a colación infinidad de ellos, pero no parece necesario ya que, en el fondo, todos sabemos lo que eso supone. Por todo lo expuesto, se puede decir con toda rotundidad que el alma de quien haya sabido renunciar a la dicha, logrando con ello que esta haya acudido a la de otra persona, parecerá que está compungida, pero sólo en apariencia, ya que en el fondo estará absolutamente feliz. Y sin embargo, aquél que llegue a conseguir algo, si esto es dictaminando que otros no lo alcancen o lo pierdan, se mostrará radiante ante las gentes, pero nunca lo olvidará, y su espíritu estará siempre afligido al recordar que llevó a cabo una acto astroso. Ramón Serrano G. Noviembre 2016

jueves, 3 de noviembre de 2016

El tiempo

El tiempo, y aclaro que me estoy refiriendo al de las horas y no al climatológico, el tiempo digo, es la duración de las cosas sujetas a mudanza según lo define el Diccionario de la Real Academia Española, y cabe anticipar que tiene una gran dificultad comentarlo o explicarlo convenientemente. Ya, el mismo Agustín de Hipona, decía que sabía pensarlo para él, pero no hacerlo a los demás. En verdad, pocas cosas poseen tantas propiedades, tantas actividades, ni tantas alusiones y tan diversas. Porque siendo de una regularidad insuperable, no mantiene, en absoluto, un desarrollo ni un obrar constante para los hombres, y su influencia en estos es completamente distinta sobre unos u otros, y no por su naturaleza, sino por la eseidad de cada individuo y las circunstancias que en él concurran en cada momento determinado. Refiriéndome en primer lugar a su ritmo, a su paso, que es invariable como pocas cosas en este mundo, diré que nos parece que cambia constantemente, y no ya para una, sino para muchas personas, según sea las circunstancias en que estas se hallen. Se eterniza la llegada del tren, o el final de un trago amargo, o la consecución de algo agradable. Por el contrario, se le pasan volando las horas a quien está leyendo un buen libro, charlando con unos buenos amigos y sobre todo a quien está en la compañía de la persona amada. Nos parece que no va a llegar nunca la consecución de un puesto de trabajo y hablamos de los últimos sesenta años como si hubiesen transcurrido en un instante, y esa, en realidad, ha sido su duración. Sobre ello, ya se sabe, se ha escrito muchísimo: “Es lento para los que esperan; rápido para los que temen; largo para los que se lamentan y corto para los que están de fiesta. Pero para los que aman, el tiempo es eterno”, afirmaba W. Shakespeare. O ese otro dicho que recuerda que siendo un gran maestro, acaba siempre matando a sus discípulos. O aquel pensamiento de Horacio que dice: “ El tiempo saca a la luz todo lo que está oculto y acaba por encubrir y esconder lo que ahora brilla con el más grande esplendor”. Todos sabemos que hay veces que tarda una eternidad en discurrir, mientras que otras vuela, aunque él, en su naturaleza, es fijo, exacto, constante, incluso monótono, y que nos lleva de modo impenitente hasta el futuro. El futuro, que no es sino aquello que todos alcanzamos a un ritmo de sesenta minutos por hora, haga cada uno lo que haga y sea quien sea. Porque, repito, no es el tiempo quien cambia de velocidad, sino que somos nosotros quienes, más o menos arbitrariamente por nuestro estado de ánimo, nuestra forma de ser u otras circunstancias concretas, lo advertimos y soportamos de diferentes maneras su lento pero fijo caminar, sin que podamos, de manera alguna, retrasarlo, acelerarlo o detenerlo. Ya se sabe aquello de que aunque se dispare contra el gallo, no por eso dejará de amanecer. Y, por supuesto, somos más sabedores de su esencia los que ya llevamos muchos años conociéndolo. Eso nos hace conocer sus muchas cualidades y beneficios, y así podemos decir de él que cura una gran cantidad de problemas, rencillas o enemistades, ya que con su devenir todo se olvida a veces y se soluciona otras. Dice un proverbio chino: “Siéntate pacientemente junto al río y verás pasar flotando el cadáver de tu enemigo”, que es muy similar a aquél otro español que aconseja: “Paciencia y barajar”. Con su transcurrir se piensa mejor y con tranquilidad se suelen encontrar soluciones que parecían inexistentes, pues sabido es que las prisas son malas consejeras. Luego, y en un alarde de condescendencia, el tiempo nos permite que lo dejemos pasar o que lo perdamos. Lo primero, el pasar, no suele tener la trascendencia de lo otro y, desde mi punto de vista, tampoco se suele hacer con fines poco agradables. Lo dejamos transcurrir en espera de sucesos más importantes, o tomándolo como solaz o entretenimiento. Y permítaseme aquí decir una conocida frase: mejor es perder el tiempo con los amigos, que perder los amigos con el tiempo. Lo que es realmente terrible es perder el tiempo. Por mil razones que, de sobre conocidas por todos, no hace falta explicar. Y sin embargo es tarea que haces, hace, hacemos, una gran cantidad de seres humanos: la procrastinación, o sea, dejar de hacer lo importante y beneficioso, o postergarlo. Ociar, y le estoy dando un tono peyorativo a este término, sin tino ni tasa. Hacer lo contrario de lo que sería conveniente. No darle un palo al agua. Sólo como ejemplo, recordaremos al estudiante que no da golpe, al obrero que poda menos cepas de las que podría, o al que se escaquea para eludir una tarea y endilgársela al compañero. Hay muchas conductas humanas que perjudican al hombre en todos los sentidos y no podría decir si esta de perder el tiempo será la más perjudicial de todas, pero desde luego creo que está entra las tres primeras. Vaya mi aplauso para aquellos que saben aprovechar el tiempo, y que si pierden una hora por la mañana están buscándola el resto del día. Ramón Serrano G. Noviembre 2016

viernes, 21 de octubre de 2016

Estaban allí

Para los “inquilinos” de las residencias geriátricas. Cuando llegué aquella tarde esas personas estaban allí, al igual que habían estado allí ayer, y antes de ayer, y todas las tardes del mundo, cumpliendo primorosamente con su deber, que no era otro que aguardar, silenciosa y parsimoniosamente, que alguien acudiese a cumplir con la fascinante obligación que todos y cada uno de nosotros deberíamos imponernos primero, y luego cumplir, de convivir junto a ellas con cierta frecuencia durante un rato. He puesto convivir y creo que he escrito bien, ya que fui a tres cosas: a conversar, a acompañar, a vivir con. Bueno a eso y a otra más todavía, y puede que la más importante: a aprender cómo se sabe mantener la dignidad y el señorío de una existencia, aun cuando el tiempo haya reducido enorme y lastimosamente muchas de las condiciones psíquicas o físicas, o ambas, de algunas personas al haber entrado en años. Porque es curioso lo que ocurre en nuestras vidas. Mientras estamos activos, digamos oficialmente, nos movemos por el mundo y el mundo parece que gira a nuestro alrededor. Pero cuando cesamos y nos hacemos provectos, nos encontremos achacosos o no, el mundo huye de nosotros y se nos suele allegar la soledad, o, por el contrario, somos nosotros los que nos refugiamos en ella, quizás, pienso a veces, por la intervención del ostiario, aquél clérigo que había recibido sólo la primera de las órdenes menores, pero que tenía la autoridad suficiente para llamar y abrir la puerta a los dignos, dándoles paso y denegándoselo a quienes no lo eran. Pero sea de una manera u otra, me reitero en decir que lo cierto es que aquellos seres estaban allí, con una dignidad exorbitante, dando un ejemplo noble y fehaciente de que no debemos nunca renunciar a vivir. Aunque parezca que las condiciones, o las circunstancias, así lo aconsejen. A pesar de que muchos de los que están a su derredor casi se opongan y casi, casi, les impelan a no hacerlo. Incluso si las circunstancias que nos rodean aparentasen indicar lo contrario. Allí, prosigo, se mantenían diariamente con un comportamiento ejemplar y convincente, y con una manera de ser que transmitía unas sensaciones conmovedoras. Puede que fuera algo similar a lo que en el flamenco se da en llamar los sonidos negros. Me explico. Hay una verdad muy grande que alguien dijo escuchando a Falla en su Nocturno del Generalife: -Todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende. Los sonidos negros son ese misterioso poder que algunos sienten, pero que ningún filósofo sabe explicar. Algo parecido a un desgarro profundo y un dolor que pugna por salir a la cara, y que no obedece a causas físicas, sino que es, primordialmente una membranza de tiempos pasados, que indudablemente fueron mejores que los actuales, y un no esperar apenas nada del porvenir. Algo, al parecer triste, pero que a su vez es bastante gratificante y muy digno de ser admirado. Recuerdo perfectamente que, al principio, en mis primeras visitas, me llené de mesticia en esos días en los que fui a visitarlas, unos días en los que me parecía que los recuerdos eran más fuertes que la esperanza, según reza el proverbio hindú. Pensé en la posibilidad de su aflicción, motivada por la evocación de tiempos pretéritos cargados de sucesos, gratificantes algunos, y no tan deleitosos otros, pero que sus condiciones humanas estaban al completo. Mas al poco tiempo de mis visitaciones cambió mi opinión radicalmente al comprobar con despacio su proceder. Así, la realidad de lo observado me colmó de complacencia al ver que su mente estaba relajada, su presentación era impoluta, y que la gran mayoría derrochaba un gran optimismo y una determinada predisposición a ser útiles a los demás. Que su presente y su forzosamente corto futuro, el resto de sus días, no lo tomaban como un castigo, sino como la recompensa a una vida repleta de un trabajo bien llevado a cabo y el cumplimiento de muchas obligaciones. Y algo mucho más asombroso aún: mostrando una gran inquietud por lo porvenir y, para nada, una indiferencia o abulia, como podría parecer que sería su lógico comportamiento. Y me quedé asombrado de su conducta, y tanto, que hoy vengo aquí a hacerme lenguas de esas personas que saben llevar con arrogancia, estilo y señorío, una situación difícil, unos momentos que están saturados de pesares y limitaciones y que sin embargo saben dejarlos a un lado, mostrando su faceta más amable y educada. Siempre, siempre, hay que aplaudir a quienes actúan con corrección y más si lo hacen de un modo primoroso. Incluso aunque tengan a su favor todos los vientos y mareas y por ello su tarea no les resulte dificultosa, deben ser elogiados sin reservas. No digamos, entonces, si para poder manejarse de una ortodoxa manera, tienen que superar escollos realmente difíciles o hacerlo con la mayor dignidad en condiciones nada benignas. Y por eso mi aplauso, porque eso precisamente era lo que estaban haciendo esas personas cuando llegué aquella tarde y estaban allí, al igual que habían estado allí ayer, y antes de ayer, y todas las tardes del mundo. Ramón Serrano G. Octubre 2016

jueves, 6 de octubre de 2016

Usos

Quien me haya leído, recordará, ya que lo he dicho mil y una veces, y he de repetirlo en mil y una más, lo hermoso de muchas costumbres antañonas como, por ejemplo, aquella de oír in illo témpore cantar a los hombres, a su aire y a su albedrío, cosa esta que casi siempre ocurría en tres ocasiones: cuando iban o volvían del campo sentados a lomos de la mula o del burro, a la ida o al regreso de rondar a la novia, o mientras trabajaban manualmente en el taller y de ahí el origen del cante de fragua, o de la herrería, al compás del fuelle y el martillo. Y solían hacerlo bien. Porque ponían empeño en ello, porque se fijaban en maestros como Chacón, Mairena, Vallejo o Pinto y porque no pasaba nada si repetían sus coplas o no lograban sacar en ellas la profundidad o el arte de los grandes genios flamencos. Ni a ellos les apocaba, ni nadie se lo echaba en cara. Sin embargo, con los escritos no ocurre esto, ni ha ocurrido jamás. Quienes gustamos de hacer “garrapatos”, solemos, al igual que lo hacían aquellos, poner el mejor afán en ello y en emular a los maestros. Pero al no tener el calibre o los quilates de los grandes, se nos suele, aparte de la calidad, acusar de plagio y afear nuestra acción si reincidimos en un tema, o si no alcanzamos, ni con mucho, la belleza de los textos de los clásicos o famosos. Será, pienso yo, porque el cante se perdía en el aire, mientras que lo escrito ahí queda. Verba volant et scripta manent, que dirían los latinos. Pero, ¿qué se le va a hacer? A quien no le guste así, que lo deje, que se dedique a otra cosa, o que se busque otro entretenimiento. Y hago este inicio porque ayer, leyendo una de las mejores composiciones amorosas, si no la mejor, que en el tiempo han sido, aquella que comienza: “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra..”, que compusiera el siempre insuficientemente alabado Francisco de Quevedo, vino a mi magín cómo van mudándose los hábitos de las gentes y por qué estas mutaciones son debidas a las imposiciones de la vida. Esta, que ha tomado en la actualidad unas prisas y unos desasosiegos desaforados, nos lleva a todos, entre otras cosas, a querer atender a muchos palos y tener más ocupaciones de las aconsejables, aun cuando ellas no sean imprescindibles para una mayor calidad de nuestra existencia, y aunque muchas veces, demasiadas veces, esa mejoría no sea del todo cierta. Aparentemente sí que lo parece. Nos auto convencemos de que no debemos desaprovechar el tiempo, pero este lo empleamos con demasiada frecuencia en actividades nimias, en ocupaciones fútiles, que puede que sean buenas en sí, y de hecho lo son, pero en las que hemos de emplear tanto tiempo que nos impiden realizar otras obras de tanta o mayor enjundia, y, desde luego, más sosegadas. Desde siempre ha venido sucediendo que los hombres estuvieran impacientes por conseguir sus afanes. Pero nosotros, tratando de hacer lo que está de moda, procurando emular al vecino o al amigo, queremos abarcar tanto y tan rápido, que ni procesionamos, ni repicamos debidamente. Muchos autores pensaban así. Chestertón llevaba mucha razón cuando dijo que “la prisa nos lleva demasiado tiempo”, y hace unos diez años, Carl Honoré, publicó su Elogio de la lentitud, libro verdaderamente recomendable. Antes las cosas se hacían de otra manera. ¡Muchas cosas se hacían antes de otra manera! Y, sobre todo, con un mayor sosiego y raciocinio, lo que era infinitamente mejor que los arrebatos actuales, con los que, en nuestra forma de vivir y de actuar, parece como si estuviésemos encalabrinados, dominados a menudo por un aceleramiento excesivo y nada proficuo. Porque tenemos prisa no nos vestimos despacio y así salimos luego a la calle: hechos unos adefesios. Nos preocupamos más de hacer muchas cosas antes que de hacerlas bien, porque hoy, y así parece constatado lamentablemente, importa más la cantidad que la calidad. Va entonces mi recomendación -aunque ¿a quién puede interesar la sugerencia de un pobre viejo- de que las cosas se deben hacer bien, sin prisas y meticulosamente. Ya, el ínclito Antonio Machado, nos recomendaba: “Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas”. Por último, recordar que nunca nadie debe confundir en su actividad calma con ocio, y recordar también a Agustín de Hipona, que dijera que la ociosidad camina con lentitud y por ello todos los vicios la alcanzan. Pero ese ya es otro tema. Ramón Serrano G. Octubre 2016

jueves, 22 de septiembre de 2016

Palabras

Reconociendo que es una osadía la que voy a cometer con este escrito (aunque he ejecutado tantas en muchos de los anteriores que una más apenas ya si importa) pido perdón, de antemano, por disentir, aunque sea mínimamente, del gran Charles Dickens, quien, en su novela Tiempos difíciles, afirma: - Hechos, sólo hechos. Algo similar a lo que dice una coplilla que muchos atribuyen al navarro Francisco Javier: ..que al final de la jornada, aquel que se salva sabe, y, el que no, no sabe nada. Sin embargo, y sin que me duelan prendas, debo reconocer primeramente que el autor inglés lleva muchísima razón, sobre todo si recordamos aquello de “obras son amores…”, pues no bastan casi nunca las palabras para conseguir los fines anhelados, sino que se ha de recurrir al obrar, y al hacerlo bien, para lograr lo que se pretende. Casos demostrativos podría traer a montón para corroborar el aserto, pero me voy a limitar con lo que el padre le responde al hijo cuando este le cuenta que está estudiando mucho: -Las notas nos dirán si es cierto esa afirmación que haces de que te estás rompiendo los codos. Por otra parte, alguien podrá decirme, y yo estaría conforme con ello, que hay también una enorme cantidad de casos en los que se ha visto, clara y fehacientemente, que una persona ha hecho ímprobos esfuerzos y sacrificios para alcanzar algún fin, y que pese a ello no ha llegado a conseguirlo por mil y un motivos. Los imponderables, los necesarios conocimientos, las más diversas vicisitudes, falta de previsión o cálculo, etc., etc., se lo han impedido. O sea que, visto así, debería estar conforme con la pragmática opinión del escritor británico y decirme: ¿Se ha conseguido el objetivo? No, pues todo lo demás son cuentos. Pero las cosas, todas las cosas y todos los casos, se pueden, y se deben, observar desde distintos ángulos y, según la perspectiva desde la que las estudiemos, podremos sacar consecuencias muy diversas. Y para corroborarlo quiero empezar diciendo que unas de las cualidades más hermosas que tiene el hombre son la capacidad de raciocinio y el vocabulario y su uso. Incluso los animales (y por favor, nadie vea aquí el más mínimo atisbo de comparación) disponen de sus sonidos que les son muy beneficiosos para sus peculiares fines. Me estoy refiriendo a las palabras, esas maravillosas unidades lingüísticas con las que transmitimos o explicamos sensaciones e ideas, y que tienen, naturalmente, sus partidarios y detractores. Sólo un recuerdo para aquello de: “es un hombre de palabra”, o lo otro de: “las palabras se las lleva el viento”. Mejor aún reproduciré la opinión de tres ilustres personajes. Decía Maquiavelo: “De vez en cuando, las palabras han de servir para ocultar los hechos”. Por su parte, Lao-tsé afirmaba: “Las palabras elegantes no suelen ser sinceras; las sinceras no suelen ser elegantes”. Y nuestro ínclito Quevedo que: “Son las palabras como las monedas, que una vale por muchas y muchas no valen por una”. Estando claro que pudiéndose enfocar desde varios prismas este tema, yo, que soy palabrero en exceso, vengo a aquí hoy a enaltecer y ponderar su uso. Porque es sabido que en muchas circunstancias de la vida en las que lo sucedido no tiene ya remedio, unas palabras, o unas consideraciones, facilitadas por otra persona pueden llevarnos a unas decisiones, a una modificación del estado de ánimo, o a un cambio de conducta diferentes a las primeramente adoptadas. Por otra parte, los razonamientos extraños nos suelen aportar, o pueden llegar a hacerlo, puntos de vista que no captamos por nosotros mismos, concediéndonos unas posibilidades con las que no habíamos contado y abriéndonos caminos en un principio ignotos. Y no ya tras un suceso más o menos traumático, sino también en circunstancias normales. Todos sabemos casos puntuales en que con la voz se ha conseguido mucho. Tenemos constancia de que tan solo un piropo, una declaración amorosa o afectiva, o una poesía han hecho cambiar radicalmente la vida de muchas personas. Que a gran cantidad de otras muchas le reconfortan sus jornadas las conversaciones que mantienen asiduamente con amigos o vecinos, con las que logran buenos ratos de evasión o entretenimiento, o además, y esto es más importante, solaz y descanso para sus mentes y paz para sus almas. Que hablándole al ciego se consigue que imagine perfectamente lo que no puede ver. Que un libro aventaja a una película porque en el cine sólo se ve lo que aparece en la pantalla, mientras lo que puede imaginar el lector es inacabable. Que ante la pérdida de un deudo una sentida palabra de consuelo es capaz de producir mucha paz y mucho bien. Que ante la ruptura de unas relaciones, una conversación puede restaurarla, e incluso fortalecerla. Vaya entonces mi aplauso y alabanza hacia las palabras, a la importancia y trascendencia que suelen tener, aunque queriendo dejar constancia que entre ellas no admito a la palabrería, esa abundancia de voces ociosas y vanas, sino que me estoy refiriendo a aquellas expresiones repletas de seso, enjundia, sabiduría o experiencia. Se ha dicho hasta la saciedad que el silencio vale más que mil palabras, pero no debe olvidarse que una sola palabra es capaz de cambiarlo todo. Yo así lo creo y envidio grandemente a quien tiene la fortuna de poseer el don de la palabra. Ramón Serrano G. Setiembre 2016

jueves, 8 de septiembre de 2016

La plastilina

Para Maruja C. M., asidua lectora de mis artículos, con mi agradecimiento. Viendo el comportamiento que ha tenido el ser humano desde las fechas en las que Eva y Adán abandonaron el Paraíso y la serpiente para ir a darse una vueltecita por el ancho mundo hasta el día de hoy, a los humanos se nos puede llamar, o describir, de mil y una formas y modos, pero el calificativo que mejor nos detalla y define es el de dúctiles, maleables, dóciles, de fácil manejo, flexibles, sumisos, o cualquier otro sinónimo que se quiera elegir. Pues aunque desde el inicio citado el hombre ha luchado contra todo y contra todos, y con la fiereza y denuedo que hayan sido necesarios para verse libre o, al menos, no sufrir un excesivo y verecundo sometimiento, una vez finiquitadas las batallas y sus fragores, siempre se abandonó en manos de unos chiquilicuatres de tres al cuarto que han sido capaces de domeñar a todos, a unos y a otros, a vencedores y vencidos, hasta hacerles pasar, aborregadamente y agachada la cerviz, bajo las horcas caudinas. Llegó un tiempo en el que lo que no habíase conseguido nunca con las armas, se lograba, sin un excesivo rempujo, con teorías filosóficas, religiosas, políticas, laborales, relajantes, gimnásticas, o de cualquier clase o condición. El caso es que de forma perenne se ha hecho de nosotros, homínidos al fin y a la postre, lo que los gobernantes o prebostes de turno han decidido (decisión siempre tomada con el único fin de lucrarse ellos), y obteniendo así, o tratando de hacerlo, el mayor beneficio y gloria propias. Desde entonces, esto ha sido siempre de esa manera y modo, en toda tiempo y en todo lugar. Y quien, no creyéndome, quiera convencerse de ello, que eche mano de los libros de historia. Pero es más; por los visos que están tomando las cosas hoy en día, parece que todo ello no va a cambiar, sino que todo va a ser igual,… o peor. En la actual época, cuando los seres humanos, o la mayoría de ellos, se va liberando de sus más penosas y, demasiadas veces, lacerantes ocupaciones, deseosos y merecedores de un descanso, aparcan un tanto algunas decisiones y se dejan llevar y dominar de manera casi escandalosa. Y ante esa tranquila presa, son muchas las alimañas que acuden deseosas del espléndido botín, no siendo la más comedida de entre ellas la publicidad, o sea, la divulgación de ideas, información u opiniones, que pueden tener un carácter político, comercial, religioso, etc., con el deseo de que las gentes obren de una determinada manera, piense según unas ideas precisas o adquiera este o aquél producto. Hoy está trabajada increíblemente, y sus seguidores, dirigidos siempre por su number one, David Ogilvy, para poder medio domeñarla han de saber bien disciplinas como sociología, psicología, antropología, estadística o neuroeconomía, y saber muchísimo acerca de Above the line (medios convencionales) o Below the line (medios alternativos). Pese a todo, no deja de ser un ente que, a más de tener algunas virtudes y ventajas, es también insaciable, mendaz, petate y embudista en muchas ocasiones o, al menos, no decidor de toda la verdad. Meticón hasta extremos increíbles, acaba haciéndose con la voluntad de aquellos a los que alcanza. Porque antiguamente, muy antiguamente, el buen paño se vendía en el arca, pero luego las cosas fueron cambiando y, también desde hace mucho, lo que no se ve, ya no se compra. La oferta se fue ampliando (traigamos a colación a los gremios del medievo o a las medinas marroquíes y orientales) y comenzó a desarrollarse la publicidad, fuerza, hoy en día, omnipotente que arrasa por donde pisa, estando (como deidad que es) en todas partes y moviendo ingentes cantidades de dinero. Un anuncio de 30 segundos en la TV norteamericana, en la final de la Super Bowl 50 de este año 2016, ha costado: CINCO MILLONES DE EUROS. Total para transmitirnos noticias, datos e “indudables beneficios” de toda clase, darnos a conocer una cosa o sus muchísimas cualidades (no van a decir que es mala),o hacernos ver que siguiendo las pautas que nos indican nuestra vida será un bello y agradable camino de rosas. Y además, y esto es casi lo más admirable, nos lo dicen como haciéndonos un favor, como si les importase más nuestra felicidad y contento que sus ganancias. Como tratando de convencernos, a nosotros, sin observar (al parecer) que estamos deseosos, muy deseosos, de dejarnos convencer. Muchos ya, por la experiencia habida, piensan que no será tanta la bicoca que nos es ofrecida, pero a fuerza de repetir que es buena, la gente acabará creyendo que sí lo es. -Mira (oyes decir en el supermercado), esas galletas son muy buenas. Lo he oído decir en la tele. Y las compran. Y es que nos hemos vuelto dúctiles y maleables, como el cobre. O mejor dicho aún, flexibles y dóciles como la plastilina. Ramón Serrano G. Setiembre 2016

martes, 23 de agosto de 2016

Las tres eses

A la memoria de E.G.S. Sin querer meterme para nada a dilucidar si las costumbres de antaño fueron mejores que las de ahora, que buenas y malas las hubo, las hay y las habrá siempre, sí quiero pararme a repasar un aforismo que me enseñó, cuando niño, una familiar con la que todos los años pasaba largas temporadas. En realidad me enseñó esa y muchísimas más cosas buenas. Otra, bien distinta, es que yo las aprendiese. Pero sí que recuerdo aún esta, a la que quiero prestar mi atención, puesto que entonces no la entendía muy bien, quizás porque su realización era para mí un verdadero suplicio, y que después he llegado a comprender. Me estoy refiriendo al acto de cortarse las uñas, tarea reservada a los mayores ( los niños ni sabíamos, ni podíamos), y que nosotros aceptábamos siempre a regañadientes. ¡Qué tortura, madre, qué suplicio! Con el fin de que mi oposición al mencionado recorte no fuese muy grande, aquella bendita persona trataba de convencerme diciéndome las muchas ventajas que ello tenía, y que, como es natural, no voy a repetir aquí. Pero sí que siempre añadía una teoría que recuerdo con mucho agrado. Me decía: -Las uñas hay que cortárselas siempre con tres eses. A Solas, los Sábados y con Sol. Yo con aquello me quedaba completamente en ayunas sobre cuál era su significado, por lo que ella intentaba aclarármelo convenientemente. -Mira, me decía, con toda su bendita paciencia. Hay que hacerlo a solas, como otros muchos actos íntimos más, porque no es agradable para los demás contemplarlo, amén de los posibles residuos que puedan quedar tras su realización. Lo de los sábados no se refiere exhaustivamente a que haya de ser en concreto ese día de la semana, que puede ser cualquier otro, ni cada siete días, sino a la periodicidad en la ejecución del acto, que no debe ser nunca excesiva. Y finalmente, con sol, en referencia a que no lo debemos dejar para última hora, que, cuanto antes lo hagamos, mejor. Luego, cuando la vida y los años me fueron enseñando otras muchas cosas, llegué a comprender la gran vastedad de aquel mensaje de las tres eses no se refería exclusivamente al recorte ungular, sino que es aplicable a una gran cantidad de actos que los humanos llevamos a cabo constantemente. Trataré de explicarlo. Como es natural, poco, o mejor dicho nada, hay que explicar sobre la conveniencia de la soledad en la ejecución de los actos íntimos. Pero también debemos emplear ese “secretismo” en la realización de nuestras obras buenas: “Que tu mano izquierda no se entere de lo que hace la derecha”, (Mateo 6, 3-4), ya que deben ser los demás los que se hagan eco de ellas. Sin embargo hay hasta quien, cuando está dando una limosna a un menesteroso a la puerta de la iglesia, se hace un selfie que después transmite a sus allegados. Para la segunda ese, y siguiendo con la ejecución de las buenas obras, debemos imponernos una periodicidad, simplemente, porque el hombre tiende a la dejadez, a la no continuación de sus actos más nobles, simplemente por abulia, molicie o poltronería. Esta misma regularidad, y con la misma intención, viene aconsejada por la Iglesia Católica cuando le dice a sus fieles que asistan a misa al menos una vez a la semana, o que se comulgará una vez al año por Pascua florida, que de esa forma venía recomendada ya en los antiguos catecismos Astete o Ripalda. Por ello, sabedores de que las personas somos proclives por naturaleza a la inactividad, y con ella, a la no ejecución, o al retardo en ella, de muchas de nuestras obligaciones, sean estas por oficio o por afición, marquémonos pautas para estimularnos a su ejecución y no a su abandono, en el que caeríamos, con toda seguridad, de no hacerlo. Y para referirme a la tercera y última ese, puesto que soy refranero como Sancho, permítaseme que acuda a ellos para justificarla. Esta postrera ese, hace referencia a la conveniencia de hacer las cosas tempranito, con sol, o sea, a primera hora de la mañana. Nos anima a ello la paremia que dice que “a quien madruga, Dios le ayuda”, pero aún sin recibir ese divino apoyo, cabe comprender con facilidad que aquel que no espera hasta el último momento para hacer las cosas tiene más tiempo para ello, a más de que, al clarear el día, se está más fuerte, más despejado y sin cansancio alguno. Eso en cuanto a lo físico, que en cuanto a lo psíquico, debemos valorar, y mucho, la tranquilidad de ánimo que queda después de haber realizado bien, convenientemente y a conciencia, la labor que nos habíamos propuesto o que se nos había encomendado. Se debe recordar siempre la inquietud que nos agobia cuando tenemos algo pendiente de realizar y la tranquilidad con la que se llena nuestro espíritu con aquello de: “Hacienda hecha, quita cuidado”, puesto que ello nos ha dejado libres para la ejecución de cualquier otro menester, laboral o de ocio, que nos sea preciso o nos venga en gana. La verdad es que, antiguamente, el pueblo llano, el hombre de la calle, sabía de aforismos, y anejires, de los que gustaba guiarse puesto que le conducían bien en su obrar y le facilitaban, y mucho, sus hábitos y costumbres. Y una de esas paremias era la que decía que tanto cortarse las uñas, como realizar otras muchas faenas, se deben hacer siempre con tres eses: a solas, en sábado y con sol. Ramón Serrano G. Agosto 2016

viernes, 29 de julio de 2016

Mujer fatal

Hay calificativos que mi cabeza (reconozco que ya está un tanto destartalada y demodé), no quiere admitir y que rechaza de un modo impenitente por más que la fuerce a aceptarlos. Y es que, al igual que emergen los fantasmas en la oscuridad de la noche con su silueta oscura y tenebrosa, así aparecen en mi mente unos cotejos, anterior e indebidamente concebidos por alguien indigno, que por fortuna y de inmediato, y siempre de esa manera, son repudiados tan pronto como aparecen en mi mente. Hay muchos, pero uno de esos inaceptables motejamientos, y al que voy a referirme hoy, es el de mujer fatal. La femme fatale francesa, que galo es el origen de esta acepción que luego se haría universal, aunque en español se le dio en llamar vampiresa, vino a ser, o así siempre fue descrita, aquella “villana” que utilizaba la sexualidad, que en ella parecía ser habitualmente insaciable, para enloquecer y atrapar a algún desventurado héroe. Hoy las referencias a la citada expresión se destinan a la fémina que anda a caballo entre la maldad y la bondad, sin escrúpulos de ningún género, y que de continuo está tratando de imponer su voluntad y obtener pingües beneficios. Ellas han aparecido muchísimo en todos los países y en todos los momentos, y de ellas se han ocupado prolijamente la música, la literatura o el cine. Como ejemplos, que los hay a montón, podríamos traer a colación a Ishtar, Lilith, Salomé, Circe, Medea, Cleopatra, Mesalina, Agripina, Morgana o Leonor de Aquitania, en remotos tiempos, y como más recientes, a las actrices Rita Hayworth, Sharon Stone, o a las maravillosas Marlene Dietrich y Lauren Bacall. Y, por otra parte, no quiero pasar por alto la muy agradable comedia humorística de nuestro Jardiel Poncela, titulada precisamente: “Usted tiene ojos de mujer fatal”. Cerciórese de todo esto y por su propio ojo el curioso lector y comprobará la verdad de lo que afirmo. Pero permítaseme que me detenga en analizar un poco la expresión que nos ocupa. De ella dice el D.R.A.E. que es mujer fatal aquella que ejerce sobre los hombres una atracción irresistible que puede llegar a acarrearles un final desgraciado. Esta definición está bastante bien, muy bien incluso, pero indudablemente es incompleta, pues se queda muy corta, ya que no da explicación alguna sobre los avatares de tan trascendente relación de pareja y, sobre todo, las motivaciones que pueden impeler a los protagonistas a obrar de una determinada manera. El caso empieza habitualmente porque un individuo del género masculino percibe la existencia de una persona del sexo femenino que, entre otras cosas, es subyugante, seductora, retrechera, adorable, arrebatadora y así mil epítetos más, por lo cual el pobre hombre se siente irremisiblemente atraído por esa señora. Analicemos ahora la actuación de la una y del otro. El uno, que se encuentra de improviso ante un tesoro colosal, inimaginable, y ve que hay posibilidades de hacerse con él y disfrutarlo, obnubilados sus sentidos, se siente arrastrado por una fuerza irresistible que a lo único que le capacita es a conseguirla (en todas las acepciones que pueda tener el verbo), y no piensa, ni se ocupa en otra cosa, que no sea la de alcanzar la inalcanzable maravilla que tiene a su alcance. La otra, que a más de su exquisita belleza corporal, está adornada con una generosidad sin límites, no le importa gastar el agua de su pozo, o la fruta de su árbol, y se dispone de inmediato a calmar las necesidades físicas (y quién sabe si las espirituales), del pobre necesitado que anda marrulleando junto a ella, haciéndolo con el fin primordial de otorgarle una felicidad de la que es carente y que, a todas luces, necesita. Así, sin más aditamentos. Si luego, a posteriori, ella se ve recompensada por alguna prebenda, renta o canonjía, habrá que reconocer que bien se lo tenía ganado con sus muchos desvelos y sacrificios. De cualquier modo, debo puntualizar que todas las historias contadas a este respecto, han sido siempre escritas o narradas por ajenos, pero nunca por el sujeto, por el actor protagonista, el cual, o no habló, o si lo hizo, no fue precisamente para emitir quejas, que en cualquier caso nunca serían plañidos sino quejumbres, ya que más bien, y por el contrario, siempre exclamó satisfacciones y complacencias. Visto lo cual, no me queda otro remedio que pensar que fue algún misógino perverso quien, con un mal hacer desorbitado, denominó con tan desafortunado calificativo a algunas mujeres, las cuales, y por el contrario, son merecedoras de un aplauso y un reconocimiento generalizado. Pensando entonces que las cosas se han producido siempre de este modo, cuando, en realidad deberían haber sido dictaminadas de diferente forma, me digo que puede que alguna mujer fuese fatal, pero las más serían deliciosamente dulces y encantadoras, pues doy en recordar el dicho aquél de: “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”. Ramón Serrano G. Julio 2016

jueves, 28 de julio de 2016

Decepción y comprensión

Aunque el DRAE define a la decepción como el pesar causado por un desengaño, y a este como el conocimiento de la verdad con que se sale del engaño en que se estaba, quisiera exponer que yo, normalmente, califico de decepción al estado en que uno se encuentra cuando, habiéndose elegido algo más o menos cuidadosamente, este algo no responde a las expectativas que se tenían puestas en él. Al conseguirlo, o al llegar a cierto estado, alguna cosa ha fallado en cuanto a la calidad o la cantidad de la esencia de lo apetecido, o por lo que se ha trabajado menos o más, pero cuidadosa y afanadamente. Pero para que esto se dé, en todas las ocasiones se ha debido ser agente activo en el desarrollo y en el resultado de la empresa en cuestión, ya que, y sin embargo, puede uno hallarse ante una situación que no ha sido buscada, o los hechos realizados no tenían que desembocar probable o necesariamente en ella, bien porque no eran de una entidad lógica, o bien, y ¿por qué no?, debido a una falta de cálculo del sujeto causante. El caso es que ello ha concluido en un estadio que no había sido previsto convenientemente, ni con mucho, pero que está ahí latente, con un condicionamiento y dimensiones que le conceden enorme importancia. Entonces, si estamos ante una gravosa situación, pero no la hemos buscado, ni somos el agente que ha actuado conscientemente para su logro, podremos estar con disgusto, contrariados o con desencanto ante ella, pero nunca decepcionados, ya que no hemos tratado ni intervenido en el alcance y el advenimiento de esa realidad. Pero al aparecer este término, realidad, sí que debemos comprobar nuestro comportamiento ante la tesitura en la que nos hallamos. Es esta una situación desagradable, altamente enojosa, que nos ha llegado incluso sin merecerlo, y, desde luego, sin buscarla, y ante la que tenemos que reaccionar de la mejor manera posible. Lo más normal, aunque estaría mejor dicho lo que hace, o hacemos, la mayoría, es que actuemos con ira, con rabia interior, pero quejándonos profunda y públicamente de nuestra mala suerte y pidiendo compasión a tirios y a troyanos. Es curioso, pero eso de emitir ayes lastimeros es una fácil actividad humana, que lleva innata, pese a que es un absurdo, puesto que nada se gana con ello, salvo una cierta satisfacción anímica. Es, digamos, una especie de pasatiempo al que acuden mucho los que no tienen capacidad de obrar, por impotencia o por abulia, y buscan la misericordia de los demás, tanto para esa desgracia como para otras que tengan. Sin embargo, lo más correcto, en ese concreto instante, sería una amplia comprensión de la situación sobrevenida y un estudio profundo de su causa con el fin de evitar una repetición posterior. Y hecho esto, deberíamos tener una apertura mental muy amplia para, admitiendo que los seres humanos estamos expuestos a infinidad de infortunios y desgracias, y de todo tipo y condición, y comprender que a nosotros nos puede tocar la china igual que a cualquier otro hijo de vecino. Acudamos a los textos para convencernos. Tanto en el Eclesiástico (3,26), como en el Quijote (cap. 20, 1ª parte) se dice que quien ama el peligro perece en él, pero viendo, entre otras muchas opiniones, el providencialismo, advertimos que los designios de Dios son inescrutables y la sabiduría del hombre limitada para comprenderlos (Romanos 11, 33). Estamos hartos de saber que en la vida, sin saber por qué y en muchas ocasiones sin haber hecho nada para merecerlo, nos afligen desgracias de la más diversa índole y condición. Por ello, tras haber sufrido un descalabro, no nos queda sino ponernos a la obra en una de las siguientes actuaciones, sin que haya pretexto o excusa alguna que las dificulten o las obstaculicen: tanto la aceptación de lo sucedido como un hecho común, según queda explicado, como, además, un completo ejercicio físico, pero sobre todo mental, para salir del estado abúlico, de mayor o menor intensidad, en que lógicamente nos hallaremos tras haber sufrido el percance causante de nuestro “infortunio”. Así pues, he de finalizar reiterando lo ya referido: si algo importante nos tiene sucedido que sea altamente desagradable, o peor aún, un algo que afecte seria y profundamente nuestro modo de vivir, acojámonos de inmediato al “ajo”, al “agua” y a la “resina”, elementos que tienen demostradísima su eficacia y buen resultado, pero no nos contentemos tan sólo con ellos, sino que pongamos a trabajar al cuerpo, también a nuestra mente, y ¿cómo no? practiquemos con afán el sursum corda con el que se nos exhorta en el prefacio de la misa latina. El pesar y el daño padecido no podrán desaparecer jamás, pero nuestra vida llegará a rayar de nuevo en lo normal y volverá a ser plácidamente llevadera. Claro que todas estas explicaciones son la más pura teoría. Llevarla luego a la práctica es cosa bien distinta. Ramón Serrano G. Junio 2016 Decepción: deseo y realidad. Comprensión: apertura mental y aceptación.

miércoles, 27 de julio de 2016

Racismo

“Vivir en cualquier parte del mundo y estar contra la igualdad por motivo de raza, es como vivir en Alaska y estar contra la nieve”.- William Faulkner. La verdad es que resulta tremendamente difícil encontrar un tema para un artículo que no esté ya trillado hasta la saciedad, y más si ocurre, como en el caso de hoy, que quiero hablar de una de las muchas taras, incorrecciones y malas costumbres que suelen tener los seres humanos. De entre el sinfín de ellas no hay ninguna que sea justificable, aunque esto pueda deberse en gran manera a quién sea el juez que dictamine su gravedad. Pero he de decir que yo sería severísimo en el caso de tener que dar mi opinión sobre aquellos que son racistas. Que, a mi entender, es esto, el racismo, una de las peores lacras que padecen los seres humanos. Porque me parece digno de execración que alguien se sienta superior y rechace a otras personas, a las que considera inferiores, no por sus actos o comportamientos sino por su raza o el color de su piel. Que defiendan la supuesta superioridad de la raza blanca, o cualquier otra, sobre las demás y sientan la necesidad de mantenerla aislada de las que sean como las que ellas prefieren. Esas gentes y sus adeptos padecen sin duda una exacerbación por la que discriminan, persiguen e incluso asesinan (multitud de casos se han dado de ello), a quienes no pertenecen a una determinada etnia o tienen su piel de color y, sobre todo, si esta es negra. Citaré, tan sólo eso, los diversos tipos de racismo que hay, o ha habido, a lo largo de la historia y en toda la geografía mundial. Así, puedo decir que se han dado por discapacidad, creencias, estatus u orientación sexual. De carácter biológico (las razas), cultural, sexual e incluso infantil. Pseudo-científicas, colonialistas o filosóficas, citando entre estos a Arthur de Gonineau y su célebre Ensayo, y sin querer pasar de apostillar que también se da el racismo en muchos lugares entre los negros, u otras razas, hacia los blancos. Podríamos poner ejemplos de mil clases de la desafortunada existencia de esta irracionalidad, ya que se ha venido cometiendo en multitud de lugares y en todos los tiempos. Sin embargo, y como más representativos y graves de entre ellos, citaré al Ku Klux Klan norteamericano y su odio hacia los negros, o al nazismo (palabra que proviene de la contracción de la voz alemana nationalsozialismus), aquél fanatismo hitleriano perseguidor, hasta unos límites insospechados, del exterminio de la naturaleza judía. Y nombrar, aun cuando sólo sea de pasada a los gitanos, cuyo racismo, siendo importante, no alcanza a los anteriores. Es que, de verdad, no lo comprendo. No lo puedo entender. Admito, y es mucho admitir, que la gente cometa mil barbaridades en contra de la sociedad e incluso de ella misma. Disparates de mayor o menor calibre, drogas, trabajos de sospechosa moralidad, incultura, … pero a qué seguir poniendo ejemplos archisabidos por todos. Mas lo que no he llegado nunca a imaginar es que alguien sea rechazado ignominiosamente porque los melanocitos se hallan arraigados de una manera más intensa en su epidermis, o porque profesen una fe y unas creencias diferentes a los de la sociedad ambiental. Que alguien le dé toda la importancia a la portada del libro y ninguna al argumento o la manera de expresarse el autor. No conozco ningún caso en el que un padre haya rechazado al novio de su hija porque este midiera menos de 1,60 cms, tuviese la nariz mucho más larga o corta de lo normal, o padeciese una renquera deformante. Sí a quienes lo hicieron, pero no de una manera radical y definitiva, porque no tuviese la novia (o el novio), una economía suficiente o una posición social o laboral determinada. Sin embargo, sabemos de muchos (quizás la mayoría de los que están leyendo estas líneas), que nunca admitirían la incorporación a su seno familiar de un negro. ¡Qué vergüenza tener un negro en mi casa! ¡Qué dirían los vecinos! Recuerdo que hace bastantes años, comentando este asunto con una persona haciéndole ver mi oposición al racismo y diciéndole que a mí no me hubiese importado en absoluto que alguno de mis hijos maridase con una persona de color, me dijo: - Quizás no pensarías igual si algún día tuvieses un nieto negro y vieras cómo lo rechazaban en el colegio todos o la mayoría de sus compañeros. Tuve que callarme. Debo reconocer, y lo hago muy complacido, que, afortunadamente, muy afortunadamente, por la llegada a nuestro país de gentes de muchas nacionalidades –africanos, chinos, sudamericanos, etc.- ya vemos en nuestras calles y en nuestras escuelas cómo los niños no blancos comparten, conviven, dialogan y juegan tranquila y llanamente con los de aquí. Muchísimo se ha avanzado en ese aspecto, aunque bien pudiera ser que más en la apariencia que en el fondo. Pero tengamos fe. Permítaseme por último recordar al lector aquella maravillosa película de Stanley Kramer, Adivina quién viene esta noche, protagonizada por Spencer Tracy, Sidney Poitier y Katherine Hepburn, en las que se dan unas magníficas reflexiones sobre los absurdos tabúes de la pigmentación de la piel, su condicionamiento en la conducta del individuo y su admisión en las familias y en la sociedad. Ramón Serrano G. Julio 2016

jueves, 30 de junio de 2016

El hermano Lobatillo

Llevábamos en aquel pueblo un par de días y Luis, cómo no, ya había hecho relación con algún vecino. Aquella mañana (una hermosa mañana abrileña) paseábamos por una céntrica calle y nos quedamos detenidos ante una hermosa y antigua casa que, además de la puerta principal tenía otra (supuestamente la de un local comercial), y ambas daban evidentes muestras de llevar sin abrirse varios años. En esas, pasaba por allí Justo, uno de esos recientes conocidos de mi amigo y dijo: -Bonita casa, ¿verdad? Pues más hermosa aún era el alma del que fue su dueño. Pero ya lleva el pobre casi tres años criando malvas. -Observo que le guardas un gran recuerdo, pero ¿qué hizo en especial ese hombre para ello? -preguntó Luis. - Pues simplemente eso, ser un hombre, cosa que no conseguimos todos. Pero mira no voy a ningún sitio, sólo dando un paseo; si quieres nos sentamos en un banco ahí en el altozano y te cuento su historia. Y eso hicimos. Se aposentaron los dos junto al Hermano Balsa, otro paisano ya muy mayor, que entretenía su mañana haciendo pleita con toda la tranquilidad del mundo. El otro empezó contándonos que Alberto López, a quien casi nadie conocía por ese nombre, sino como el Hermano Lobatillo, había sido durante toda su vida un individuo normal y corriente. Solterón de nacimiento, había sacado adelante su subsistencia con su oficio de guarnicionero y un par de pequeños majuelos heredados de su padre, sin dejar de trabajar, pero sin destacar para nada. Su vida era su trabajo, su casa y su ocio, que llenaba leyendo viejos libros que Sixto, el recadero, le traía de Madrid de unos autores, además de los españoles, muy raros. Ingleses, franceses, alemanes y de otros países, y con nombres más extraños aún, como Dickens, Balzac, Hesse y Kafka, que me parece haberle oído alguna vez. Como extra, un café en el bar de Eustaquio, los días muy señalados una copichuela de coñac, y poco más que contar de él. Solían acudir a su taller, a más de los clientes, algunos viejos, y otros no tan viejos, que allí desarrollaban un extenso palique diario mientras que nuestro amigo oía calladamente y no tenía otra atención que la necesaria para su talabartería, en la que destacaba su continuado buen hacer y cumplimiento en la entrega. Pero un mal día se corrió por el pueblo la noticia de que en ese taller se había murmurado, y no poco, de alguien. Cierto o no, (posiblemente, no) lo que si fue verdad es que el negocio de nuestro amigo, y él mismo, sufrieron con el rumor susodicho un varapalo de órdago. La gente, tanto clientes como tertulianos, dejaron de visitarle y el pobre Lobatillo las pasó canutas, hasta tal punto, que tuvo que cerrar el negocio y los casi dos años que le quedaban para jubilarse malvivió con las pocas viñas y algún dinerillo que tenía ahorrado. No salía para nada de su casa, tan sólo para comprar el condumio, y cuando lo hacía, murrio y abatido, no cruzaba palabra alguna con nadie, ya que nadie, o muy pocos a decir verdad, querían hablar con él. Pero luego, nuestro hombre empezó a pensar que si él no había hecho nada malo, de nada tenía que avergonzarse, y que su misión no debería ser otra que la de llevar a la gente al convencimiento de que él, el hermano Lobatillo, era como había sido toda su vida y no como le contemplaban últimamente. Y convencido de esto, empezó a salir de su casa y mostrarse a los demás atento, solícito y servicial. Al principio tuvo bastantes rechazos por parte de la mayoría de los vecinos, pero al poco, estos, recordando el pasado, fueron dándose cuenta de la realidad, y comprendieron que habían sido ellos los equivocados, cosa esta a lo que ayudó el que, al poco tiempo, acabó sabiéndose con certeza quien fuera el autor de las maledicencias y el sitio donde se había murmujeado, que no había sido la guarnicionería. Y su vida, que últimamente había estado siendo un erial, que se deshojaba la flor que él tocase, mudó de modo radical. Siguió leyendo cuanto podía, eso sí, y bastante, pero sus muchos ratos libres los dedicó a obras de caridad, o por decir de otro modo más aclaratorio, de acompañamiento. Le hacía los recados a don Serapio, el cura; o la compra a doña Serafina, la viuda del alcalde don Jeremías y mataba algunas tardes platicando en los bancos del atrio o jugando al caliche en la era de don Marcelino el boticario. Al final, cuando se vio viejo, sabedor de que le quedaba poco, vendió las pocas tierras que tenía, pues a él, para su vivir, le sobraba con la exigua paga del jubile. Los cuartos que le dieron se los regaló a las monjas que regentan el asilo que hay en el pueblo de al lado. Y su última posesión, la casa esa tan apañada que habéis visto antes, la mantuvo para estar a techado hasta su muerte, y aunque le tenía dicho a todo el mundo que se la dejaría al Ayuntamiento, se ve que no hizo bien los papeles, o lo que fuera, pero el caso es que unos parientes reclamaron y andan de litigio. -Pues mira que te digo, Justo, que me hubiese gustado mucho haber conocido y tratado a Alberto, o al Hermano Lobatillo, que no sé bien como llamarle. Pero que yo, que he visitado muchos pueblos de nuestra España, me he encontrado en la mayoría de ellos, hombres sencillos, pardos, pero buenos, buenos de verdad. De esos que sin dar un ruido, sin alharacas ni fanfarrias, saben hacer mucho bien por sus vecinos. Y ver eso, encontrase con gente así, da gloria. Ramón Serrano G. Julio 2016

viernes, 17 de junio de 2016

Las nubes

Aunque al leerlo parezca un enorme contrasentido -de hecho lo es- se puede determinar, de modo concluyente, que todo es relativo en esta vida. Mucho se ha dicho al respecto y pese a parecer pueril el querer poner ejemplos de ello, sí que me voy a detener en analizar una determinada palabra, apoyándome en sus varias acepciones, tratando de comprobar así la verdad del aserto. Esta palabra es nube (por cierto, qué buena labor hacen las que nos riegan en mayo), con ocho acepciones en el D.R.A.E, y quince, o más, frases allí recogidas hechas con la misma, aunque he de hacer constar que cuando el hombre de la calle se está refiriendo a ellas, no lo hace habitualmente por su composición, manera de obrar o forma, es decir, si son cirros, estratos, cúmulos o nimbos, sino que les está aplicando otros muy distintos significados. Estas significaciones manifiestan conceptos diferentes e incluso antagónicos. Van desde decir de ellas que son un agregado visible de gotitas de agua (y añado yo: anhelado a veces y a veces aborrecido), a cosa que oscurece a otras, como ella suele hacer con el sol. Desde mancha blanquecina que aparece en la capa exterior de la córnea del ojo humano, a agrupación muy grande de algo que va por el aire, ya sea polvo, pájaros, humo, etc. Y aún hay más conceptos, pero no quiero ser exhaustivo. Con los calificativos y expresiones viene a ocurrir lo mismo, y además, casi todas están llenas de albedrío ya que, al utilizar esos términos, los pensamientos ocasionalmente se encuentran de forma positiva aunque, lamentablemente en ocasiones, lejos de la realidad. Vemos que hay nube de verano, con la que aludimos a un disgusto pasajero; si se habla de descargar la nube nos estaremos refiriendo a que alguien desahogó su cólera; si decimos que algo está por las nubes queremos expresar que tiene un precio de consecución elevadísimo, ya sea este económico o de otro tipo; si se pone a alguien o algo por las nubes significa alabarlo hasta más no poder. Por no dilatar más este escrito, y como muestra fidedigna de la relatividad a que me refería al comienzo, citaré otra expresión más, y esta es la de estar en las nubes o vivir en una nube. El diccionario afirma que esto viene a significar el ser despistado, soñador o no apercibirse de la realidad. Y es cierto. Pero hay muchas gentes que cuando a firman que fulano vive en una nube lo que quieren expresar es que se halla en un lugar idílico y es completamente feliz. Sin agobios, sin oscuridades, en lugar tranquilo, dominante y con unas vistas espectaculares. En una palabra, estar en el cielo. ¡Qué delicia! Como acabamos de ver son las mismas palabras, pero ellas para Mengano significan una cosa y para Zutano otra muy diferente, lo cual nos hace ver que aquella tesis que afirma que nada hay absoluto, que todo es relativo, parece completamente cierta, aunque esto signifique un absurdo, y me estoy refiriendo concretamente, a que tras acabar de manifestar que todo es opinable, que nada es de una determinada manera, digo a continuación que mi aseveración sí que lo es. Pero continuemos. Tras estos escarceos en sus formas y maneras de ser, ¿cómo son las nubes en realidad? ¿Cuáles son su verdadera idiosincrasia y sus peculiaridades? Pues, como la mayoría de las cosas de este mundo, estas son del color del cristal con que se miran y las calificamos de acuerdo con las incidencias que su aparición obran en nuestras actividades. A veces las nubes son tan misericordiosas que ofrecen un descanso a aquellos que siempre están mirando las estrellas. Otras son deslucidoras de un bonito día de playa. Aquellas hacen, al derramar generosamente el agua que contienen, que muchos logren obtener unas abundantes cosechas. Estas llevan a zozobrar las barcas de algunos pescadores. O sea, que les ocurre a nuestras amigas las nubes lo mismo que al frío, al viento o a los rayos solares, que en algunos momentos son maravillosos y en otros perjudiciales en alto grado, y no sólo por la esencia propia de cada una de las cosas, sino por las circunstancias y condiciones de vida que nos imponen y acarrea su disfrute. En abundamiento de lo dicho, no quiero dejar de referir lo que les sucedía un determinado mes de mayo a dos hermanos, Ignacio y Ceferino. Aquél deseaba fervientemente que saliera el sol y sus calores fueran casi bochornosos, mientras que este rogaba porque la bendita agua de ese mes hiciera su aparición con frecuencia. Debo decir que el primero tenía una tejera y deseaba que se secasen bien sus adobes, tejas y ladrillos, mientras que el segundo era hortelano y la necesitaba para conseguir abundantes verduras. Y esto es lo que he querido exponer hoy, amigo lector. Ahora te toca a ti bajar de la nube en la que me agradaría que estuvieras, y juzgar si lo que acabo de expresar es o no cierto, pero piensa que, opines como opines, tu parecer será relativo. Ramón Serrano G. Junio 2016.

- Oiga amigo,..

-Oiga, amigo, un favor. Quizás usted se haya encontrado alguna vez en la situación en la que yo estoy, y sepa cuál es la solución para salir de ella. Ande, sea bueno y dígamela. Se lo ruego encarecidamente, porque ya estoy harto de intentarlo una vez tras otra, para acabar yendo siempre de mal en peor. Y no tanto por no tratar de arreglar el problema actual, sino porque, al no haber sabido hacerlo, esa ignorancia me ha provocado otro, u otros, de mayor envergadura, que me han enojado más, aunque, en verdad, eso es difícil, porque estar más desesperado que estoy es imposible, sino por cerciorarme de que el efugio para ellos está cada vez más lejos. - Le he dicho que estos conflictos me enfurecen, pero, en realidad, no creo que sea este el verbo más apropiado para describir mi actual estado de ánimo. Sí, sí, ya sé que cuando compruebo que la actitud que adopté no me ha servido en absoluto para nada, me encrespo y me pongo de un humor de mil demonios. Pero ese sofoco va contra mí mismo, y procuro que no me lo note nadie. Además se me pasa pronto, a veces. En realidad me dura poco, o eso creo. Sí, estoy seguro. Se me pasa en breve. -Pero, qué curioso, es entonces cuando viene lo peor, ya que, superado el arrebato, -es decir, transcurridas unas horas, o quizás unos días- caigo de lleno en un estado de cancamurria y poquedad, del que me veo sin fuerzas para salir. Pareciese que el gran Neruda se hubiese inspirado en mí para escribir El pozo, y ruego no vea en esta cita el menor engreimiento, sino la constatación, yo diría que satisfactoria, de verme reflejado en él. De cualquier modo, ya se sabe: los grandes escritores pueden y saben describir con sencillas palabras los grandes aconteceres humanos. Y entonces observo que, mientras mi posible valedor me mira circunspecto y dubitante sobre si ayudarme o no, yo pienso en que los hombres somos muy necios, y casi nunca obramos adecuadamente ante lo que, recién, nos tiene sucedido. Si esto ha sido excelente, o tan siquiera bueno, siempre nos parecerán pocas las plumas rémiges con las que querremos adornar nuestro penacho, y a cualquier hora, y ante todos, estaremos cloqueando, y mucho, lo bien que supimos hacer nuestra tarea. O sea, que nos mirlamos exageradamente. Otro cantar es cuando lo obrado, o tuvo poco acierto, o vino a concluir en fracaso. Somos, entonces, prestos a exculparnos, primero con excusas, ya falsas, ya reales, pero desmedidas siempre, y con el único fin de hacer ver a los demás que no somos tan inútiles como se empeñan en demostrar nuestros actos. Ya se sabe: los imponderables, lo insospechado. Aquello de: “Yo no mandé mis barcos…”, para inmediatamente después, apenas sin melindres, y sin recato alguno, pedir encarecidamente ayuda, (como yo estoy haciendo ahora) ya que hacemos un muy escaso intento de arreglar nosotros mismos lo que nosotros mismos hemos descompuesto. Y es que no me avergüenza -no nos avergüenza- reconocer nuestra incapacidad, nuestra inutilidad, y, lo que es peor, nuestra cobardía, para salir adelante, y acudimos a lo fácil: al remedio, al posible pero casi ineficaz remedio, del consejo ajeno. Y lo hacemos engañándonos a nosotros mismos en dos cosas, que vienen a ser las mismas que piensa quien se lanza a realizar un régimen de adelgazamiento. Y estas dos cosas son: que el asesoramiento que nos ofrecerán va a ser eficiente, y que lo vamos a seguir de modo contumaz. Somos necios, absurdamente necios, al no querer saber que, de intentarlo, sabríamos poner nosotros solos remedios para nuestros males, ya que en la mayoría de los casos, somos nosotros solos los que nos los hemos acarreado. Eso por una parte, y por otra (y esta es aún más grave si cabe), despreciando una ayuda enormemente positiva, que consiste en una animadversión incomprensible para acudir a los libros, nuestros mejores y más grandes amigos. Pero no sabemos, o no queremos, hacer uso de ellos y acudimos a ineficaces placebos que no habrán de curarnos, teniendo una infalible y placentera panacea a nuestro alcance. ¡Qué idiotas! Mas tras estas consideraciones, y creyendo que mi interlocutor no habría pensado en ellas, y no las habría captado tan sólo con mirarme, tomé de nuevo la palabra. -Sea generoso amigo. Al fin y al cabo, únicamente lo único que quiero es hallar alafia y salaam para mi alma. Ramón Serrano G. Mayo 2016

jueves, 16 de junio de 2016

Decepción y comprensión

Aunque el DRAE define a la decepción como el pesar causado por un desengaño, y a este como el conocimiento de la verdad con que se sale del engaño en que se estaba, quisiera exponer que yo, normalmente, califico de decepción al estado en que uno se encuentra cuando, habiéndose elegido algo más o menos cuidadosamente, este algo no responde a las expectativas que se tenían puestas en él. Al conseguirlo, o al llegar a cierto estado, alguna cosa ha fallado en cuanto a la calidad o la cantidad de la esencia de lo apetecido, o por lo que se ha trabajado menos o más, pero cuidadosa y afanadamente. Pero para que esto se dé, en todas las ocasiones se ha debido ser agente activo en el desarrollo y en el resultado de la empresa en cuestión, ya que, y sin embargo, puede uno hallarse ante una situación que no ha sido buscada, o los hechos realizados no tenían que desembocar probable o necesariamente en ella, bien porque no eran de una entidad lógica, o bien, y ¿por qué no?, debido a una falta de cálculo del sujeto causante. El caso es que ello ha concluido en un estadio que no había sido previsto convenientemente, ni con mucho, pero que está ahí latente, con un condicionamiento y dimensiones que le conceden enorme importancia. Entonces, si estamos ante una gravosa situación, pero no la hemos buscado, ni somos el agente que ha actuado conscientemente para su logro, podremos estar con disgusto, contrariados o con desencanto ante ella, pero nunca decepcionados, ya que no hemos tratado ni intervenido en el alcance y el advenimiento de esa realidad. Pero al aparecer este término, realidad, sí que debemos comprobar nuestro comportamiento ante la tesitura en la que nos hallamos. Es esta una situación desagradable, altamente enojosa, que nos ha llegado incluso sin merecerlo, y, desde luego, sin buscarla, y ante la que tenemos que reaccionar de la mejor manera posible. Lo más normal, aunque estaría mejor dicho lo que hace, o hacemos, la mayoría, es que actuemos con ira, con rabia interior, pero quejándonos profunda y públicamente de nuestra mala suerte y pidiendo compasión a tirios y a troyanos. Es curioso, pero eso de emitir ayes lastimeros es una fácil actividad humana, que lleva innata, pese a que es un absurdo, puesto que nada se gana con ello, salvo una cierta satisfacción anímica. Es, digamos, una especie de pasatiempo al que acuden mucho los que no tienen capacidad de obrar, por impotencia o por abulia, y buscan la misericordia de los demás, tanto para esa desgracia como para otras que tengan. Sin embargo, lo más correcto, en ese concreto instante, sería una amplia comprensión de la situación sobrevenida y un estudio profundo de su causa con el fin de evitar una repetición posterior. Y hecho esto, deberíamos tener una apertura mental muy amplia para, admitiendo que los seres humanos estamos expuestos a infinidad de infortunios y desgracias, y de todo tipo y condición, y comprender que a nosotros nos puede tocar la china igual que a cualquier otro hijo de vecino. Acudamos a los textos para convencernos. Tanto en el Eclesiástico (3,26), como en el Quijote (cap. 20, 1ª parte) se dice que quien ama el peligro perece en él, pero viendo, entre otras muchas opiniones, el providencialismo, advertimos que los designios de Dios son inescrutables y la sabiduría del hombre limitada para comprenderlos (Romanos 11, 33). Estamos hartos de saber que en la vida, sin saber por qué y en muchas ocasiones sin haber hecho nada para merecerlo, nos afligen desgracias de la más diversa índole y condición. Por ello, tras haber sufrido un descalabro, no nos queda sino ponernos a la obra en una de las siguientes actuaciones, sin que haya pretexto o excusa alguna que las dificulten o las obstaculicen: tanto la aceptación de lo sucedido como un hecho común, según queda explicado, como, además, un completo ejercicio físico, pero sobre todo mental, para salir del estado abúlico, de mayor o menor intensidad, en que lógicamente nos hallaremos tras haber sufrido el percance causante de nuestro “infortunio”. Así pues, he de finalizar reiterando lo ya referido: si algo importante nos tiene sucedido que sea altamente desagradable, o peor aún, un algo que afecte seria y profundamente nuestro modo de vivir, acojámonos de inmediato al “ajo”, al “agua” y a la “resina”, elementos que tienen demostradísima su eficacia y buen resultado, pero no nos contentemos tan sólo con ellos, sino que pongamos a trabajar al cuerpo, también a nuestra mente, y ¿cómo no? practiquemos con afán el sursum corda con el que se nos exhorta en el prefacio de la misa latina. El pesar y el daño padecido no podrán desaparecer jamás, pero nuestra vida llegará a rayar de nuevo en lo normal y volverá a ser plácidamente llevadera. Claro que todas estas explicaciones son la más pura teoría. Llevarla luego a la práctica es cosa bien distinta. Ramón Serrano G. Junio 2016 Decepción: deseo y realidad. Comprensión: apertura mental y aceptación.

viernes, 6 de mayo de 2016

Itziar

Querida y entrañable Itziar: Cuando hace unos días supe de ti, después de tanto tiempo, mi alma se llenó de dos sensaciones y dos sentimientos muy diferentes que hacía mucho, muchísimo tiempo que no sentía. En primer lugar la inmensa alegría de volver a oír tu voz, y al escucharla, hacerme la ilusión de que casi te tenía a mi lado, cosa que, como sabes bien, he deseado siempre o, al menos, desde hace mucho tiempo. Fuiste una gran amiga -diría que la mejor- y me hice sobre ti ilusiones que, para mi infortunio, no llegaron nunca a realizarse, sin que ello fuera óbice para que siguiera teniendo hacia ti la mayor admiración en muchos sentidos. La vida y las circunstancias nos llevaron luego por distintos derroteros, pero siempre has constituido uno de mis mejores recuerdos y todavía mantengo la esperanza de que podamos seguir tratándonos con la misma intensidad e intimidad de entonces, y aún más si cabe. Desafortunadamente tus palabras, a más de una gratísima sorpresa, me trajeron también el profundo sentimiento de saber el estado anímico en que te encuentras, cosa que no esperaba en absoluto, y que, desde luego, no mereces de modo alguno. Conociéndote como yo te conozco comprendo que estés sufriendo como me dices, aunque sé igualmente que sabrás sobrellevar y superar en poco tiempo este infausto trance que estás atravesando, y del que no tenía noticia alguna. No hace falta que te manifieste mi total disposición para ayudarte en todo lo que pueda y de la manera que creas más conveniente. De cualquier modo, pienso que un buen remedio para tu mal pudiera ser el que voy a exponerte, aún a sabiendas de que cada quien tiene preferencias y sentimientos muy distintos, pero que, queramos o no, marcan siempre nuestra forma de comportamiento. Así pues, yo creo que te convendría explayarte, hablar con alguien de tu problema ya que sabes (tú misma te quejas de ello) lo desagradable que es tener que guardarse las cuitas en el interior sin poder compartirlas con nadie. Y, desde luego, ese alguien que te propongo, ha de ser de tu entera confianza, puesto que hay cosas que bajo ningún concepto se pueden, o se deben, airear si existe la posibilidad de que al hacerlo estemos dando tres cuartos al pregonero. Sé, y tú misma lo sabes también, que para mi fortuna soy una de esas personas que merecen tu confianza, y siempre te di buenas pruebas de ello. Es por eso que me ofrezco a escucharte y a tratar de aliviar tu pena, ignorando si sabré aportar algún remedio eficaz para ella, pero con la seguridad de que trataré de servirte, al menos, como paño de lágrimas. Por ello me brindo a acompañarte cuando y donde lo desees, y a escuchar todo aquello que me quieras contar, si eso te sirve como desahogo. Repito: estoy completamente seguro de que hablar te sentará bien, ya sea conmigo o con cualquier otra persona que tú elijas. Reitero además que todos sabemos que ciertas conversaciones, aun no siendo vergonzosas, no deben mantenerse en cualquier sitio, o por doquier, que hasta las paredes oyen, y cada oidor que no esté en el intríngulis de lo tratado puede dar a lo escuchado la forma o la intención que crea oportuna. Pero también existen lugares públicos pero discretos en los que se puede hablar lisa y llanamente de lo que y cuanto se quiera. Por todo lo expuesto, pienso que te convendría que hablásemos, y pronto. Y a solas. Si opinas igual, dime si prefieres venir un día a mi casa, aquí en el pueblo, y si no me lo dices y voy yo a la ciudad y allí conversamos en el lugar que determines. Pero debemos estar solos tú y yo. Por supuesto, te manifiesto que no has de temer que al proponerte esta soledad me este guiando la intención de tratar de abordarte en el sentido en que lo hice tiempo ha. Aquellas eran otras épocas y otros nuestros años, y aunque hoy estamos todavía en nuestra mejor edad, y aun cuando me gustaría muchísimo poder “conocerte” al fin, la mala situación por la que pasas me llevaría, repito que exclusivamente, a tratar de ayudarte en tus necesidades, dejando mis deseos e intenciones para una futura ocasión, si es que esta llega algún día para mi dicha. Tan sólo me queda ahora reiterarte mi modesta pero gran predisposición en colaborar a que superes tu incómoda situación y a pedirte que, sea cual fuere el objeto de tu llamada, la repitas frecuentemente, ya que, a fe mía, en estos años que he pasado lejos de ti he recordado con mucha frecuencia los muchos momentos que en aquellos entonces vivimos. Con mi mayor afecto, como siempre, te mando un fuerte abrazo. T. Ramón Serrano G. Mayo 2016

jueves, 21 de abril de 2016

Silogismo

Para R. Gago Alonso Aunque el Diccionario de la Real Academia Española define en una de sus acepciones al paraíso como sitio muy ameno, la gran mayoría solemos denominarlo cielo o gloria, y lo consideramos como un lugar en el que todo es perfecto tanto en belleza como en bienestar o disfrute. Un espacio donde la tristeza o el sufrimiento no existen y, por tanto, en el que se goza de la alegría y la felicidad constantemente. Siendo así, creyendo que ese rincón existe, que todos hemos estado soñando con él en algún momento más o menos largo, y teniendo además en cuenta esas sus infinitas y maravillosas cualidades, podríamos afirmar, casi sin temor a error, que su ubicación no se halla en este pobre mundo en que habitamos sino en algún lugar extraterrestre. Sin embargo pienso, e intentaré demostrarlo, que esta aseveración es completamente falsa ya que el edén, el cielo, la gloria y el paraíso (o como le queramos llamar), sí que se encuentran en este lugar llamado mundo en el que tenemos la fortuna de vivir. Así pues, si puedo disponer de un poco de su tiempo y su paciencia, sufrido y amable lector, trataré de aportar más o menos fehacientemente mi criterio al respecto, utilizando un tanto la figura del silogismo. Así que, para ello, empezaré hablando de las propiedades del lugar y su entorno, la belleza y el bienestar, para seguir luego con las personas, la alegría y la felicidad. Como premisa mayor y primordial de este argumento, he de decir que esto de lo que estamos hablando, el edén, es algo completamente subjetivo. No es cierto, en absoluto, que esté aquí o allá, y determinado y delimitado por unos requisitos o unas condiciones, y que haya de poseer necesariamente para que, al tenerlas, pueda convencer a cada usuario de que es de esa determinada manera. El paraíso, por el contrario, se encuentra necesariamente dentro de cada uno de nosotros y si no es así, no existe aunque físicamente pudiese estar allí. Él será de esta manera o de la otra, bellísimo para la mayoría, o vulgar, si cabe, para bastantes otros, y cada quien lo valorará a su modo. Será el sumun para mí o para aquel, y algo normalito, casi vulgar, para usted o para esotro. Porque vamos a ver: ¿habrá algo más bonito y acogedor, o dicho de otro modo, habrá un locus amoenus mejor, que Monasterio de Vega, Punta Umbría, Ruidera, o Lastres, o, si se prefiere, Honolulú, París o las Seychelles? En uno cualquiera de estos sitios, aquel señor, o aquel, o aquel otro, encontrará unos parajes maravillosos y unas condiciones climáticas, ambientales o sociales con las que se hallará encantado y vivirá en la gloria. Sin embargo, para este o para ese, puede que esos sean lugares anodinos, vulgares, en los que no pasaría ni una semana de su vida. La segunda proposición se enfoca igualmente, pero desde el aspecto subjetivo, y nada mejor para demostrarlo, que recordar a Théofile Gautier, cuando dijo que el verdadero paraíso está en la boca de la mujer amada. Sabemos bien que hablando, conviviendo, con Y, o con Z, estando en su compañía (y cada uno puede darle a ese acercamiento la amplitud que quiera), el sitio más nefando parecerá la gloria. Con W, o con X, muchos, o alguno, no soportarían ni una hora de estancia en el paraje más sublime y con las condiciones más idílicas. O sea que la empatía, el afecto o el cariño hacia una o varias personas, puede hacer que nos hallemos completamente dichosos sea cual sea el sitio en el que nos encontremos y siempre que estemos junto a ella o a ellas. Por otra parte, y esto lo tenemos bien experimentado, la inquina o el odio hacia alguien hace que a su lado el Elíseo nos parezca el infierno. Entonces, si sabemos muy bien que cuando nos encontramos en el punto A, o en compañía de X, somos absolutamente felices, sin que nos agobien mayores o diferentes aspiraciones o deseos, y esto todos lo hemos experimentado en alguna ocasión, podremos decir que el cielo se halla aquí, a ras de tierra. Así pues, cada uno debe estar persuadido de que el paraíso se halla en este mundo, entre nosotros, sin que haga falta ascender a espacios celestiales o parajes etéreos. El cielo, el edén, la gloria, (Yggdrasil, Yanna o Aarú) se encontrarán donde cada uno esté, siempre que su psique se halle rodeada de bellas y buenas pretensiones, y complacida de haberlas conseguido, si no todas (que a veces solemos ser avaros en cuanto a los deleites), sí de algunas, sin que aquí quepa concederles prioridad o importancia a cada una de ellas. Por tanto, amable lector, si quiere conseguir el “nirvana” que proclaman los hindúes, si quiere estar en el paraíso, debe bastarle lo siguiente: - Procurar verse rodeado de pequeñas pero importantes cosas. - Conservar alguna esperanza. - Saber vivir el presente. - Tener alguien a quien amar. Y si además, todo esto lo hace viviendo en Monasterio de Vega, Punta Umbría, Ruidera o Lastres… Ramón Serrano G. Abril 2016

viernes, 8 de abril de 2016

El justiprecio

Podemos decir que un alto porcentaje de los seres humanos suelen cobijar bajo la rutina cuando, alcanzada la mayoridad, tienen que tomar parte activa en el desarrollo de sus vidas. Pero antes de seguir quiero aclarar que, aunque me he puesto a hablar en tercera persona, podría haberlo hecho perfectamente igual en primera o en segunda. O dicho de otra forma, que lo que voy a decir de ellas nos sucede a todos, o casi. Y, a mi pobre entender, lo que ocurre es que, usualmente, se tiende a que la vida de cada uno se desarrolle igual, de la misma forma y manera, que la de los demás. No se quiere, dentro de las propias posibilidades, ser menos que nadie, y eso está bien, mas la gran mayoría suele hacer pocos esfuerzos y sacrificios por destacar, por lograr hitos o metas poco comunes y sobre todo si estos son, al parecer, de escaso relieve, aunque en realidad, mirándolos en el fondo, no lo sean. Y si no los buscan, mucho menos reflexionan sobre ellos. Llegados a la edad en la que se obtiene la cualidad de mayor, se lucha enormemente por conseguir un trabajo; obtenido este se buscan casa y mujer, que luego vendrán los hijos… y a vivir. Días, ollas, y bueno ha estado lo bueno. Si observamos atentamente veremos que se deja que todo vaya transcurriendo a su aire, sin prisas, procurando tan sólo no quedarse atrás ante los otros, pero cayendo en el conformismo del “Por lo menos…” . Y así está el porlomenos de me trae un sueldo fijo todos los meses; el porlomenos de tengo siempre la cena preparada y una camisa limpia; el porlomenos de podría ganar más, pero es un trabajo fijo; el porlomenos de así tenemos con quien salir los sábados a dar una vuelta. Otros muchos ejemplos de porlomenos podría traer si quisiera, pero puede que ya sean suficientes con los referidos al matrimonio, el trabajo o las amistades. Mirándolo despaciosamente, creo que, en verdad, es esta una extraña costumbre entre los humanos. Somos pronos a quejarnos, y muchas veces, a hacerlo amplia y minuciosamente, y sin embargo muy recatados a la hora de valorar y, sobre todo, de pregonar las cosas buenas que tienen o les acaecen. Y es más, si las cosas vienen mal dadas, las desventuras se estudian en tamaño e importancia, para luego airearlas a los cuatro vientos y, casi siempre, magnificándolas. Sin embargo, y repito, el comportamiento de las personas no es proclive a elogiar las cosas buenas de las que hayan gozado en el pretérito o las estén disfrutando en el presente y esta omisión se da tanto ante los demás como ante el mismo sujeto beneficiario. Reconocerán conmigo que muy escasas veces nos sentimos íntimamente complacidos por lo alcanzado. Piensen cuánto tiempo hace que no nos hemos dicho, y más importante aún, que escasamente hemos reflexionado íntimamente, a solas, en la quietud de la noche o en la soledad del campo con frases convincentes para nosotros mismos, con introspecciones, como estas: - La verdad es que fui muy afortunado cuando conseguí casarme con la mujer con la que he compartido mi vida. Cuantas veces me he sentido deprimido, sin fuerzas, o sin ganas, es ella la que me ha animado para seguir luchando y así poder sacar adelante a la familia. Ella es la que ha sabido siempre hacer proyectos y sacarlos arriba; hacer economía de manera inverosímil; tener la casa y a todos nosotros como un jaspe. ¡Nosotros! ¡Qué hubiese sido de nosotros sin ella! O: - Hay que ver lo bien que nuestro amigo Deogracias se porta con nosotros. En cuanto coge los primeros melones nos trae dos espuertas; cuando me operaron fue varias veces a verme al hospital; hace un par de años me prestó tres mil euros, me dijo que se los devolviese cuando pudiera y no quiso que le firmara ni un papel. El hombre que tiene amigos tiene una fortuna, y nosotros, afortunadamente los tenemos y buenos- O esto otro: - No lo quiero comentar con nadie, pero nunca pensé que podría llevarme una alegría tan grande como la que acabo de recibir cuando mi hijo mayor ha terminado su carrera. Es el primero de mi familia que lo hace, y lo ha conseguido con un esfuerzo que no sé de dónde lo habrá sacado. Yo me he limitado a costearle los gastos, y raspando, aunque me imagino que su madre le habrá untado un algo, pero él, sabiendo el enorme rendimiento que le podría sacar a su esfuerzo, no lo ha escatimado y ha logrado un triunfo que nos tiene en la gloria. Y a qué seguir con más alusiones. Sólo de pasada, y dándole un enfoque distinto haré alusión muy brevemente al tema económico. Cuando una nube se lleva parte de la cosecha, sea esa parte grande o chica, tienen conocimiento de ello tirios y troyanos; pero si al remolque se le vienen cayendo los racimos de lo cargado que está, decimos: - Chitón todo el mundo que esto a nadie se le importa. Sin embargo, como a este tema podríamos darle un enfoque distinto, prefiero dejarlo. Pero volviendo al tema que nos ocupa, diré que si las cosas vienen mal dadas, de inmediato nos enfundamos el uniforme de plañidera y saturamos de lamentaciones y ayes a todo el que quiera oírnos. Sin embargo, ante los logros nos comportamos como si no nos hubiésemos enterado, y lo silenciamos ante los demás, lo cual puede llegar a ser malo o bueno según se quiera ver. Pero en casi todas, o en demasiadas ocasiones no hacemos ante nosotros mismos, a solas, y sin fatuidad ni jactancia, un sincero justiprecio. Y eso es hermoso, juro que es hermoso sentirse agradecido primero, satisfechos después, para luego saberlo, quererlo reconocer y que nos lleve a la gloria. Ramón Serrano G. Abril 2016

domingo, 20 de marzo de 2016

...y la juventud (y II)

La juventud tiene implícitas unas características claramente definidas que le hacen obrar de un determinado modo. Veamos ahora, aunque sólo sea someramente, y lamentando omitir algunos, cuáles son y el porqué de estos condicionamientos. -Primeramente pudiera ser el inconformismo, que suele venir expresado en las ya celebérrimas canciones protesta, y no sólo en canciones, sino también en el cine, la literatura, etc., y que no es sino la manifestación al exterior de un estado de ánimo en desacuerdo con lo que de podrido, o si se prefiere de no bueno, pueda tener cualquier forma de la actual sociedad, constituyendo con ello, y yo diría únicamente, la expresión plástica de un desencanto, porque la mayoría de los jóvenes, quizás no están convencidos de lo que quieren, pero sí saben perfectamente lo que no quieren. -Tras aquél está la naturalidad, condición que se nos aparece con la simple prospección de los jóvenes, que se nos muestran siempre carentes de afecciones de todo tipo y pretendiendo ser vistos sin adornos ni afeites que puedan dar una idea distorsionada de ellos. -También la irresponsabilidad que es, a mi juicio, más aparente que real, y nos viene a menudo denunciada por personas que sin conocer bien a la juventud, creen que esta tan sólo se ocupa demasiado de cosas poco o nada importantes. Craso error el suyo, si no resulta que en vez de error sea mala fe, y bien se podría pensar que es a ellas a quienes no interesa que se ocupen de temas más transcendentes, temerosos de los resultados de que estas ocupaciones juveniles sean más interesantes y provechosas que las desarrolladas por ellas. Tienen además estas personas a las que aludo, una infinidad de criterios, casi todos con carácter peyorativo, basados en sacar y airear, después de rebuscados afanosamente, vicios y defectos en los jóvenes, tales como drogas, delincuencia, yippies (variante fanática de los hippies), etc, etc,. Pero ante esa ceguera y cerrazón me inhibo de hacer ningún comentario, dado lo absurdo de la postura. -Ante la escasez de tiempo disponible, quiero ahora hablar de la siempre deseada revolución juvenil, que por otra parte viene desarrollándose desde hace mucho tiempo y en todas partes. Todos hemos visto lógico ese inconformismo, expresado de mil formas y maneras en países subdesarrollados, a través de manifestaciones más o menos turbulentas contra el statu quo de la sociedad en la que se desenvolvían. Pero igualmente a todos nos ha confundido que una actitud similar se haya originado en lugares como Francia o Alemania, Norteamérica, o como Checoslovaquia o Polonia dentro de la antigua Europa del Este. El joven, que se ve poseedor de toda la fuerza y todo el tiempo del mundo, quiere más, aspira a más y sueña, lucha, otea, empuja, grita y …ama. Sí, ama, porque ha descubierto que el amor es el arma que le ayudará a vencer todos los obstáculos, que le hará lanzarse y vencer en las más difíciles contingencias, y el más dulce premio con que se verán galardonados sus actos. -Pero, sin embargo, la mayoría no suele ver los dos grandes enemigos a los que ha de derribar si quiere que su triunfo sea importante. El primero es sobrevalorar sus, de por sí, preciosas cualidades y no adquirir cuantos conocimientos sean necesarios, y aún más, para saber bien su trabajo y ejercerlo con la mayor aplicación y capacidad. Deben tener muy presente que su fuerza, vigor etc. son los elementos con los que han de construir un sólido cimiento y el paso previo al desarrollo total de la persona. Cabe recordar a Aristóteles, cuando decía: “Que los jóvenes adquieran determinadas costumbres no tiene poca importancia; tiene una importancia absoluta”. Con ese medro, llegarán con serenidad y consistencia a los años cimeros de su vida, una época en la que le sucederán los acaecimientos más importantes. -El segundo adversario a derrotar es el conformismo, la aceptación como suficiente de lo que se haya obtenido, pensando que con eso tendremos de sobra para dar un aceptable desarrollo a sus días. Beneplácito que puede producirse en lo económico, en lo laboral, en lo social, o en cualquier otra faceta, y que de momento puede dejar satisfecho a quien lo acepta, pero que será su constante pesadilla en el futuro. -Son dos sacrificios que parecen insalvables, o muy difíciles de superar, cuando se está ante ellos, pero no tanto si se afrontan con detenimiento y la estrategia y el empeño necesarios. Y la pena, la gran pena, es que muchos de los jóvenes no llegan a vencerlos, no ya porque carezcan de las cualidades necesarias, sino por desconocimiento absoluto de los perjuicios que nos pueden acarrear. No debe olvidarse que para lograr una madurez digna hay que pagar un alto precio. Alto al parecer, si no se piensa en el bienestar que les ha de proporcionar, pero altamente compensatorio en todos los sentidos. -Acabáis de oírme citar la palabra madurez que no es sino una edad a la que vosotros os faltan aún muchos años para llegar, siendo la de las personas que han alcanzado la plenitud vital sin haber llegado todavía a la vejez. Víctor Hugo, el gran poeta, dramaturgo y escritor francés del siglo XIX, dijo: “Los cuarenta son la edad madura de la juventud; los cincuenta la juventud de la edad madura”. -No olvidéis entonces, mis queridos amigas y amigos, estas sentidas opiniones que tengo, y os acabo de exponer humildemente sobre la esencia de vuestra actual edad. -Muchas gracias. - - - - - - - - - - - - En esas me desperté, acendré lo soñado, y fuíme al tajo. Ramón Serrano G. Marzo 2016