viernes, 17 de julio de 2015

Roguemos

-Tú, Rodolfo, es posible que no te acuerdes, pero hace muchos años -bueno, no tantos, que tampoco somos tan viejos-, me diste una opinión que condicionó bastante mi modo de pensar ante algunos comportamientos. Fue una tarde, a la salida de un concierto organizado por el colegio mayor donde residíamos, en la que me hablaste de mis, según tú, grandes condiciones para la melodía. -Claro que me acuerdo, y no sólo te lo aseguré en aquella ocasión, sino que te he manifestado varias veces más que tienes, o tenías, que ahora ya eres un carcamal, unas grandes facultades para la música, y que si te hubieses dedicado a ella habrías tenido un gran éxito. -Aquellas palabras tuyas se clavaron muy dentro de mí, hasta el punto de que estuve a punto de dejar los estudios de medicina y dedicarme a combinar sonidos con armonías, ritmos y cadencias, e intentar componer sinfonías, sonatas o conciertos. -¿Y por qué no lo hiciste, Juan? -Porque pronto vi que aquello podría ser una locura. Que como afición estaría bien, pero que yo no tenía el entusiasmo, o la ilusión necesaria, y creo que ni las condiciones, que sí me parecía poseer para los estudios que había elegido. Ya sabes: el nosce te ipsum del Oráculo de Delfos, que citaba Sócrates. Los proyectos importantes hay que valorarlos muy bien y obrar con rigorismo, para ejecutar el más apropiado o conveniente, sin dejarse llevar por devaneos o apariencias engañosas. -Pero, ¿por qué sacas a colación ahora aquella anécdota si me permites llamarla de ese modo? -Pues porque con el paso de los años me ha sucedido algo con un individuo, al que con tu permiso no voy a identificar, aunque le llamaremos Jorge para referirnos a él, que está relacionado de cierta manera con esa anécdota a la que he aludido anteriormente, o sea creer que la esencia de una persona es como nosotros creemos. Yo siempre pensé que esa persona era proclive a un determinado comportamiento, que tampoco voy a desvelar, y en cada acto suyo yo creía ver indicios, claros y elocuentes, de esa filia suya. He de reconocer que mi visión sobre su manera de obrar estaba condicionada, y bastante, por mi criterio, nada ecuánime como te acabo de manifestar. -Y este prejuicio se vio incrementado considerablemente cuando, hace un par de años, quizá más, un amigo común me vino con el chismoteo de que habían cogido a Jorge in fraganti haciendo aquello que yo tenía la certeza que era su auténtica pasión. Piensa lo que quieras: bebiendo, flirteando, o jugando en el casino. -¿Por qué no me dices qué era?, le interrumpió Rodolfo. -Porque la esencia del pecado no afecta para nada en lo que nos ocupa. Lo que sí hizo fue incidir profundamente en mi creencia, que tomó ya verdadero cuerpo. Y en ella me he mantenido hasta hace unas semanas, que por una extraña circunstancia he podido comprobar de manera fidedigna que nuestro Jorge no era, ni es, bebedor, mujeriego o jugador, y que la imagen que teníamos de él estaba distorsionada ya que la habíamos tomado a través de un cristal, poco limpio. -Y esto, continuó, aún siendo de distinta entidad, me recordó lo tuyo, y ambas cosas me han llevado a pensar en que muchas gentes tenemos -y bienaventurado quien no sea de ese modo- la mala no, la pésima costumbre de juzgar a los demás muy a la ligera. Tanto, que al hacerlo, no nos detenemos en aquilatar minuciosa y detalladamente la actuación de cada uno, o de aquel a quien juzgamos, y tomamos decisiones, y emitimos juicios, basándonos en apariencias que a nosotros nos parecen irrefutables, pero que valen lo que una gota en el océano. -Entonces, apoyándonos en tan inconsistente base, juzgamos demasiado a la ligera a quien sea y nos atenemos al veredicto, las más de las veces erróneo o excesivamente riguroso, para decidir cuál es su forma de ser, dándole así el trato que merece según nuestro pensar, su condición y su supuesta naturaleza. Y aunque parezca increíble, vivimos tan tranquilos en la creencia que somos personas justas y mesuradas. De ello nos jactamos, sí, pero no lo somos. -Caray, Juan, estás poniendo la romana por lo mayor. Debemos ser un poco tolerantes. -Debiéramos serlo, en efecto, pero no lo somos. Recuerdo lo dicho por Sor Juana Inés de la Cruz: Hombres necios que acusáis…sin razón… No es que estemos dispuestos a perdonar, que, siendo lo deseable es una opción que en escasísimas ocasiones elegimos, aunque ese es distinto tema, sino que, por el contrario, acusamos, juzgamos a nuestro albedrío, y luego ejecutamos la sentencia que forja nuestro magín con el mismo rigor que lo haríamos si fuésemos comisarios de la Inquisición. Y ¿sabes lo que más me duele de esta manera de obrar que tenemos? Que tras nuestras ligerezas, tenemos la conciencia tranquila, vamos a casa y dormimos como benditos, mientras que al pobre que hemos vapuleado de modo inmisericorde, anda arrastrando la mala fama y las penas que nuestro liviano criterio le han endilgado. Y en esas suele rodar el mundo en que vivimos. -Roguemos pues y entonces, amigo Rodolfo, para que no nos alcance a nosotros ese mal. Ramón Serrano G. Julio 2015