jueves, 2 de noviembre de 2017

Por caridad

Una de las malas situaciones en las que puede hallarse un ser humano a lo largo de su vida tal vez sea la de la indigencia y, pese a ello, es una de las lacras que más ha azotado y sigue castigando a la humanidad, habiendo sucedido en todo tiempo y lugar, aunque vemos que ha estado más o menos desarrollada según en qué países y épocas. Es un fenómeno sociológico que oficialmente no se puede prohibir, aunque muchas veces se haya intentado hacerlo, y siempre contra la mendicidad pero casi nunca contra el hambre. Es cierto que en ocasiones puede incluso ser peligroso cuando es ejercida por personas errantes o desconocidas que, incluso, llegan a traspasar los límites del delito, pues al no lograr la piedad con sus peticiones alcanzan a veces la intimidación y la amenaza. Son los menos, afortunadamente, pero casos se han dado. La descripción del mal es sencilla y conocida por todos. Sin querer aludir a los que intentan, y muchos consiguen, vivir de la pedigüeñería simplemente por no querer trabajar, diremos que ello se produce cuando una persona privada de cualquier clase de bien, y sin posibilidad alguna de alcanzar el más mínimo ingreso, carente de medios para vestirse o alimentarse, se ve en la penosa tesitura de tener que mendigar, o sea, solicitar en la calle favores o bienes de diversos tipos para subsistir. Y esto ha de hacerlo habitualmente, y por desgracia y en la mayoría de las ocasiones, con importunidad, hasta con humillación y siempre con un futuro cinéreo. Pero eso es el abc, el catón del penoso ejercicio, ya que luego hay verdaderos manuales y tratados extensísimos sobre las mil y una maneras de practicarla para obtener un mejor rendimiento. El arquetipo que todos conocemos , digamos que el más común, es el del individuo, mujer u hombre, que acude a un sitio habitualmente transitado y ruega una almosna para su sostenimiento. Ver su candajón ejercicio es algo desagradable y las malas lenguas llegan a decir que existe una especie de código establecido entre ellos y para ellos, por el que cada uno tiene reconocido, y normalmente respetado, un horario y un lugar en el que llevan a cabo su penosa tarea. Esta actuación, como tantas y tantas otras en la vida, la llevan a cabo dos partes a los que no voy a llamar sujetos activo y pasivo porque ambos tienen que realizar alguna acción y no ejecutar otras. Están aquél que mendiga y quien entrega su óbolo. Quien por esta o aquella razón hay quien acude a la generosidad ajena para cubrir sus necesidades y quien, por esta razón o aquella, alivia con su dádiva un algo los menesteres ajenos. De los primeros no voy a ocuparme por distintos motivos que prefiero callar, pero sí lo haré, aunque sea someramente de los segundos. Sobre aquellos que sintiéndose generosos entre una dádiva y sobre las condiciones en las que estos practican, o deberían hacerlo, sus actos caritativos. Y aquí, como en tantos y tantos actos de la vida, pienso que se debería escuchar y seguir una vez más el consejo de Antonio Machado: “… que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas” Pero dado que sobre el acto de dar una caridad a un menesteroso se ha escrito tanto, y algunas veces tan bien, que mi tarea ha de ser más recopilatoria que creativa, o sea, hacer un no muy extenso compendio de algunas aseveraciones al respecto. Así, se ha dicho que dispensar limosna no arruina ni arruinó nunca a nadie. Que estas hay darlas sin “tambor”, lo cual es una popular manera de expresar aquel aserto de Mateo (6.3) que afirma que si das limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Que son los hombres de mal corazón los que se sienten conciliados dando una ayuda. O aquello que Nietzsche dijo: “si sólo fuese la piedad lo que mueve a los hombres a ser caritativos todos los mendigos hubieran muerto ya de hambre”. Ahora, y tratando de hablar con un sentido un tanto más profundo, exponer que un mendigo da pena, pero da mucha más pena ver un rico glotón o avaricioso. Que quien da de corazón no hace preguntas pero, sin embargo es muy común que se diga a menudo: -¿A ver qué vas a hacer con esto que te estoy dando? Que la experiencia demuestra que el niño que pide limosna tiene muchas posibilidades de acabar siendo un delincuente. Que mucho mejor que dar limosna es procurar, y no digamos ya conseguir, que el necesitado viva sin tener que pedirla. O, y por último, que la caridad bien entendida empieza por uno mismo. Hay también, y no quiero olvidarme de ellos, otros muchos pobres de solemnidad, o al menos algunos, que suelen recurrir a las organizaciones humanitarias para que les ayuden, pero estas, aun siendo unas entidades que cumplen perfectamente la misión para la que han sido creadas, están tan saturadas de demandas que aunque entregan lo inimaginable, no alcanzan a cubrir, ni con mucho, las demandas que reciben. Desde aquí, y para ellas, mi sincero aplauso y reconocimiento. Ramón Serrano G. Noviembre 2017