jueves, 5 de febrero de 2009

La manta

La manta
Ramón Serrano G.

Se ha opinado hasta la saciedad acerca de si el escritor, cuando ejerce como tal, lo que hace siempre es transcribir al papel sus propias vivencias y, como es de suponer, hay las más diversas opiniones al respecto. Mi parecer es que algo de ello es cierto, pero que sobra el adverbio. O sea, no siempre que alguien escribe algo está transmitiendo lo que a él le tiene sucedido, ya que la mayoría de las veces lo que hace es expresar lo escuchado o visto, pero no lo acaecido a sí mismo sino, casi siempre, a terceras personas. Hago este preludio a fin de que nadie piense, ni remotamente, que lo que cuento hoy me ha ocurrido a mí.
Sí me parece, por otra parte, que lo que influye sobremanera en lo narrado, además de sus experiencias, es la opinión que el autor tiene sobre el tema tratado, así como sus propias circunstancias de edad, condición, momento específico, etc. O sea, aquello ya sabido de un cuadro en el que se veía a un león que había sido muerto por un cazador, y en el que este posaba con un pie sobre la fiera abatida. Acertó a pasar frente al lienzo otro león que exclamó al verlo: -Bien se nota que el pintor ha sido un hombre-. Y pudiese acontecer que alguien al leer este escrito pensara, como en el cuento, que el escritor tiene hijos.
Quiero aclarar, pese a ello, que si alguno pudiera pensar que digo lo que digo incitado por esa mi condición de padre, o expresado de otro modo, que veo el problema desde la perspectiva de mis años, ese alguien se equivoca, ya que habría de decir lo mismo si no tuviese descendencia y esos años míos fueran menos de los que son.
Y todo viene a cuento por una historia que escuché hace mucho tiempo. Tanto, que no recuerdo bien si el segundo protagonista era el marido o la mujer, ya que, como pronto se verá, el actor importante es el hijo. Pero tanto da que fuese uno u otra, así que vayamos al cuento. Pues bien, érase una vez que se era, un matrimonio a quienes la fortuna, en todos los sentidos, les era esquiva. Tenían un hijo de unos diez años y convivía además con ellos el padre de uno de los cónyuges. El trabajo era poco, la administración mala, y así, el dinero escaso y la vivienda mísera. Con estos sustentos el equilibrio de la convivencia se hallaba roto de continuo y los gritos, destemplanzas y exabruptos estaban a la orden del día. Su vivir era un sinvivir constante y apenas aguantable.
Llegó luego un mal día en el que los esposos, hartos de despotricar entre sí, empezaron inexplicablemente a descargar su ira contra el viejo, culpándole de todas y cada una de sus desgracias, reveses y varapalos, hasta el punto de que el yerno/nuera convenció al cónyuge para que echase de la casa al abuelo, ya que con eso se aliviarían gran parte de sus males. El/la pobre hijo/a, al principio pensó que aquello era lo que en realidad era, una atrocidad, pero acabó sucumbiendo a las sibilinas artes maritales, y así, tras varias semanas de acusaciones aparentemente severas, aunque sin fundamento alguno, una mañana de un frío invierno, con más de un palmo de nieve en la calle, el/la verdugo se encaró con su progenitor y le dijo:
- Mire padre. Lo siento mucho, pero hoy mismo se tiene usted que ir de casa y arrégleselas como pueda. Comida no le podemos dar porque no hay, así que coja usted esa manta vieja y, al menos, se arropa un poco.-
Calló el anciano, volvió la espalda para que no viesen llorar a un hombre, agarró sus muy escasas pertenencias y se marchó sin más. Pero hete aquí, que cuando no llevaba andados ni cincuenta pasos oyó que su nieto le llamaba:- Abuelo, espera.- Y volviéndose, vio acercarse al chiquillo con unas tijeras en la mano. Se estuvieron juntos un corto rato el viejo y el mozuelo y luego, tras besar al muchacho, aquél continuó su camino mientras el niño volvía a su casa con la mitad de la manta que le habían dado al pobre hombre. Sus padres, extrañados, le preguntaron:-¿Por qué le has quitado media manta al abuelo? A lo que él contestó el chaval: -Porque así, cuando dentro de unos años alguno de vosotros os tengáis que marchar también, al menos tendréis algo con que cubriros-.
Creo yo que, en la actualidad, muchos de los humanos deberían aplicarse este cuento de la media manta y comprobar que el comportamiento que suelen tener hacia los progenitores dista bastante de ser el adecuado y desde luego no dan en pensar que este no es, ni por asomo, el que les gustaría que en el futuro sus hijos tuviesen para ellos. Así pues a estos, a los que hoy aun conviven con sus padres y no les dan el trato merecido, es a los que van dirigidas mis pobres y tristes, pero reales, palabras de hoy.
Por tanto, observará por ello el avispado lector, que no es necesario ser padre, ni tener muchos años, ni tampoco el haber sufrido algún maltrato para darse cuenta de que esto ocurre en demasía. Tanto, que sólo hace falta para comprobar lo expuesto, echar un vistazo en nuestro derredor y ver cuánto desapego hay hacia muchos viejos.

Febrero 2009

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 6 de febrero de 2009