jueves, 22 de septiembre de 2016

Palabras

Reconociendo que es una osadía la que voy a cometer con este escrito (aunque he ejecutado tantas en muchos de los anteriores que una más apenas ya si importa) pido perdón, de antemano, por disentir, aunque sea mínimamente, del gran Charles Dickens, quien, en su novela Tiempos difíciles, afirma: - Hechos, sólo hechos. Algo similar a lo que dice una coplilla que muchos atribuyen al navarro Francisco Javier: ..que al final de la jornada, aquel que se salva sabe, y, el que no, no sabe nada. Sin embargo, y sin que me duelan prendas, debo reconocer primeramente que el autor inglés lleva muchísima razón, sobre todo si recordamos aquello de “obras son amores…”, pues no bastan casi nunca las palabras para conseguir los fines anhelados, sino que se ha de recurrir al obrar, y al hacerlo bien, para lograr lo que se pretende. Casos demostrativos podría traer a montón para corroborar el aserto, pero me voy a limitar con lo que el padre le responde al hijo cuando este le cuenta que está estudiando mucho: -Las notas nos dirán si es cierto esa afirmación que haces de que te estás rompiendo los codos. Por otra parte, alguien podrá decirme, y yo estaría conforme con ello, que hay también una enorme cantidad de casos en los que se ha visto, clara y fehacientemente, que una persona ha hecho ímprobos esfuerzos y sacrificios para alcanzar algún fin, y que pese a ello no ha llegado a conseguirlo por mil y un motivos. Los imponderables, los necesarios conocimientos, las más diversas vicisitudes, falta de previsión o cálculo, etc., etc., se lo han impedido. O sea que, visto así, debería estar conforme con la pragmática opinión del escritor británico y decirme: ¿Se ha conseguido el objetivo? No, pues todo lo demás son cuentos. Pero las cosas, todas las cosas y todos los casos, se pueden, y se deben, observar desde distintos ángulos y, según la perspectiva desde la que las estudiemos, podremos sacar consecuencias muy diversas. Y para corroborarlo quiero empezar diciendo que unas de las cualidades más hermosas que tiene el hombre son la capacidad de raciocinio y el vocabulario y su uso. Incluso los animales (y por favor, nadie vea aquí el más mínimo atisbo de comparación) disponen de sus sonidos que les son muy beneficiosos para sus peculiares fines. Me estoy refiriendo a las palabras, esas maravillosas unidades lingüísticas con las que transmitimos o explicamos sensaciones e ideas, y que tienen, naturalmente, sus partidarios y detractores. Sólo un recuerdo para aquello de: “es un hombre de palabra”, o lo otro de: “las palabras se las lleva el viento”. Mejor aún reproduciré la opinión de tres ilustres personajes. Decía Maquiavelo: “De vez en cuando, las palabras han de servir para ocultar los hechos”. Por su parte, Lao-tsé afirmaba: “Las palabras elegantes no suelen ser sinceras; las sinceras no suelen ser elegantes”. Y nuestro ínclito Quevedo que: “Son las palabras como las monedas, que una vale por muchas y muchas no valen por una”. Estando claro que pudiéndose enfocar desde varios prismas este tema, yo, que soy palabrero en exceso, vengo a aquí hoy a enaltecer y ponderar su uso. Porque es sabido que en muchas circunstancias de la vida en las que lo sucedido no tiene ya remedio, unas palabras, o unas consideraciones, facilitadas por otra persona pueden llevarnos a unas decisiones, a una modificación del estado de ánimo, o a un cambio de conducta diferentes a las primeramente adoptadas. Por otra parte, los razonamientos extraños nos suelen aportar, o pueden llegar a hacerlo, puntos de vista que no captamos por nosotros mismos, concediéndonos unas posibilidades con las que no habíamos contado y abriéndonos caminos en un principio ignotos. Y no ya tras un suceso más o menos traumático, sino también en circunstancias normales. Todos sabemos casos puntuales en que con la voz se ha conseguido mucho. Tenemos constancia de que tan solo un piropo, una declaración amorosa o afectiva, o una poesía han hecho cambiar radicalmente la vida de muchas personas. Que a gran cantidad de otras muchas le reconfortan sus jornadas las conversaciones que mantienen asiduamente con amigos o vecinos, con las que logran buenos ratos de evasión o entretenimiento, o además, y esto es más importante, solaz y descanso para sus mentes y paz para sus almas. Que hablándole al ciego se consigue que imagine perfectamente lo que no puede ver. Que un libro aventaja a una película porque en el cine sólo se ve lo que aparece en la pantalla, mientras lo que puede imaginar el lector es inacabable. Que ante la pérdida de un deudo una sentida palabra de consuelo es capaz de producir mucha paz y mucho bien. Que ante la ruptura de unas relaciones, una conversación puede restaurarla, e incluso fortalecerla. Vaya entonces mi aplauso y alabanza hacia las palabras, a la importancia y trascendencia que suelen tener, aunque queriendo dejar constancia que entre ellas no admito a la palabrería, esa abundancia de voces ociosas y vanas, sino que me estoy refiriendo a aquellas expresiones repletas de seso, enjundia, sabiduría o experiencia. Se ha dicho hasta la saciedad que el silencio vale más que mil palabras, pero no debe olvidarse que una sola palabra es capaz de cambiarlo todo. Yo así lo creo y envidio grandemente a quien tiene la fortuna de poseer el don de la palabra. Ramón Serrano G. Setiembre 2016