sábado, 14 de abril de 2018

Costumbres odiosas

Es sabido que nuestra querida lengua española (aunque imagino que otras también) está llena de asertos, o sea, afirmaciones rotundas de la certeza de algo, por lo que hoy quiero apoyarme en uno de estos para poder pasar al tema que me ha de ocupar después. Y de entre estas aserciones me voy a referir concretamente a aquella que alguien atribuye a Charles Dickens y que dice que “el hombre es un animal de costumbres”, lo cual es tan cierto como que hemos de morir. Porque eso de que es un animal está más que demostrado, por activa, por pasiva, por fas y por nefas. Y lo de las costumbres, a las que el diccionario define como manera habitual de actuar o comportarse, una rutina arraigada, un hábito adquirido por mera práctica que nos lleva a hacer las cosas sin razonarlas, un automatismo que podemos realizar mientras pensamos en otra cosa, de esas, para qué vamos a insistir o tratar de demostrarlo si cada uno de ustedes es sobradamente conocedor de ello. Ello es archiconocido por todos, y, aunque tratamos de evadirlas, puesto que nos da la sensación de no actuar libremente, la mayoría caemos en ellas, olvidando que la costumbre suele matar al hombre. Y lo hace, no quitándole la vida, pero sí llevándolo a que subsista mecánicamente, sin voluntad para hacer una u otra cosa y dejándose llevar por lo consabido. Los niños se adaptan a su hogar y sufren si no están entre los suyos. Los adultos, cuando viajan, experimentan desarreglos en el organismo y su cuerpo, al notar cambios en su cotidianidad, llega a no funcionar normalmente. Se podría deducir de esto que hacer cambios en el modo de actuar no siempre resulta aconsejable. Mas, ¿es bueno llevar la rutina a todas nuestras vivencias? Evidentemente no, porque de hacerlo, daríamos paso a la monotonía, perderíamos la creatividad y nos sentiríamos como apagados. Pasemos entonces a hablar de las costumbres, que las hubo, las hay y las habrá, (“-Ha de antiguo la costumbre…”, le decía el Marqués de Moncada a don Mendo) de las que cientos, miles, unas son buenas, regulares otras, malas muchas y pésimas bastantes. Repito que están inmensamente arraigadas entre los seres humanos y que, como todo en esta vida, tienen sus lados positivo y negativo. Y me voy a referir a las comparaciones, o sea, en el hecho de fijar la atención en varios objetos para estimar sus valores, diferencias o sus semejanzas que nos acaba de hacer el interlocutor, para valuar subjetiva y libremente objetos, hechos u obras. Comparar, en sí, es bueno casi siempre, ya que con ello estudiamos las características, las cualidades, amén de otras virtudes y defectos de lo que nos ocupa y por lo que estamos interesados. Es una capacidad única, supone una gran habilidad mental que nos concede pingües beneficios pero que también nos acarrea problemas. ¿Qué restaurante es mejor? ¿Qué coche me compro? ¿Dónde veraneamos? Como no tengo experiencia no sé qué elegir, ya que no puedo comparar un trabajo con otro. Así podría seguir poniendo ejemplos de cómo no llevamos bien a cabo las comparaciones, pero sólo diré cuánto tergiversamos las cosas cuando salimos perdiendo y cómo justificamos nuestros fallos comparando a la baja nuestras posibilidades con las de los otros. Pero a lo que estrictamente me quiero referir es a nuestro extraño comportamiento cuando nos piden nuestra opinión sobre la naturaleza, bondad o maldad de algo y, habitualmente, obviando la pregunta que nos acaban de formular extendemos nuestra acción a juicios comparativos absurdos y fuera de lugar. -Z es una ciudad bonita, pregunta aquél, y de inmediato le responde este: -Sí, pero es mucho más bonita X, e interviene otro afirmando que W es mucho más fea. -Oye, como sé que ya lo has leído ¿qué te ha parecido el último libro de Fulano?.- Es mucho mejor, el de Mengano. Pero señores, si lo que se nos está pidiendo es que opinemos sobre la bondad, la belleza, la duración, etc., etc., de algo y, curiosa e inexplicablemente nos vamos a otro campo, porque o no queremos, o porque tratamos de disimular nuestra ignorancia al respecto para describir la valía de algo, y espontáneamente lo comparamos con otro para minusvalorarlo o echarlo por tierra. Y aún hay algo peor, y es que esta manera de proceder está tan generalizada, que ya la tomamos como lógica y normal. De cualquier modo, es tema un tanto escabroso este de las comparaciones y vengo a despedirme de él con aquella conocida frase de que: “Toda comparación es siempre odiosa”, como puede leerse en “La Celestina”, IX 35, y que más tarde ratificara Don Quijote, II 23. Para terminar con la otra un poco más extensa que manifestase igualmente Don Quijote, parte segunda, capítulo 1º: “Y es posible que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje, son siempre odiosas y mal recibidas”. Ramón Serrano G.