viernes, 15 de julio de 2011

Las Peras (y II)

Las peras (y II)
Ramón Serrano G.

-Continuando mi historia de ayer, has de saber Luca, que cuando Adolfo terminó brillantemente su carrera, encontró de inmediato una muy buena colocación en un cualificado despacho de la capital. Parecía como si un misterioso effrit se hubiese convertido en su valedor desde aquella lejana y aciaga tarde de las peras, allá en su pueblo. Por ello, en ese lugar hizo diversas averiguaciones durante muchos años hasta que llegó a saber lo que le interesaba. Por otra parte, en el bufete fue ganando conocimientos, experiencia y prestigio, hasta el punto que en algo más de un par de lustros llegó a ser el director de la empresa. Todos los asuntos más importantes, los más intrincados, los de más difícil resolución, pasaban por sus manos ya que él, si no el único, si era quien mejor los solventaba. También sabrás que cuando se estableció definitivamente, rescató a su padre de las faenas agrícolas y se lo llevó a vivir con él a la ciudad, aunque el pobre hombre no se adaptó a la vida urbana y falleció al poco.
Y sabrás que en Luraga, adonde llegaban de tarde en tarde algunos ecos de los éxitos profesionales del economista, también pasaron durante esos años cosas dignas de ser contadas. Así, en los años en los que Adolfo se hacía universitario, Aníbal Luque se vio gratificado con la llegada de su primer, y luego único, hijo, al que puso por nombre Gregorio. Este, cumplidos los veinte, y tras una pubertad anodina y poco fructífera, se puso a trabajar junto a su padre y en esa actividad agropecuaria sí demostró maneras y oficio. Tantos, que cuando Goyo cumplió los cuarenta, Aníbal, que casi le doblaba la edad, se retiró de la vida laboral dejándole todo el negocio en sus manos. Y él lo fue engrandeciendo hasta alcanzar un considerable volumen, llegando a ser uno de los mayores y más productivos de la comarca.
Pero con el paso de unos años las cosas se fueron torciendo. Las importaciones, la subida de costos y la bajada de precios, la apertura de nuevos mercados, los medios de transporte, esas y otras muchas causas externas, que no la mala administración, hicieron que Goyo se viese acuciado por bancos y acreedores. Cuando el agua le llegaba algo más arriba del cuello, un paisano le sugirió que fuese a ver a Adolfo, ya que este era un verdadero genio en eso de sacar las empresas adelante. Y eso hizo.
Llegó a las oficinas, solicitó verle, pero le dijeron que si no tenía concertada cita no le recibiría. Ante su insistencia, le anunciaron y ¡oh milagro! le hicieron pasar de inmediato al despacho del gran jefe. Este se acercó hasta la puerta en su silla de ruedas, y tras saludarle efusivamente, y preguntarle por su padre y otras cosas del pueblo, se interesó por el motivo de su visita, tema este que con gran preocupación Goyo le explicó de inmediato de modo conciso y fidedigno. Adolfo captó pronto la gravedad del asunto, así que llamó a quien era su mano derecha y le pidió que acompañase a Goyo hasta su pueblo, y a este, que le entregase cuanta documentación e informes precisara. Y añadió: -La cosa no tiene buen aspecto pero se puede arreglar. Ya lo verás.
Partieron hasta Luraga, y el economista, una vez recogidos los datos que creyó precisos, volvió con ellos y los entregó a su jefe. Este, luego de estudiarlos con detenimiento, creó un equipo en el que unos viajaron al pueblo las veces que fuesen necesarias con el fin de ir gestionando las soluciones esenciales para el problema de Gregorio Luque. Y mientras que estos visitaron a los acreedores con el fin de que aplazasen el cobro, a los bancos para conseguir que refinanciaran los créditos con una bajada de intereses, y a los obreros para que siguieran en la empresa percibiendo un sueldo algo menor hasta que se zanjara el conflicto, otros se dedicaron al estudio de conseguir nuevos productos y mejoras sustanciales en los anteriores, a la busca de nuevos mercados y en la implantación de unas más innovadoras técnicas de venta. Resumiendo, te diré que al cabo de unos meses volvieron a soplar buenos vientos para la empresa, que de nuevo comenzó a tener la boyantía de antaño.
Goyo, tan pronto se percató de la eficiencia del trabajo que le estaban realizando, viajó a la capital para mostrar su agradecimiento y abonar el importe, que no sería pequeño, de tan magnífica actuación profesional. Al llegar dijo a la secretaria que, sabedor de lo ocupado que estaba siempre don Adolfo, no quería molestarle, por lo que le rogaba que le expresase su enorme gratitud y le facilitase la minuta con el fin de abonarla. La empleada le rogó que esperase un instante, se metió en el despacho, y al momento salió, rogándole que pasara, pues el señor director le estaba esperando. Así lo hizo y tras un efusivo saludo, reiteró a su paisano su reconocimiento y su deseo de saldar la cuenta que tenía contraída. Pero le contestó el otro:
-Mira si te pasamos una factura tendría que ser oficialmente y los detalles e impuestos la encarecerían demasiado. Mejor haremos una cosa. Tu deuda la vamos a compensar con otra que yo tengo adquirida contigo, o mejor dicho, con tu padre, don Aníbal, desde hace muchos, muchos años. No sé si tú conoces la historia, pero resulta que una tarde yo, descaradamente, me metí en vuestra almunia a coger unas peras …

Julio 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 15 de julio de 2011