sábado, 6 de marzo de 2010

La opulencia

La opulencia
Ramón Serrano G.

Para ti, que acabas de llegar.

El deseo inacabable de tener es, sin duda alguna, una de las características que le son más propias al ser humano. Y es un mal de consecuencias nefastas, si ese afán de tenencia deriva hacia la avaricia. Es decir, al ansia de conseguir cosas, bienes, lo que sea, tan sólo por el placer de poseerlas. Pero no es esta la faceta de la detentación a la que me quiero referir hoy. Pasemos, pues, a enfocarla desde su lado más positivo, que lo tiene, y mucho.
Sabemos todos que hay personas, desgraciadamente no muchas, que tienen un anhelo insaciable de conseguir, de agenciarse siempre un logro más de los ya habidos. Pero no son los mismos a los que aludía en el párrafo anterior. Unos ejemplos bastarán para saber a quiénes me estoy refiriendo. Así, está el investigador que pese a haber descubierto una fórmula eficiente para el alivio de un mal, o un funcionamiento distinto de alguna maquinaria con el que se ahorra energía, sigue indagando con el único fin de hallar nuevas soluciones o mejorar las ya habidas.
El misionero que sigue lanzando sus doctrinas con el fin de atraer más gentes a su fe y ejerciendo sus buenas obras para hacer el bien indiscriminadamente. El estudioso que, conocedor de mil y una teorías filosóficas, novelas, comedias y tragedias, ensayos y demás sapiencias, no cesa en afanarse textos, códices, palimpsestos, tomos góticos o elzevirianos, todo lo que pueda conseguir para seguir incrementando su cultura, sin que con ello obtenga otro lucro que su propia satisfacción.
El abuelo al que, aun siendo ya posesor de varios nietos, le dan la buena nueva de que un nuevo nepos acaba de llegar, incrementándose con ello su linaje. Que existe otro “personajillo” al que ha de querer por igual, ni más ni menos, que a los que le precedieron, y que, como los otros, serán el mayor y más sólido fundamento de sus esperanzas. Aún está tomando los calostros el neonato, y el viejo ya lo está viendo en su niñez, en su pubertad, en su juventud o en su hombría, y lamentando que quizás no esté vivo ya para cuando pudiese darle sus mejores consejos o prestarle sus pobres ayudas. Sí, ya sabe que no le faltarán unos y otras, porque sus padres sabrán hacerlo, y lo harán, incluso mejor que él. Pero a él ¡le gustaría tanto ser un elemento activo en la futura educación del recién llegado!
Y desde que fue conocedor de la grata noticia empieza a pensar en su futuro. En realidad ya lo ha venido haciendo desde que supo que había sido engendrado. Pero en este momento ya ve, casi lo palpa, cómo será su primer juguete; adivina si gustará de las ciencias o las letras, de las artes o del comercio, de la industria o de la agricultura. Y está observando cómo, hecho ya un buen mozo, está empezando a novietear con esa morenilla que vive en la calle de al lado.
Pero, por igual, se está inundando de temores a cual más probable o infundado. Quizás un día se rompa una pierna jugando al futbol. Mira que si sale vago y no quiere estudios ni trabajo. ¿Y si un día se marcha a otras tierras para siempre? ¡Hay tantos peligros acechándolo!
Sin embargo, su alegría es tanta, que no deja lugar a los desasosiegos. Porque sabe muy bien que cuando una persona nace, el mundo entero se llena de energía y el futuro se inunda de las mayores posibilidades, pues ha llegado alguien que, en su día, ya sea arando la tierra, curando enfermos o vendiendo mercancías o ideas, ayudará a sus semejantes a que la vida siga, y que siga para bien. Que no podrá impedir que haya pobreza, o que el odio se instale en muchos corazones, o que el terror y la muerte sean para algunos descerebrados su única y lúgubre ilusión. O que la difamación y la mentira se sigan propalando.
Sabe bien, está seguro, que afortunadamente su nieto no será uno de esos. Que poco o mucho, él hará cuanto esté a su alcance por ayudar a su entorno y favorecer a quien pueda. Que aportará gustoso, en la medida de sus posibilidades, su ayuda a la paz, y al saber, y a la tolerancia, y al desarrollo, y al amor. Muchos creen que los recién nacidos no oyen ni comprenden. Pobres necios. Los pequeños no pueden oír ni entender lo que dicen los demás, pero a los abuelos, ¡claro que sí! Por eso él ya le está hablando, le está dando consejos, encaminándolo para que sea, por encima de todo y en el mejor sentido de la palabra, un hombre bueno
Pero tanto tiempo de charla con la criatura y pensando en cuantos episodios y pueda circunstancias verse inmersa, hace que su cabeza empiece a obnubilarse un poco y un mucho a sentirse tremendamente feliz. ¿Por qué? Pues porque, como queda dicho, todos deseamos tener más y, desde hace un rato, él, o mejor dicho su vieja alma, con la llegada de su nuevo nieto, no es que sea más rica, no. Es que nada en la abundancia.

Marzo 2010

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 12 de marzo de 2010