jueves, 25 de febrero de 2010

El tranvía

El tranvía
Ramón Serrano G.

En suma, la vida no es otra cosa que un corto itinerario que hacemos y en el que siempre nos vemos acechados por peligros. Pueden ser estos para el cuerpo o para el alma, como también es posible que sean reales o creados por nuestra imaginación. De cualquier forma, la causa peligro produce siempre el efecto miedo, aunque las más de las veces este temor se deba a la ignorancia, ya sea de la magnitud del riesgo, como de la forma adecuada de atajarlo. Puede amedrentar a alguien la profundidad de un lago, tener que atravesar un oscuro pasaje, o resolver un problema. Pero no tendría ese reparo si nada bien, el lugar no le es desconocido o sabe como hacerlo. La ignorancia en esto, como en casi todo, hace que aumenten de tamaño, o se vean insolubles, dificultades que en realidad no lo son.
Reafirmándonos en esa teoría de que la incultura creaba y agrandaba los peligros, y aun lo sigue haciendo, echemos la vista atrás unos años y recordemos, por ejemplo, la temeridad de adentrarse en lo que se dio en llamar la mar tenebrosa (el océano Atlántico) ante el riesgo de perecer en ella. La visión de un gato negro - por cierto, no dejen de leerse el cuento con ese título de Allan Poe -, o la de los pájaros que se cruzaban en nuestro camino y según lo hicieran de derecha a izquierda o de izquierda a derecha nos traería buena o mala suerte. Ya sabe el lector, que a la salida de Vivar, el Cid tuvo la corneja diestra, mientras que llegando a Burgos, tuviéronla siniestra. Y no digamos nada sobre si se oía ulular al búho o graznar al cuervo: ese sonido significaba que la muerte estaba cerca.
Estaba claro entonces, que debido principalmente a una población, comunicaciones y casuística distintas, donde más amenazas se cernían hace años sobre sus moradores era en las capitales, con todo su bullicio y ajetreo frente a la tranquilidad y calma pueblerinas. En su contra, he de repetir, que estos, debido a su menor cultura, estaban más expuestos a padecer el mal. Y si se me permite la expresión lo aclararé diciendo que en unas había más vivales y en los otros más pardillos.
Pero centrémonos en un lugar, el convento, en el que pese a estar alejado del mundanal ruido era donde con mayor fuerza se atacaba a los enemigos del alma, que eran tenidos por los más perversos enemigos de sus moradores. Estos combluezos eran tres, demonio, mundo y carne, como por todos es sabido. Los priores, y algún que otro mandatario, se afanaban, casi exclusivamente, en conseguir que los “hermanos” aprendieran a vencerlos. Tenían una mejor formación cultural, ya que solían ser provenientes de casas ricas (normalmente eran los hijos segundones) mientras que la mayoría de los cenobitas se habían acogido a la vida monástica más por evitar el hambre que por llamamiento o inclinación a lo religioso. Así que, aquellos a enseñar y estos a escuchar y a tratar de asimilar.
Entonces, con el fin conseguir crear un clima propicio para el acogimiento celestial, los abades apercibían a los monjes de donde estaban los medios con los que lograrían vencer a los citados adversarios para que estos no les dificultaran en dar con el camino para encontrar a Dios. El más cruel y nocivo de los tres contrarios era el primero, Lucifer. Pero, curiosamente, a este se le vencía siempre con armas sencillas: oración, constancia y humildad. ¡Ah!, pero, ¿y los otros dos? Para el mundo, tan sólo la más somera explicación de su enjundia resultaba harto complicada para que se hicieran una idea de lo que era, aquellas pobres almas que desde muy jóvenes habían vivido siempre tras las tapias monásticas.
En cuanto al cuerpo, su continencia tampoco era trabajo arduo, salvo en un punto que resultaba casi inaccesible. Todos los pecados se podían explicar. Todos menos la lujuria. Harto dificultoso resultaba tratar sobre la mujer, y mucho menos con las modernidades de las que estas empezaban a hacer gala en cuanto a comportamiento y vestimenta. En ese tema los prepósitos estaban un tanto desfasados Y además ¿cómo se podía describir a una hembra si el oidor no había visto nunca ninguna o lo había hecho en su más tierna infancia? En su favor jugaba que sus condiciones de vida eran poco propicias para la libídine: frailes entrados en años, comidas muy ligeras y parcas en calorías, y celdas, capillas y claustros en los que solía imperar un frío siberiano. Así pues, de lujuria nada.
Mas, pese a que hacían cuanto podían, no siempre conseguían sus docentes propósitos. Y viene al pelo, un suceso que hace un tiempo ocurrió en un añoso abadiado. Fray Avertano, ya muy entrado en años, yacía en su márfega desde hacía bastantes meses victima de un mal incurable. Un día en el que fue a visitarle el prior, aquél se atrevió a decirle:
-Padre, ahora que veo cercana mi muerte quisiera pedirle un favor. Nos han hablado muchas veces de los peligros que el hombre debe afrontar para su salvación. Algunos los he vivido, y muchos los he supuesto. Pero hay dos sobre los que mucho nos advirtieron, pero que no he podido siquiera imaginar y no quisiera irme al otro mundo sin haberlos visto al menos una vez. Son un tranvía y una mujer. Por caridad, ¡concédamelo!
-Haré lo que pueda, hermano, le contestó el superior.
Salió de la celda, llamó a los monjes más allegados y les planteó el problema, encareciéndoles una solución ya que el anciano fraile se lo merecía todo. Su padre, quedó viudo muy joven y por ello llevó al niño de cuatro años al convento para que los religiosos se hicieran cargo de él. Siempre trabajó en las faenas más duras y nunca había solicitado nada. Lo hacía ahora por primera vez. Tras un rato de consideraciones uno dijo:
-Está claro que conseguir una de las dos peticiones es inviable. Pero la otra creo que no me costará trabajo. Vive en el pueblo de al lado una mujeruca, ya muy viejita, pero que viene con frecuencia a nuestra capilla, sobre todo en mayo a traer flores a la virgen. Hablaré con ella.
Se fue al pueblo, buscó a la Tía Candelaria, y le explicó su ruego. La mujer accedió gustosa y marchó con ellos. Al llegar, la hicieron pasar al cuarto del fraile que medio dormitaba y medio se moría. Habló el prior:
- - Hermano, una de sus peticiones no la hemos podido conseguir. Pero al menos, aquí está la otra como puede ver.
Abrió mucho los ojos Fray Avertano, y vio ante sí un ser bastante encorvado de más de sesenta años, que cubría su cabeza con un pañuelo negro y sus hombros con una toca parduzca y deslucida. Sus ojos estaban ocultos por unas gafas con cristales de culo de vaso, su cara tenía más arrugas que un cordel en el bolsillo de un muchacho y sus cuatro únicos dientes no coincidían en verticalidad. El resto de su figura era impredecible, tapado por una larga saya y un generoso mandil. Al ver “aquello”, el pobre frailre miró a lo alto y, con voz emocionada, dijo:
- Gracias Dios mío. Ya no me muero sin haber visto un tranvía.

- Febrero de 2010
- Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 26 de febrero de 2010