jueves, 3 de diciembre de 2015

El saber

Para Gabriel Soriano, un hombre que sí sabe estar. Porque así lo creo, que así me lo enseñaron y así lo he podido corroborar, vengo en decir que el mayor tesoro que puede haber una persona es el saber, y me estoy refiriendo a la segunda acepción que de este término da María Moliner, o sea: Circunstancia de saber cosas. Sabiduría. Y aún podemos desgranar más esta definición, aunque sea solamente en dos mitades. La primera sería la de tener un gran conocimiento de una o de varias materias. La segunda, conocer el modo de estar, adecuada y correctamente, en todo momento y a lo largo de toda una vida. Alguien, que no sé quién, tiene dicho que el saber y la virtud son los dos valores que pueden elevar a un hombre por encima de los demás. Completamente de acuerdo. Porque el conocimiento, en mayor o menor profundidad de alguna materia, es algo realmente extraordinario. Y con la virtud ocurre igual, entendiéndola como la capacidad que tiene algo para producir efectos beneficiosos. Entonces, permítaseme enfocarla desde el aspecto del comportamiento humano. Sobre eso que llamamos saber estar, que no es sino el seguimiento de aquella frase de Cicerón que dice: “ No basta con adquirir sabiduría; es preciso, además, saber utilizarla”. Así, podríamos referirnos al saber callar y saber hablar; saber mandar y saber obedecer; saber laborar y saber ociar. Pero quisiera detenerme en otras perspectivas de estos saberes: las de saber ganar y saber perder, que son, quizás más que las otras, muy relevantes de nuestro modo de ser. Debo resaltar que una de las más difíciles cualidades que puede tener una persona es la de saber perder. En el complicado juego de la vida, una de las actitudes más difíciles es la de, con elegancia y dignidad, felicitar al vencedor. Y pocas conductas son más desagradables que la de ver a un mal perdedor fuera de sí, sin saber ni poder contenerse, y achacando su derrota a cualquier motivo menos a su ignorancia o inexperiencia. No saber, o no querer, aceptar la superioridad del oponente y basar la victoria ajena en la suerte, en ayudas externas, e, incluso, en que el otro no ha jugado limpio. Ignorar por completo, o rechazar, el admitir los propios errores, y lanzarse a propalar excusas sin pararse a estudiar las causas. Pero si es intrincado esto, quizás lo sea mucho más el saber ganar. Y si es insoportable contemplar los gestos de un mal perdedor, tanto, o más, es ver a un ganador presuntuoso. Está clarísimo que quien sabe ganar lo hará siempre con una expresión de alegría, pero sin engallarse, y con el mayor respeto, asumiendo la victoria con humildad, ayudará a su oponente a tolerar su frustración. Quiero recordar que en una final del torneo de tenis de Australia, cuando el fantástico jugador Roger Féderer salió a recoger el segundo premio y pronunciar unas palabras, no pudo acabarlas porque el llanto se lo impidió. Y entonces, estando situado detrás de él nuestro Rafa Nadal, como grandísimo campeón que es dentro y fuera de la pista, y que acababa de ganar ese gran slam por primera vez, testimonió al suizo su respeto y su admiración de una manera exquisita. Pero, aunque muchos lo llevan dentro, a ganar y a perder se aprende desde niños. O sea, que son los padres y profesores los que han de inculcar esas buenas maneras en los chavales, pero hacérselo aprender por nuestro pensamiento, palabra y obra. Hay un caso que se suele dar con demasiada frecuencia. Un niño pierde un partido y al llegar a casa el padre le dice que aquello no tiene importancia, que lo verdaderamente importante no es ganar sino participar. Y ese mismo padre, dos horas más tarde, sentado ante el televisor, si su equipo va perdiendo, no cesa de lanzar improperios e insultos a troche y moche, “disparando contra todo lo que se menea”. Y el chiquillo no puede entender la discrepancia entre lo oído antes y lo visto después. Dicho de otro modo, que hay que imbuirles la ambición y el espíritu de lucha, y desaconsejarles el abandono y la abulia en la persecución de un fin noble, pero todo ello dentro de los límites y normas establecidos. Y luego, y tan importante o más que la contienda, al término de la lid, tener humildad en la victoria y reconocimiento al ganador que haya sabido ganar limpia y sabiamente. Y repito que todo eso, el saber ganar y perder, hablar y callar, mandar y obedecer, y tantas y tantas otras acciones que todos sabemos, es lo que constituye la maravillosa cualidad de saber estar, que pocos poseen pero que quien la tiene, hace gala de ella, espontáneamente y sin proponérselo, en su comportamiento, tanto en los actos rutinarios como en las ocasiones menos comunes. Vaya entonces y con estas pobres palabras mi mayor admiración para aquellos que eso saben. De ahí la dedicatoria de este escrito. Ramón Serrano G. Diciembre 2015