sábado, 20 de diciembre de 2014

Plácidamente

“…Y todo el campo un momento se queda, mudo y sombrío, meditando…” Antonio Machado.- La tarde de aquel día iba muriendo plácidamente. En realidad las tardes siempre mueren de esa manera, siendo los hombres los que pensamos que no es así, sin recordar que a esas horas de la casi anochecida suceden cosas que no son las rutinarias a las que estamos acostumbrados. Pero en aquella, ya digo, la noche se iba acercando con esa lentitud parsimoniosa, pero firme, con la que se nos allegan todas las cosas que son realmente buenas e importantes. Porque la velocidad posee un marcado antagonismo hacia la venturanza, por unos motivos de los que podrían hablarnos psicólogos y doctores, de los que desconozco la idiosincrasia, pero que sé que existen. Es curioso cómo los hombres pasamos por este “raro” mundo sabiendo los efectos de muchas cosas, pero no sus causas. Con ello nos solemos dar por satisfechos, y hasta puede que este obrar sea acertado, sobre todo en algunas muy concretas. Estaba yo, y prosigo, sentado a esa hora en la ventana de mi casa y desde ella veía la plazoleta concurrida y como el sol acariciaba, despidiéndose, las hojas más altas de los álamos, acentuando con ello, y en ellas, su incipiente tono dorado, otorgándoles una coloración que, por fortuna, iban cogiendo despaciosamente, pues ya se sabe, y repito, que todo lo bueno se consigue sin prisa. Se movían lentas, casi acompasadamente, impulsadas por un ligero vientecillo, y, desde luego, menos aceleradas que un buen número de vencejos, los más rezagados en iniciar su viaje al África, que revoloteaban incesantemente en busca de su menú. Bueno, o de otras cosas, que esos negros pájaros, mientras vuelan, comen, duermen, e incluso copulan, y así se pasan planeando hasta nueve meses al año. En esos momentos, y aunque ya se me pasó la edad ligera, y por no hacer mudanza en la costumbre, comencé a rebinar, al igual que lo solía hacer en otras tantas tardes, sobre algunas cosas, al parecer superficiales, pero que a mí, y puede que a otros muchos, no nos lo parecen, y bien al contrario, supone un acto que me regala grandes satisfacciones y me lleva a algunas entelequias, tomando este término en el aristotélico sentido, productoras de los más amenos y deleitosos ratos que imaginarse pueda. Y seguro estoy que por la lentitud que mostraba Helios en ocultarse y la rapidez de los apódidos por buscarse el sustento, cayó mi magín en la trivialidad de ocuparse de las cosas que esencialmente tienen valía, o dicho de otra manera, se van consiguiendo paso a paso, gramo a gramo, segundo a segundo, constituyendo, por todo ello, el fundamento, la eseidad de una persona buena. Y lo hizo tomando como referente la vida de cualquier buen hijo de vecino. Así un hombre, sea cualesquiera su oficio, empleo o profesión, llega a ser un buen conocedor del correcto modo de desarrollar su trabajo a base de paciencia, observación, estudio, ganas, y tiempo. Todos y cada uno de nosotros, al incorporarnos a la diaria faena, ya sea esta oficio o profesión académica, o hayamos acudido a ella tras dejar prematuramente el colegio o por la finalización de unos estudios, sabemos sólo una mínima parte de lo que llegamos a conocer con el cotidiano ejercicio. La experiencia, ya se sabe, es la madre de la sabiduría. Entonces, en esos instantes de inmensa placidez, en los que la soledad nos suele producir un gran bienestar, recordé al poeta sevillano y vinieron a mi magín varios temas recurrentes. Uno, la familia, que siempre supone un elemento fundamental en la vida del individuo. Y empecé a rememorar la época en la que uno gobierna su casa y sabe bien lo que cuestan las lentejas y la leña. El mismo período de tiempo en el que se empieza a cuidar de los hijos y es cuando se toma conciencia de la gran deuda que tenemos adquirida para con los padres, y también aquel dicho de Jardiel Poncela, quien afirmaba que por muy severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca lo será tanto como el hijo que juzga a su padre. Otro fue la senectud, esa época en que los recuerdos son mucho más fuertes que la esperanza, y que las sapiencias son de distinta eseidad, pues, sabido es, que de joven se conocen las reglas y de viejo las excepciones. En ese momento vi pasar a una mujer y ello me llevó a cambiar de inmediato mis reflexiones y pensar en ella, en la Mujer, y en la cantidad de beneficios de toda clase y condición que ha aportado, aporta y aportará al bien de la humanidad. Pienso, y creo que podría demostrarlo, que es lo mejor que hay sobre la faz de la tierra, pero con una diferencia abismal. Y si es así, que así es y en todos sus aspectos, llega al desiderátum cuando entre ella y el hombre se desarrolla el enamoramiento, esa sensación etérea, sutil, voluptuosa y abrasadora, que siempre ha hecho feliz a quien la ha padecido, fuera cual fuese la edad de los protagonistas. Y estando en estas elucubraciones sobre el cariño y la parsimonia con la que este debe desarrollarse, pasó por mi puerta un mozo cantando -¡hoy ya no cantan los mozos por las calles!- y en su copla decía: El amor no es flor de un día, ni arrebato, ni pasión; el amor es letanía de perlas que el corazón va dejando cada día. Ramón Serrano G. Diciembre 2014