martes, 29 de enero de 2008

Los sastres

Los sastres
Ramón Serrano G.


Es sabido que el hombre gusta de evocar tiempos y hábitos, más o menos pretéritos, pero en los, y con los, que tuvo satisfacciones. Y si solemos hacer eso, aquellos que nacimos en la primera mitad del pasado siglo recordamos que había gran cantidad de oficios que hoy o no existen, o han tomado otras características. Eran aquellos que se hacían manualmente por supuesto, pero que tenían como peculiaridad un fin personalizado o singularizado, es decir que iban destinados directamente a un determinado sitio, objeto o ser, ya fuese este animal o humano. La mayor parte de ellos hoy en día se han industrializado y los que quedan manuales se han “globalizado” bajo el término de artesanía, y repito que los trabajos que se continúan haciendo así, ya no se realizan personalmente. Antiguamente se le hacían unas botas a Fulano, mientras que hoy el botero las hace y las tiene expuestas y paseante de turno las ve, pasa, se las prueba y si está de acuerdo en comodidad y precio, las paga y se las lleva.
Enumerar todos los oficios sería, además de imposible, un tanto cansino. Mas antes de seguir, interrumpo el tema que nos ocupa, y me detengo en relación a este vocablo para decir que los diccionarios R.A.E. y el de María Moliner lo muestran exclusivamente como: cansado, lento, falto de fuerzas, mientras que Manuel Seco alude a él en el suyo del español actual (el segundo diccionario general español, después del de Autoridades de principios del XVIII, obra magnífica, que yo me permito recomendar) citándolo en primer lugar como algo que cansa, acepción esta, que es la utilizada casi exclusivamente en Tomillares, hasta el punto que me causó extrañeza ver que la cita que se hace de esa palabra corresponde a un artículo de Díaz Cañabate, y yo pensé que, como en otros muchos casos, se habría elegido a nuestro querido Pavón.
Pero continuando con nuestro tema, quiero citar alguno de aquellos oficios, sobre todo por el gozo que producirá en alguno de ustedes (los mayores, claro está) el volverlos a oír. Porque estoy completamente seguro que se acuerdan muy bien de los fusteros, muebleros, carreteros, talabarteros, sombrereros, zapateros, y no digamos de los sastres. ¡Ah, los sastres! Era el de alfayate, jastre o talasí, oficio peculiar y muy proclive a que sobre él se hicieran infinidad de comentarios, cuentos, anécdotas, frases y chirigotas. Por igual, era el personaje casi siempre característico y con un no sé qué, que hacía que sobre él recayeran pábulos y decires de la más diversa índole, pero casi todos contra él arremetedores.
Y como digo en todos los tiempos, en todas las culturas, en todos los países, hubo siempre historias y chistes, fábulas y consejas, que nos impusieron a todos un arquetipo sobre el sufrido trabajador del hilo y la aguja. Porque todos sabíamos que era un tópico, pero todos al pensar en las sastrerías las veíamos pequeñas de espacio, escasas de luz, con tijeras y mesa de trabajo grandes y rincones ocupados por percheros con ternos o trajes, inacabados unos, impagados otros, y en ambos casos de escaso rendimiento económico para quien, con gran paciencia y no poco gasto de vista e hilo, los había cosido, zurcido o remendado. Porque aunque era ese quehacer de difícil ejecución, que los buenos sastres eran más bien escasos, siempre tuvieron fama de que se las veían y se las deseaban para cobrar sus haciendas.
Y aunque sé que la mayoría las deben conocer, sí he de decir que tienen fama las alusiones a los sastres que a continuación indico: por ser la de principal y conocido autor, acudiremos a lo que Cervantes nos cuenta en el capítulo 45 de la segunda parte de Don Quijote, y de cómo Sancho zanjó el curioso pleito de las caperuzas.
Iremos luego al famoso cuento de Andersen en el que un emperador se encargó un traje de una tela que sólo podrían ver las personas que fuesen buenas y honradas, pero que sería invisible para los ineptos y estúpidos. Y al pobre le timaron, como por todos es sabido.
Y tras señalar que dichos trabajadores utilizan un especial jaboncillo, en realidad una pastilla de esteatita, que les sirve para marcar las telas, citaremos el cajón de sastre, que no es sino un conjunto de cosas heterogéneas. Al sastre del Campillo, quien cosía de balde y ponía el hilo, y ello no creo que precise explicación alguna. Por igual recordaremos que con el tendido de los sastres se alude a quienes tienen alguna vivienda desde la que, por su altura o privilegiada situación, pueden ver gratis algún espectáculo. O aquello de: eso será lo que tase un sastre, refiriéndose a algo de realización dudosa.
Mas no quiero terminar este pequeño homenaje al honroso trabajo de la costura masculina, sin narrarles lo que ocurrió a un buen hombre, que por tacaño, encargó su traje a un sastre de escaso o nulo oficio, pero de mucha imaginación. Nuestro protagonista, joven, alto, bien formado, necesitaba el citado traje para su desposación, por lo que insistió bastante al artesano en que se esmerase cuanto pudiera en hacerle un trabajo excelente. Así se lo prometió este, que al poco tiempo le llamó para que fuera a recoger sus prendas. Acudió aquél, se las probó y comprobó que le sentaban fatal.
- Mire es que la manga derecha me está muy larga, dijo el joven.
- ¡Bah!, respondió el sastre, doble el brazo, así, así, y verá que bien queda.
- Pero es que la izquierda, está corta y me tira de la sisa.
- Encoja un poquito este hombro y ya ve que apenas si se nota.
- Además, el cuello se me desboca y se me va hacia atrás.
- Agáchese, agáchese, otro poquito y todo viene a su sitio
- Bueno pero esta pierna el pantalón me arrastra tres dedos.
- Tuerza el pie un tanto. No. Más, más, hasta pisar con el lado. Ve qué bien.
Medio conforme el cliente, pagó su traje y con él puesto salió a la calle andando como si estuviese aquejado de una horrorosa y deformante tetraplejia. Al poco se cruzó con dos señoras, las cuales al verlo se volvieron asombradas y dijo una a la otra:
-¡Qué sastre tan bueno debe tener ese joven. Con lo contrahecho que está y lo bien que le sienta el traje!
Febrero 2005


Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 25 de febrero de 2005

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