martes, 20 de diciembre de 2011

Sonidos y ruidos

Sonidos y ruidos
Ramón Serrano G.

Casi todos los días, casi todos nosotros, esperamos, aún sin darnos cuenta, poder escuchar algún determinado sonido que “venga a alegrarnos las pajarillas”. O sea, que pueda satisfacer nuestra alma al recordar, o percatarnos, de sones con los que antes (hoy en día, por desgracia, ya casi no se escuchan) nos veníamos arriba en nuestros quehaceres y actividades. Aunque hay que reconocer que también existen ruidos que nos irritan y nos ponen de un “yogur” que no veas. Pero de estos hablaremos sólo un poco.
Conviene aclarar que a esas “músicas” del pasado las evocamos no en la condición consustancial de lo que oímos, sino en el sentido subjetivo, es decir, en lo qué y cómo nos atañe, que no todo es siempre igual para todos. Pues es cierto que ciertas cosas siempre nos agradan, pero también lo es que, eso mismo, a otro les disgustan y encocoran. Qué curioso observar cómo nuestra mente cataloga y adjetiva los hechos que nos afectan, pero no siempre como son en realidad, sino de la manera que le atañen y/o le placen.
Ignoro la causa que íntimamente nos regocija, pero puedo asegurar que yo, y creo poder decir lo mismo de una gran mayoría, lo hemos sentido en muchas ocasiones. Quiero decir bien alto que me gusta evocar recuerdos de melodías, porque eran eso melodías, que escuchábamos en el acontecer diario, provocadas, simple y llanamente, por el hacer de la gente. Como tengo que expresar que hay igualmente muchas otras cosas que despiertan nuestro gozo: ciertos olores, vistas de tierras o rincones y lugares de nuestra infancia, o determinados objetos. Bastantes por fortuna. Pero hoy quiero aludir únicamente a los sonidos y a los ruidos, dejando al margen las sensaciones percibidas por otros sentidos.
Puede que alguien piense que esto sólo son evocaciones caducas. Lo sé y lo admito. Pero no me digan si no era mucho más agradable escuchar por la noche a un hombre, que vendría con seguridad de rondar a la novia o de echar de comer a sus animales, acercarse primero, pasar ante nuestra ventana y alejarse después, cantando una copla sencilla, del pueblo, con una voz profunda y seria, que, sentado en tu cuarto de estar o tumbado en tu alcoba, dar un respingo al paso de un cupé tuneado y sin silenciador, con las ventanillas bajadas y el equipo de música funcionando a todo volumen.
Por eso, y por muchas causas que no vienen al caso, con reiterada frecuencia traigo la remembranza a mi memoria de personajes y escenas, de otros tiempos, cuya entrañable y suave algarabía estaba repleta de cadencias. Por estos, y por otros motivos que puedan suponerse, rememoro a menudo escenas vividas hace mucho y que siempre alegraban mi espíritu al hacerlo. Por eso mismo, y por querer conseguir un bienestar que ya suele faltarme, me paso horas diciéndome a mí mismo que aún puedo oír de nuevo alguna de aquellas cantinelas. Por eso, y porque en ocasiones consigo convencerme de haberlo conseguido, y entonces soy feliz. Por eso, quizás sólo por eso, bastantes, aunque nunca demasiadas, veces pienso en:
El repicar de la campana que llegaba hasta la celda del monje convocándole a maitines, o la llamada del almuédano al muslim para la azalá del fajr; la salida del pastor de su duermevela con el tintineo de las esquilas; el griterío bullicioso que el paseante oye salir del patio de un colegio en la hora del recreo; el pasar ante la fragua y sentir el acompasado y sonoro golpeo del martillo sobre el yunque, cosa esta que fue origen, sin duda, de uno de los más sentidos palos del flamenco. En algunos lugares, el turullo o la trompa del porquero para que en las casas se diera suelta al cochino, y habiéndose formado la piara, llevársela a pastar a algún encinar cercano. El saber de la cercanía del afilador al percatarse de los sones de su chiflo, al que aquél sacaba con primor sus tonalidades alternativamente, de graves a agudas y viceversa. E incluso para el preso, tiempo ha por fortuna de esto, el runruneo de la rata que percibía cuando ella acudía diariamente hasta su banqueta para compartir con él, y por su caridad, un poco de su escaso condumio, sabiendo el roedor que mientras lo rustía, había de soportar unas consideraciones que el recluso tan sólo podía dirigirle a él, dada la soledad de su celda. Eso eran sonidos.
Ahora sólo se escuchan ruidos. Barullos, voces, jaleos y estridores, provenientes de la calle, de la radio, de la tele, o de tantos otros sitios, que te irritan profusa y hondamente desde que por la mañana te tiras del petate hasta que por la noche, cansado del trabajo y de tantas otras cosas, vuelves a tu cribete, intentando casi inútilmente conciliar el sueño y conseguir un merecido descanso.
Son demasiados ruidos. Te despierta la alarma que lleva incorporada el teléfono móvil; te aturde el estridente claxon de un automovilista que apremia al que tiene delante al observar que se ha abierto el semáforo; te pone la cabeza como un bombo el monótono zumbido del aparato de aire acondicionado que un vecino ha instalado sin permiso en el patio de la comunidad, o te exaspera el inmisericorde tableteo del martillo neumático con el que un obrero municipal abre una zanja, profunda y larga, en la acera de nuestra calle. Esos, y otros muchos bochinches y estridores que suelen producirse en muchas situaciones que me callo, se oyen ahora lamentablemente.
Y es que antes, por fortuna, había sonidos. Ahora, para nuestro pesar, hay ruidos. ¡Qué le vamos a hacer!

Diciembre de 2011

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de diciembre de 2011

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Y morder el anzuelo (y II)

…Y morder el anzuelo (y II)
Ramón Serrano G

Al llegar el primer fin de semana las dos hermanas subieron a la alcoba de Elisa para poder hablar del tema sin que las molestasen sus padres. Tomó la palabra Gloria y dijo:
-Mira, si como parece, el muchacho no es que no te disguste, sino que además estarías muy dispuesta a casarte con él, lo que hay que hacer es irlo preparando para que acabe mordiendo el anzuelo. Tú sabes que muchas personas son buenas, pero un tanto engolletadas, y por eso si no obtienen fácilmente los resultados apetecidos, se encelan y dedican todo su empeño en no fracasar en algo que ellas esperaban conseguir con relativa sencillez. Esto suele ocurrir en muchas circunstancias de la vida, pero en el amor se da con absoluta seguridad. Y mucho más si la mujer le sabe dar achares al hombre. Achararlo una miajita. Sí, esos “tormentos” que dicen los calés. Sabrás que en Egipto hay un dicho que habla de que a veces se puede vivir con una mujer, pero nunca se puede vivir sin una mujer. Y a este le va a pasar eso. Vamos a hacer lo siguiente… Y le explicó el plan a seguir.
Las dos próximas veces que Elisa se cruzó con su vecino, este le reiteró sus “camelos”, a los que ella sólo le respondió con un escueto y correcto: -Buenos días. Pero al tercero, ya no se conformó con eso y le dijo seriamente: -Por favor Jorge, te agradecería que no me siguieses hablando de esas cosas porque he adquirido un compromiso que voy a respetar por encima de todo. Él se quedó con una cara de gran extrañeza y se fue al bar. Al llegar, y antes de pedir una copa, le dijo a los amigos:
-¿Alguno de vosotros sabéis si mi vecina Elisa se ha hecho novia?
-Claro, le contestaron. El mes pasado. Si lo sabe todo el mundo. De lo que no nos hemos podido enterar es con quien.
Como es fácil imaginar, ese conocimiento lo tenían porque Gloria se había encargado de que alguien soltase, distraídamente, frases sueltas por varios lugares del pueblo. También hizo que a su hermana le llegasen cartas, escritas como es natural por ella misma, y que el cartero entregaba en la casa familiar, sin recatarse en decir a quien pasase por la acera en ese momento:-Mucho le escriben a esta. Yo creo que tendremos boda pronto.
Por esos días llegó un joven a hacer la inspección rutinaria a la oficina de Correos, y le faltó tiempo para invitarlo a cenar a casa de sus padres. Luego, dos domingos seguidos, hizo que la hermana cogiese el tren y se fuese a pasar el día a la capital, habiendo hecho correr la voz que su destino era para conocer mejor a los futuros suegros. Y te diré, por último, que una noche, a la hora en que Jorge solía volver a cenar, se vistió con un traje de su padre, se caló un sombrero, y se puso a hablar con su hermana en la puerta, ella de espaldas y Elisa de frente, dejándose ver bien. Desde luego, no le faltaba imaginación a la hermana mayor en su papel de “celestina”.
Todos estos sucedidos corrieron por el lugar como reguero de pólvora, siendo el tema principal de muchas tertulias. En los pueblos, ya se sabe. Y como nunca falta alguien que quiera aprovecharse del fracaso ajeno para hurgar en la herida, un día, al llegar nuestro protagonista al bar, uno de la cuadrilla le espetó: -Parece ser que, pese a tu fama, no has podido con tu “vecinita”, que te ha dejado por otro. Quizás es que la chica de Tomás sea mucha mujer “pa” ti. Claro que porque con una no puedas, no pasa “ná”.
Aquello le sentó como un tiro. Y herido en su orgullo, porque las cosas difíciles se desean mucho más, y porque, en el fondo, la moza le gustaba, y no poco, les juró a los presentes:
-Por estas, que me caso con la Elisa, y si no, me voy del pueblo.
Y desde ese mismo instante comenzó a tirarle los tejos, con toda su experiencia y todas sus fuerzas. Morigeró sus costumbres, dejando de alternar con ciertos amigotes y recogiéndose a tempranas horas Se hacía el encontradizo con ella cuantas veces podía. Le hablaba con el mayor respeto y sus palabras estaban ahora llenas de buenas intenciones, en vez de deseos indecorosos. En esas se estuvo varios meses, y tanto se esforzó en conseguir su cariño, aunque ya lo tenía sin él saberlo, que llegó a poseer las cuatro eses, como se dice en el capítulo 34, del libro I de “El Quijote”: …no sólo las cuatro eses que dicen han de tener los buenos enamorados, sino un abecé entero…
-¿Y cuáles son esas cuatro eses, si las sabes?, preguntó Luca.
-Claro que las sé, respondió Luis. Barahona de Soto las explica en sus “Lágrimas de Angélica”, y son estas: Sabio en servir…;Solo en amar…;Solícito en buscar… y Secreto en sus favores….
Pero la muchacha, aconsejada siempre por la hermana, seguía contestando a las pretensiones del otro con unas negativas rotundas, aunque corteses y, digamos, dubitativas, lo cual hacía que el otro viese alguna posibilidad de triunfo para sus aspiraciones. Y así, un día y otro día, y un mes y otro mes pasó… él, pidiéndole continuamente que se casaran, y ella respondiendo que, ya era tarde, que otro se le había adelantado. Hasta que el mozo tiró por la calle de en medio. Así una noche, cuando supuso que la familia estaría empezando a cenar, se presentó en la casa de Elisa y les dijo:
-Buenas noches, señor Tomás y la compaña. Pido disculpas, porque sé que no está bien presentarse a estas horas, pero es que ya no puedo más. Mire usted, yo quiero a su hija con toda mi alma y estoy como loco por casarme con ella, y quería saber si a usted le parece bien.
-Hombre a mí parecerme, lo que es parecerme, no me parece mal, porque os conozco bien a ti y a tu familia, y sé que sois buenas gentes, de las de verdad. No me disgustarías como yerno, pero estarás conmigo en que quien tiene que decidir es la chica.
-Padre, intervino Elisa, prefiero darle la contestación a solas, así que, si a usted no le importa, nos salimos los dos al portal, y ahí hablamos.
Eso hicieron, y cuando estuvieron en la penumbra del zaguán, lo primero que hizo ella fue besarle, y luego le dijo:
-¡Tonto, más que tonto! ¿A quién voy a querer yo, si no es a ti?
Y luego llegó, lo que tenía que llegar. Eso de la felicidad, y lo de comer perdices, etc. etc.
Diciembre de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso, el 2 de diciembre de 2011

Ir a pescar (I)

Ir a pescar (I)
Ramón Serrano G.

Para N.L., por su gran afición a la lectura.

-Luis, le dije, muchas veces, cuando me relatas esas historias, me parece que eres tú quien las ha vivido, aunque siempre pongas la acción en otros personajes. Y entonces, sé muchas cosas, pero apenas nada de ti.
-No Luca. Ten por seguro que jamás soy yo el protagonista de mis relatos. Y si lo fuese de alguno, te lo diría. Así que, lo que te cuento lo conozco por haberlo vivido o por haberlo escuchado en boca de otros.
-Bueno, pues aunque no te haya ocurrido a ti personalmente, me gustaría oírte algún suceso de esos que tan bien te sabes. Algún viaje, un devaneo, lo que quieras, pero algo para pasar el rato.
-Pues te contaré los amores, que no hace muchos años, mantuvieron una pareja en un pueblo castellano. Jorge y Elisa se llamaban y vivían en la misma calle. Casi enfrente el uno de la otra. Él, de familia muy acomodada, tendría ya los veinticinco cumplidos. Bien parecido, no pudo, o no quiso, acabar los estudios de leyes, y su trabajo consistía en relevar a su padre en el comercio de ropas y tejidos que tenían, para que este se dedicara por entero a la agricultura, que no era escasa ocupación, por cierto. Tenía una hermana, Ester, dos años más joven, ya casada, y un hermano, Gregorio, que estaba en la universidad, pues ese sí era un buen estudiante.
-Ella, que frisaría los veinte, trabajaba como vendedora en una panadería, y su hermana Gloria, algo mayor que ella, ya casada, y funcionaria en la oficina de Correos, eran hijas de Tomás, carpintero de oficio y hombre de bien. Y has de saber que la tal Elisa era guapa de verdad, una garrida moza, y, las dos, de muy buen carácter y mejor educación, por lo que era de mucho agrado el trato con ellas.
- Nuestro protagonista, pese a no ser un mal muchacho, se las daba de galán, y siempre estaba haciendo la rosca a cuantas jóvenes, y no tan jóvenes, podía, y nunca con la intención de conseguir esposa, sino más bien de poder lograr de ellas algún favor sexual, llegando a tener cierta fama de donjuanesco. Pues aunque las costumbres novieras antiguas no eran tan permisivas como las de ahora, siempre se dijo que el roce hace el cariño, pero es que había quienes, tal vez por llegar a ser más queridos, ludían tanto que no dejaban sitio de la amada sin palpar. Pero por decirlo más finamente, era algo así como aquello que Quevedo explica en su “Cuento de cuentos”. O sea, que se andaba a la flor del berro, por lo que, acabado su trabajo, dábase a diversiones y placeres, tratando de descabezar las mejores yerbas. Y aunque no era pretencioso, no le desagradaba que los amigotes le bailasen el agua sobre sus andanzas amatorias.- ¿Sigues con la Blasa, o ya estás buscando a otra?, le decían en el bar los más íntimos. O aquello otro de: -¿No sé qué les das, pero es que te cantan en la mano? ¡Qué tío! Y él, aunque sin presumir, como te digo, no le hacía ascos a esos comentarios y a esa fama, que por otra parte le llevaban a no cejar en sus galanteos y amoríos.
Y precisamente por ese hábito, y puesto que por su vecindad con Elisa, ambos se cruzaban con harta frecuencia, un día pensó que, si lo hacía con otras muchas, por qué no iba a ver si pescaba algo en las “aguas de la vecinita”, la cual, como antes te dije, era un “pescado” muy apetecible. Por ello, siempre que se cruzaba con ella no perdía la ocasión de decirle chicoleos y lisonjas, amén de lanzarle indirectas sobre una posible relación entre ambos, aunque lo único que pretendía de ella, como de tantas otras, era poder llevársela al huerto.
Pero en los pueblos todo se sabe, y esas “aventuras” también las conocía Elisa que, además de guapa, era lista. Como listas son la gran mayoría de las mujeres en muchas cosas, pero, sobre todo, en eso de adivinar cuáles son los verdaderos deseos de aquellos que se acercan a ellas y empiezan a “arrastrar el ala”. Y tan es así, que puedo asegurarte, que tan sólo son engañadas aquellas que quieren serlo, que la que no, bien sabe defenderse, pues de inmediato “huelen” si el que llega, los que trae son nobles o aviesos propósitos.
En esas, el uno, erre que erre con sus argucias, y la otra, una y otra vez, dándole de lado, porque estaba muy dichosa de que se hubiese fijado en ella, lo que en el fondo le gustaba, y bastante, pero para nada le concedería ni la más mínima de sus pretensiones. Al principio, con más educación que agrado, se sonreía ante los requiebros, pero al poco, la insistencia en los mismos y la subida de tono de alguno de ellos, hicieron que se agotara su paciencia cansada, hasta la saciedad, de oír lo mismo y con el mimo fin.
Y un buen día, hablando con su hermana, le comentó su hartazgo y la indecisión de encontrar una fórmula para acabar con la situación de una forma digna y sin que surgiese desavenencia alguna entre las familias. Y Gloria, sin pensárselo dos veces, le dijo:
-Pero, vamos a ver, a ti Jorge, ¿te gusta o no te gusta?
-Pues claro que me gusta. Y mucho. Tanto, que me casaría con él de buena gana. Lo que no le voy a consentir es que esté tonteando conmigo, como ya lo ha hecho con otras, para pasar un rato y, si le dejo, manosearme, o lo que sea menester.
-Bueno, si es así, déjame un par de días, que vamos a poner en marcha un plan que nos va a dar muy buen resultado. Ya verás.

Noviembre de 2011

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 18 de noviembre de 2011

domingo, 6 de noviembre de 2011

Impertinente

¿Impertinente?

¿Fue porque sí, o supiste lo que hacías?
¿Salióte al pronto, o estuvo meditado?
Yo creo que, al fin, como un hombre educado,
dijiste aquello que decir querías.

No cabe en ti ilógica sentencia,
ni verbo, no sujeto a tu albedrío,
que tienes la virtud, el poderío,
de dejar atónita a tu audiencia,
con tus epítetos cabales y certeros;
dictámenes, en todo, verdaderos,
que dejan hacia ti, cordial y adicto,
a quien acaba de oír tu veredicto.

Por eso -dije yo- no hubo viviente,
que más bien, o mejor me definiera,
que hicieras tú, así, de gran manera,
llamándome en gran tono: “Impertinente”
Contestarte pensé, pero me aduje: Tente quieto,
que hay ocasiones en las que procede
el dejar que la cosa así se quede,
ya que a oír la verdad se debe estar asueto.
Nada de discutir, o alzar el gallo,
y nada de meterse en discusiones.
Quien obró así, tendría sus razones.
¡Déjalo estar! Mejor no meneallo.

Pero sí he de decir que, a mí, extrañóme,
que viniendo de ser tan generoso,
se me aplicase sólo un cualitativo.
Y por pensar en esa cosa diome,
y rebiné: Si el insultar es gratis, no oneroso,
¿por qué tan sólo un calificativo?
Si hubiese sido ese, o aquél, u otro sujeto,
quien me hubiese endilgado el adjetivo,
quien de forma tan ruin me retratara,
es que no sabe más, yo me pensara,
o es que no quiere ser reiterativo,
o ya está demodé, o aun obsoleto.

El dardo vino bien y diome en la diana,
pero al ser, como fue, tan sólo uno,
quedó en mi alma un ronroneo perruno,
y callé, pero fue de mala gana.
Y no debí callar. Debí decille:
-Nadando como estás en la opulencia,
de palabras, ideas y saberes,
siendo tan generoso como eres,
no has tenido conmigo la clemencia,
de regalarme otros muchos pareceres,
conformándome con una “impertinencia”.

-Me pudiste llamar: chinche, engreído,
fatuo, molesto, acaso intemperante,
descarado, grosero, muy cargante,
inoportuno, tieso o poseído.
¿Y por qué no tacharme de imprudente?,
¿de chulito quizás?, ¿de inoportuno?,
de atrevido, pesado o insolente.
Pero tu dito fue tan sólo uno.

Asombrado dejóme tu mesura
una vez más, que mil veces lo hicieras;
sujetando prudente la tu mano.
Que siempre que algo así te sucediera,
supiste realizar bien tus hechuras,
y no hacer obras propias de un tirano.
Proclamo entonces, admirado de ello,
con la más viva voz, a voz en cuello:
- Muy grande fue, ¡inmensa!, tu clemencia
al tolerar así mi IMPERTINENCIA.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Cantiga

Cantiga
Ramón Serrano G.

¡Mala la hubisteis hispanos, en esa de Monipodio!
Vos, que supisteis salvar/ con gran sensatez y aplomo,/ un cambio de tomo y lomo/¡sin decir una bobada!,/ ¡sin tener nunca un mal modo!,/y habiendo estado en la nada,/conseguir tenerlo todo./ Cuando parecía ser/ que estabais dando lección/ de un proceder ortodoxo/ en hacer la transición,/no supisteis mantener/ actitud, formas y logros/ y caísteis en un foso/ que fue vuestro perecer:/de la política hacer/ vuestro gran modo de vida/sin pensar nunca jamás,/ que siendo de esa partida/ jodíais a los demás./
Y es que, parece mentira,/ que habiendo nobleza en todos,/(y si no en todos, en muchos);/ un “savoire faire” muy pulido;/ en el comportarse duchos;/ y un humanismo de oro./ Ese por el que suspiran/ francés, castellano o moro/ y quien sea bien nacido./ Que estando prestos a dar,/ pacífica solución! a un muy singular problema,/ clero, milicias y gente,/ nadie, en tan gran ocasión/ pintada sin un cabello/ alguien tuviese la flema/ de manera conveniente/ y con raciocinio obrar,/ llevando a buen puerto aquello/ para haber alzado bien,/ y bien dejado a su vez,/ en el campo y en el foro,/ en el lugar que merece/ esta nuestra “piel de toro”/ que por raza y tradición/ merecía y aún merece./
Se acababa de vivir/ en nuestra querida Iberia/ dictadura cuarentena/ y tenemos que decir/ que al esto finiquitar/ crearonse opiniones:/ para aquél, fue cosa seria,/ y para el otro, una pena./A muchos les daba igual./O sea, que hablando muy mal/ les tocaban los…riñones/ En diciembrera mañana/ se produjo en tierra hispana/ extraordinaria eclosión:/ nació la Constitución,/ votada por mayoría./ Y junto a aquesta alegría,/ que había llegado hasta nos,/debo contaros a vos,/ lo que quiso ser festín,/ pues viviríamos, al fin,/ sin un roce, ni un rasguño;/ la mano abierta, no el puño,/ sin altercado o porfía,/ pensando,… hasta en ser felices./Y es más: en comer perdices./ Al menos, eso creía./ Y ante este buen hacer,/ de Quijanos y de Panzas,/ ante tamaña esperanza/ de pensares e intenciones/ boquiabiertas las naciones/ y algunas aún no creyendo,/ quedaronse admiradas,/ fascinadas, y aplaudiendo./
Iban a ser los autores/ de fantasía tamaña,/ alguien que tuviese maña/ para ejercer de doctores/ que nos supiesen sanar/ de los males padecidos/ anulando los temidos/ que nos pudieran dañar./ Se nos dijo y prometió,/ es más, hasta se juró:/ Vivirán para nosotros./ Por nosotros penarán./ Para ellos nunca obtendrán/ más que alguna sinecura./ Algo de poca montura/ con lo que beneficiar/ sus escuálidos bolsillos/ Unos cuantos “dinerillos”,/ dijeron por no asustarnos./ Su ganancia, será poca/ y su sacrificio, extenso/ Mas ya sabes caro amigo/ a lo que el hombre es propenso./Ya sabes lo que te digo./
Y de los buenos deseos,/ mudaron presto a los hechos./ Buscaron para ejercer/ su acción beneficiadora/ local semicircular,/ y en aquél, hora tras hora,/ laborar y laborar/ que el verlos daba placer,/ dejándose las pestañas/ lograron, con ciertas mañas/ y artes que nombrar da espanto,/el suministrarse tantos/ prebendas y beneficios,/con tan corto sacrificio/¡ tan grande recaudación/ para el resto de su vida,/ que la suya no era vida./ La suya era un bidón./
Y para darles lección,/ llegó allí Pedro Rincón/ viniendo de Cercedilla/ con baraja y con culero./Sentose, y dijo a un vecino:/ Esta es para timar./ El otro, por precaución/ pues quizás me hayan de dar/ por donde amarga el pepino./ Y acudió Diego Cortado/ nacido de un alfayate/ de ascendencia salmantina/ que como buen racional,/ aquello vio, y dijo: ¡Tate!,/ de la aguja y el dedal/ se vive bastante mal./ No tengo otra solución,/ así que me haré ladrón./ Pero ladrón, cosa fina./
Pronto ambos se conocieron,/ y ambos muy pronto intimaron/ y muy pronto se enseñaron/ los dos sus “sabidurías”./ Así que a los pocos días/ eran los dos hacedores/ con los naipes maravillas/ y dos grandes timadores/ desde Gijón a Sevilla./ Y no contentos con eso/-he de decirles también,/y sé muy bien lo que hablo-/ que le robaban a quien/ en ciudad, villa o establo/ abonaban sus impuestos./Presto hicieron compañeros,/ y amigos se hicieron presto/ de muchos otros colegas/, que llenaban sus talegas/ de modo poco correcto./
Y a qué seguir con la historia/ de aquestos, que conocéis por igual/ tú, aquél, u otro mortal/ que haya algo de memoria./ Uno hubo bueno./ Cien malos./ Y como eran mayoría,/ pronto se hicieron jauría,/ con hambre de lobo y zorra,/ y además viviendo bien./ No ya bien, a todo tren,/¡y otros pasando la gorra!./ Todos no son, ya lo sé/ viles, ni tienen por qué./ Pero en política vida/ igual que en otra movida/ los hay buenos, y haylos malos./ Y ante esta cantinela/ cada quien tenga su palo/ y el palo aguante su vela./
Paro ya, pues es sabido/ lo que tiene acontecido/ en este país tan raro./ Millones hay en el paro/ mientras otros en su ”nido”/ no se cansan de “piar”/ por conseguir su yantar./ ¡Pájaros de mal agüero!,/ Hartos estáis de dineros/ ganados con malas mañas,/ y siendo unos torticeros./ Supisteis trepar al podio,/ pero habéis hecho de España/ un patio de Monipodio/
Y este ha sido mi cantar/ con el que os quise alegrar/ aunque metiese algún ripio./ Quedo yo con mi pesar/ sin querer participar/ del dolor que participio/.

Noviembre de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 4 de noviembre de 2011

jueves, 20 de octubre de 2011

El cristal

El cristal
Ramón Serrano G.

“…Cuando yo me muera, no quiero las pálidas luces, ni los lutos…” . Juan Torres Grueso.

Aún no hace ni veinticuatro horas que estaba vivo. Vivo sí, eso digo y digo bien, pues aunque en esos momentos únicamente me funcionara el cerebro, es más que probado que un hombre continúa “existiendo” mientras su cabeza siga siendo capaz de discerner y razonar. Y ella sí que actuaba, repito, mientras que los restantes miembros de mi cuerpo estaban, o muy deteriorados, o inertes hacía cantidad de tiempo. Tanto, que al muy poco fallaron todos a la vez y dejé de tener eso que siempre se ha llamado vida.
Y aquí me encuentro hoy, solo y a oscuras, en la sencilla habitación de un tanatorio, alojado en un ataúd forrado, excesiva e inútilmente, en su interior, ya que la única finalidad de ese acolchado consiste en que el costo del féretro sea mayor, pues poca es la comodidad que el cliente puede notar en su estadía, o al menos nadie dio nunca cuenta de ella, si es que la tuvo. No hay ramos ni coronas en mi derredor, pues se han cumplido fielmente mis deseos de no traerlas. Y no es que no me agraden las flores, que siempre me gustaron y mucho, y cuyo regalo me ha parecido un obsequio exquisito, pero si es para una mujer o para un hogar. Pienso que el dinero empleado en llevarlas a un difunto estaría mejor gastado remediando un algo las necesidades de algún menesteroso.
Tres de las paredes del antedicho cuarto son de mampostería, mientras que en la que está frente a mí, han instalado un gran cristal rectangular, que, a simple vista, parece un vidrio normal, pero que no lo es, en absoluto, por lo que a continuación he de explicar. Tras él, hay una sala en la que dialogan deudos, amigos, vecinos y conocidos, que han acudido a dar cumplimiento y testimonio de un pesar, sincero en unos y fingido en otros, pero siempre socialmente correcto. A su llegada, todos han empezado hablando sobre mí, de sus recuerdos y sus vivencias conmigo, o de mi forma de ser y de pensar. Pero la mayoría han abandonado pronto esos temas, y sus charlas se ocupan de asuntos más o menos triviales, y, por supuesto, muy distintos a los que les han llevado hasta allí.
Algunos miran a través de ese cristal, e incluso piden que se encienda la luz para una mejor observación de mis restos, y entonces, creen erróneamente que me ven. Porque no, no me están viendo realmente como soy. Quizás, como era. En eso precisamente reside la raridad del cristal. En que ellos, desde fuera, perciben tan solo la visión de un espectro. De algo que antes fue y ahora no es. De alguien que ya se ha ido a un mundo del que nada se sabe con absoluta certeza, pese a lo mucho que sobre él se ha elucubrado y se ha escrito. Si acaso se presume, y no es poco suponer, que quien allí está, no sufre, ni padece, ni tiene necesidad de ningún tipo, y se mantendrá para in sécula seculorum en una actitud de total pasividad y, tal vez, contemplativa. Quizás sea por esa incertidumbre del lugar, las condiciones y el tiempo de permanencia en ese sitio de los que allí nos encontramos, que los que aquí se quedan suelen tardar poco, muy poco, excesivamente poco, en relegarnos al olvido, o, como mucho, acordarse muy circunstancialmente de nosotros.
Reitero que los conversadores y mirones de aquel lado sólo saben, y puede que no mucho, del mundo en que se hallan, y al que yo pertenecí hasta ayer mismo. Pero desconocen por completo este al que apenas he llegado; en el que estoy ahora y en el que estaré ad aeternum. Por tanto no tienen capacidad para comprender lo poco que están, o creen estar viendo. Mientras que yo, que ya he salido de las fronteras del suyo, y aunque tengo escaso tiempo, ya que en unas horas me inhumarán o me llevarán al crematorio (pido exclusiva e imperiosamente la segunda opción), desde este lado, sí que distingo y valoro sus obras y las mías, antiguas y recientes. Y contemplo sus y mis sentimientos, ya nobles, ya taimados. Su, y mi personalidad, generosa o egoísta. En una palabra, la auténtica realidad de cada uno. De cómo fueron, cómo son y cómo fui. Del comportamiento y las formas. Y al hacerlo he conocido de verdad mi forma de ser y la ajena. Juan Torres lo apuntaba: “…Y que allá, en mi calavera / vean mis ojos abiertos / el misterio de la vida / en la muerte que ahora llevo..”. Si hay que ser juzgados, no me corresponde a mí ser mi propio inquisidor, y sobre ellos, ya me cuidaré muy mucho de emitir juicio alguno, ya fuere bueno o malo. Si acaso lo que haré, al igual que la mayoría de los que me precedieron en el viaje definitivo a este barrio, será intentar que mi espíritu recuerde agradecido a quienes me trataron de benigno modo y no guarde rencor a quien pudiera haberme lastimado.
He deseado con estas palabras demostrar la importancia de ese cristal que nos separa a vivos y finados, y las distintas visuras que se aprecian si es este o aquel el lado en que nos encontramos. Desde el mío se divisan demasiadas luchas, bastantes afanes y algunas esperanzas. Desde el otro lado, quietud, sosiego y paz, o, al menos, eso esperé siempre.
Aquí, como ya digo, a una zona del cristal se hallan los que todavía andan peregrinando su vivir, y al otro los que hemos dejado de hacerlo. Por eso no coincido ya con Campoamor en aquello de que todo es según el color del cristal con que se mira. Creo, más bien, que será de una forma u otra, según sea el lado del cristal desde el que miramos un mundo u otro.

Octubre 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de octubre de 2011

jueves, 6 de octubre de 2011

In memoriam

In memoriam
Ramón Serrano G.

Sabemos muy bien que la vida cambia afortunadamente, aunque, a veces y en algunos aspectos, sea para mal, pero muchas también lo hace para bien, y otras sin mejora ni estropicio, sino obligada por la evolución natural del hombre con sus cada vez mayores posibilidades de todo tipo.
Pese a ello, la principal ocupación de los viejos es, ya se sabe, el recordar momentos, sucesos, oficios o costumbres pasados. Tiempos pretéritos que para nosotros suelen ser “pluscuamperfectos”, porque lo fueron así, o porque así preferimos mantenerlos en la memoria. Y uno de estos días, evocando antiguallas, di en pensar, con el mayor agrado, en las plazas. En esos lugares más o menos grandes, o más o menos bellos, que hay en todos los lugares habitados del mundo. Y quiero hacer una sentida añoranza y una breve glosa geográfica e histórica sobre ellas, pidiendo disculpa de antemano porque, citaré algunas, pero he de dejarme muchas, bastantes, por razón de espacio y de conocimientos.
Desde siempre, en todos los lugares, y en todas las civilizaciones, la plaza de un lugar era el sitio de mayor importancia en el desarrollo de todas las actividades. En ellas se comerciaba, se hacían contratos de todas clases, se dialogaba o se paseaba para estar al tanto de lo ocurrido en la política o la sociedad. Incluso se desarrollaban actos tan dispares como la administración de justicia, prácticas religiosas o la prostitución. Eran, indudablemente, el centro neurálgico de las urbes. El sitio donde se dictaban y se difundían las normas por las que se regían los moradores del lugar. Como mejor ejemplo de todo ello, y por resumir, citaré el Ágora ateniense y el Foro romano.
Pero con el paso de los años la mayoría de esas actividades empezaron a ejercerse en locales adecuados y la función placera se vio enormemente reducida. De cualquier modo la plaza continuó siendo el centro neurálgico del pueblo y en ella, o junto a ella, se instalaban cuantos podían, desde el Ayuntamiento, a bancos, comercios o bares, sabedores de que la mayoría de los vecinos tenían que pasar por allí, y que además gustaban de hacerlo, porque ese céntrico lugar era el corazón que movía la sangre necesaria para un buen desarrollo de la vida urbana. Y se las dotaba de cuantos medios fuesen necesarios para hacerlas más cómodas y acogedoras. Por eso, en el norte las había con soportales para guarecerse de la lluvia, y en el sur se llenaban de árboles para protegerse del sol.
Hoy las plazas ya no tienen ese sentido ni esa misión, porque la gente no concurre en ellas, o no la hace con la asiduidad y por las razones anteriormente expuestas. No acuden porque tienen otras ocupaciones para sus ratos de ocio, mucho más interesantes, según su creencia, que el dialogar tranquilamente con sus vecinos y paisanos, y si quieren hacerlo se reúnen. Unos leen, otros se van a jugar al golf, o al tenis, o a hacer pilates, o yoga, y los más, ven esos maravillosos programas televisivos donde se habla a gritos, y se asegura, minuciosamente, de que el novio de cierta cantante se está acostando con una actriz de cine de tres al cuarto. ¡Qué se le va a hacer!
Yo quiero ampliar esta recordación sobre esos tan entrañables lugares, nombrando algunas plazas del mundo que son muy famosas por varias razones, y consciente de que cualquiera de ustedes podría citar muchas más. Unas porque han sido escenario de sucesos políticos de gran trascendencia. Así, la de Tian’anmen, en Pekín; la de Mayo, en Buenos Aires; la de la Bastilla en París, y, más recientemente, la de Tahrir, en El Cairo.
Otras a destacar por su inmensa belleza, como la Roja, en Moscú; la del Vaticano, en Roma; la Grand Place, en Bruselas; o la Djemaa el Fna, en Marrakech. Todas estas en el extranjero, pero también en nuestro país las hay de una categoría inmensa. Recordemos la Mayor, en Salamanca; la de España, en Sevilla; la del Obradoiro, en Santiago; la de Pedraza; la de Trujillo; o la de Almagro. Cualquiera de ellas es bonita, hasta dejárselo de sobra.
Y finalmente, ruego se me permita sacar de los adentros unas palabras in memoriam de dos costumbres que había, años ha, en la plaza de Tomillares. Es esta hermosa, como hermosa es la tierra donde se ubica, y en ella hay un edificio simbólico y digno de observación: la Posada de los Portales, del siglo XVIII, similar en su estilo a otros existentes en las cercanas poblaciones de Puerto Lápice o Tembleque. Y ocurrían en aquel espacio y por aquellos tiempos cuando yo era niño, dos cosas que recuerdo con mucho agrado. Era una que si llovía con intensidad, se formaban unas corrientes de agua, relativamente importantes, que corrían paralelas desde la calle de D. Víctor hacia la de Socuéllamos. Entonces los empleados municipales, para que la gente pudiese cruzar de un lado a otro, colocaban cuatro “puentecillos” de madera, (tablones, les llamábamos), dos desde la tienda de César hasta la entrada de los carros de la citada Posada de los Portales, y otros dos desde el comercio de aceitunas de Huertas hasta la Posada del Rincón.
La otra imagen que conservo es que, una vez que la venta de comestibles se desplazó hasta el mercado de abastos, toda la plaza estaba invadida a diario, y los domingos abarrotada, por corrillos de hombres, el noventa por ciento de ellos vestidos de uniforme, o sea, con sus boinas bien encasquetadas, sus blusas, más de las de rayas que de las negras, y sus pantalones de pana. Y algunos, bastantes, con su garrota. Allí ellos, amos y señores del recinto, conversaban, trataban, compraban y vendían, o le daban un “repaso” a lo que, o a quien hubiese menester. No se movían de allí, pasara lo que pasase, creándoles verdaderos problemas a los que tenían que cruzar el lugar llevando un carro o un carretón. Y allí se estuvieron, año tras año, hegemónicamente asentados, hasta que la circulación de vehículos a motor se intensificó y acabó con su pacífica estadía placera.
¡Qué buen recuerdo conservo de aquella estampa con la plaza de Tomillares tapizada de blusas y la Posada al fondo!

Octubre de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 7 de octubre de 2011

martes, 27 de septiembre de 2011

Lancinante

Lancinante
Ramón Serrano G.

-Oye Luis, si la mayor parte de los seres humanos suelen vivir en pareja, ¿por qué algunos permanecéis solos?
-¡Bueno! Te podría dar más de cien motivos; lógicos, anormales, egoístas, circunstanciales, y de muchas otras clases. Pero mejor te cuento la historia de alguien a quien conocí un día y que acabó siendo una de esas personas solitarias a las que te acabas de referir. Pon atención:
-En un determinado lugar dos chiquillos, llamados Lucio y Andrés, crecieron como amigos, como amigos se hicieron hombres y como amigos montaron una empresa. En ella todo lo hacían consultándose y participando al cincuenta por ciento en cuanto realizaban. Fuera de ella igual: salían juntos, juntos alternaban, y era tal su compenetración que esta, de haber sido hermanos, quizás no hubiese llegado a tanto. Un buen día ocurrió algo tan natural como que uno de ellos, Lucio, se enamoró de una muchacha, Laura, guapa, bien formada, educada, afable, en suma, una gran moza y al poco se casó con ella. El nuevo estado de uno de ellos no hizo decrecer ni su trato ni su amistad con el otro, que ambos siguieron teniéndolos en el muy alto grado de siempre.
-Andrés, aunque respetando siempre la necesaria intimidad conyugal, pasaba muchas horas del día junto al matrimonio, no sólo en el trabajo (al que la flamante esposa se incorporó de inmediato), sino en los ratos de ocio. Comía los más de los días en casa de ellos y los fines de semana solían los tres hacer excursiones y visitas a los derredores. Todo transcurría normalmente hasta que, en una soleada mañana, sucedió algo novedoso. Algo que duró tan sólo un momento, un maldito momento (o quizás pudiera decir un bendito momento) En ese determinado instante se cruzaron las miradas de Laura y Andrés de un modo que no lo habían hecho nunca. Ambos supieron en el acto que aquello era distinto y que podría ser importante, pero los dos trataron de olvidarlo de inmediato. Ella lo consiguió, o, al menos, no dio muestra alguna de saberlo, aunque estoy seguro de que tenía muy buena conciencia de ello, que las mujeres, para esas cosas, y para muchas otras, tienen una perspicacia increíble.
-Pero lo de Andrés fue otro cantar. Enseguida se temió lo peor y, aunque hizo lo imposible por autoconvencerse de que lo que lo ocurrido sería una cosa sin importancia, algo intrascendente, pronto tuvo que rendirse a la evidencia. Buscaba a la mujer de su amigo a cualquier hora, y, cuando estaba con ella, le embriagaba su sencillo olor a azándar, a olíbano o a terebinto; su sonrisa le sonaba a música célica; percibía que su mirada era serena, tibia y esperanzadora como un amanecer de mayo. Por otra parte cambió su proceder, y cuando comenzó a…desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo,… todo ello le hizo recordar de inmediato a Lope y, por tanto, saber que …eso es amor, quien lo probó, lo sabe.
-Mas también supo que ese sentimiento, a más de muy hermoso, era imposible a todas luces. Que Laura, aún siendo conocedora de esa amación, nunca había hecho nada ni por iniciarla, ni por fomentarla, ni por mantenerla. Y que Lucio no merecía de nadie, y menos de su mejor amigo, no ya el logro, sino tan siquiera el intento de destrozar su vida. Comenzó a disputarse en su subconsciente una lucha entre lo apetecible y lo correcto; un esfuerzo inmenso para no dejarse llevar por la tentación y sí por la honestidad; un lancinante hesitar por acariciar un sueño o por mantener la dignidad. Y así fueron pasando los días y, en su decurso, su interés por vivir de ese modo iba descaeciendo. Sufrió lo indecible para tomar una decisión, pero, finalmente, su conciencia le dehortó que siguiera en aquél lugar y actuó, como era de prever, con la caballerosidad que era de esperar. “Chacun ses convictions”.
-Buscó a Lucio para, mintiéndole por primera vez en su vida, decirle que imperiosas razones le obligaban a marcharse de allí. Dejó en sus manos que le liquidase a su comodidad su parte en el negocio, y esa misma tarde, se despidió de la pareja y se marchó para siempre. Y, al alejarse, se acordó de lo que cantó otro poeta, pues también para él la noche estaba estrellada y tiritaban los astros a lo lejos; y que era imposible no haber amado sus grandes ojos fijos; pensar que no la tenía, sentir que la había perdido y que por ello su alma no estaba contenta; y que por ello, podía escribir los versos más tristes esa noche…
-Luis, le dije, no sé por qué, pero me da en la nariz que yo conozco a ese tal Andrés.
-Como puedes comprender Luca, me contestó, yo no tengo una relación de todos aquellos a quienes conoces. Pero sé lo que te imaginas y me parece que esta vez te han fallado los vientos. No fui yo el Andrés protagonista de este suceso.

Setiembre de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 23 de setiembre de 2011

viernes, 9 de septiembre de 2011

Prender

Aprender
Ramón Serrano G.

Hace poco les hablaba de de cómo el hombre acude con frecuencia en sus expresiones al reino animal. Entonces me refería a la corriente utilización para eso de adjetivos, admirativos unos y denostadores otros, que los hay para todos gustos. Hoy quiero hacerlo para resaltar cómo utilizamos nuestro lenguaje para acoplar a nuestro modo de obrar aludiendo a los usos y actuaciones de los irracionales. Debo aclarar que empleo este calificativo porque sé que ninguno de ellos se va a enterar de lo que digo, que si alguno lo hiciera, me contestaría indicándome que muchos de ellos se suelen comportar más sensatamente que nosotros los racionales. Pero vayamos a lo que nos ocupa.
La causa es, a mi juicio, que como nos gusta apoyar nuestros dichos con algún ejemplo (aquello de las parábolas citado anteriormente) se ha pensado que la mejor manera de convencer a nuestros interlocutores de la bondad o veracidad de nuestros asertos, es haciéndoles ver que hasta los pobres animales, aquellos que no poseen un brillante cerebro como nosotros, obran de tal o cual modo, lo cual es lo más apropiado para alcanzar lo que nos proponemos. Es igualmente cierto que existen dichos que exponen la actuación ejemplar de personajes ilustres en determinados momentos históricos. Pero como aquellas elocuciones a las que me refiero suelen datar de los tiempos en los que la muy célebre y nombrada Mari Castaña habitaba entre nosotros, y por aquellos entonces la cultura no estaba muy extendida entre las gentes, estas se acogían a sencillas exposiciones de costumbres y actitudes que todos normalmente conocían para marcar el camino a seguir y el buen resultado que nos proporcionaría el tomarlo.
He de aclarar además que, siguiendo los métodos didascálicos de la época, se recurría bastante al empleo de aforismos, máximas y adagios, o sea frases hechas, provenientes usualmente de la sabiduría popular, que marcaban normas a seguir para un buen comportamiento. Resumiendo, consejos útiles para conducirnos en la vida. Por igual se utilizaba en ellos las rimas, ya fueran estas a o consonantes, para facilitar de esta manera al oyente unas mejores comprensión y memorización de lo expuesto. Diré, por último, que los hay de todo tipo, condición y finalidad, pero creo que en vez de detallarlos iremos viendo algunos y tras cada exposición haremos una aclaración de su propósito. Vamos a ello.
“Si la garza viaja al mar, coger los bueyes y arar; si va la garza a la tierra, coge el hacha y hacer leña”, que dicen los asturianos de Tapia. Parece ser que dada la climatología de aquella maravillosa tierra, cuando hace bueno a la garza no le importa irse a pescar a la mar. Pero si se queda tierra adentro, es porque el agua está encrespada, o hace frío y hay que resguardarse.
Parecidamente, como otra previsión meteorológica, está este, más conocido por nuestras latitudes, de: “Por San Blas, la cigüeña verás”, que indica que a principios de febrero (el 3 en concreto) el invierno ya va en buenas y las aves migran de nuevo hasta nosotros. Hay que observar que esto se daba mucho más antes, cuando hacía frío de verdad y no había tanto esterquilinio en los campos. Pero hoy en día, con el mentadísimo cambio de clima y tanto vertedero incontrolado que las tiene colmadas de alimentos, las cigüeñas se suelen quedar aquí todo el año. Y bien bonitas que son.
Y aunque también se emplea en este que sigue, un ave y una estación, con “Una golondrina no hace verano”, lo que quiere decirse es que las cosas deben estar bien consolidadas para poder decir con verdad que están hechas. Covarrubias ya nos lo explicaba en 1611, y nos decía que porque una de estas aves se haya adelantado eso no quería decir ya estuviese aquí la primavera. O dicho de otro modo: “El pescao no es pescao, hasta que está en la banasta”.
Dícese, y con razón, que “las abejas hacen la miel, y las moscas se la comen”, aludiendo a cómo hay siempre quien, sin merecerlo, se aprovecha del trabajo y el esfuerzo de otros muchos que no cesan de laborar y producir.
Con aquello de que “quien nace lechón, muere cochino”, se está haciendo referencia a que pese a que el humano tiene la posibilidad de cambiar muchas cosas en su vida (cultura, modales, bienes, etc.), normalmente cada uno tiende a mantener su eseidad, que, además, suele sacar a relucir en puntuales momentos. Dicho sin ambages, que el que es tonto, es tonto, aunque vaya a Salamanca y por mucho que se esfuerce en disimularlo. Vamos que “aunque la mona se vista de seda…”, o eso otro de que “la cabra siempre tira al monte”.
Y para finalizar voy citar dos más, advirtiendo que el primero de ellos, tiene cierto intríngulis, por lo que rogaría que nadie viera en él su lado vejatorio, sino que antes bien lo tome en sentido elogioso, que es en el que deseo mostrarlo. Desde siempre se afirmó que “cuando la mula dice: no paso, y la mujer dice: me caso, la mula no pasa, y la mujer se casa”. Pero, por favor, insisto en que ninguno piense que hay aquí disfemismo alguno, ni para la candonga ni para la fémina, porque no es a la posible tozudez a la que se refiere el dicho, o al menos yo no lo hago en ese sentido, sino como ponderación a la tenacidad de ambas, las cuales, como es bien sabido, no cejan en su empeño de conseguir lo que se hayan propuesto, ya encuentren pocas o muchas dificultades en su intento. Vamos, que no se caracterizan por ser pusilánimes precisamente.
Aún más, y para que nadie dude de lo que acabo de decir, terminaré con este otro proverbio muy conocido. Porque sabido es por bastantes gentes que, “a la hora de cacarear, no faltan gallos, pero cuando hay que poner los huevos es la gallina la que hace el trabajo”. Expresado en distintas palabras o llamando a las cosas de otra forma: que por desgracia hay mucho pavo real, pero, por fortuna, también existen muchas hormigas.
Y dicho esto, vuelvo a meter mis cabras en su corral, pero recordándoles que los modos de obrar, los hábitos y las cualidades de los irracionales son muy válidos y nada obsoletos. Así pues, el que quiera aprender de ellos, que aprenda.

Setiembre de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 9 de setiembre de 2011

jueves, 11 de agosto de 2011

Vendrá. Estoy seguro

Vendrán. Estoy seguro
Ramón Serrano G.


Es fácil observar cómo desde siempre el hombre ha tratado de dominar el universo, o parte de él, muchas veces lo ha conseguido y lo sigue consiguiendo, y hasta tal punto, que hoy a nadie extraña el ver cómo puede predecirse matemáticamente la distancia que dos cohetes espaciales van a recorrer hasta encontrarse, el punto exacto en la que se halla el epicentro de un terremoto, o tantas y tantas maravillas a las que hoy, por mor de la costumbre, ya no damos apenas importancia.
Pese a ello, podemos comprobar, por otra parte, cómo las cosas más sutiles, las más intrascendentes, y, al parecer, las más sencillas, escapan al poderío casi ilimitado de la mano humana, sin que esta pueda hacer nada por acelerar su ritmo o detener su impulso. Así, ¿puede alguien saber qué día harán su entrada en nuestras tierras aquellas golondrinas que alegrarán otra vez la primavera? ¿O en qué soplo de viento viajará el polen que hará nacer las cardenchas, erguidas y arrogantes, que son las constantes centinelas de todos los caminos? Todos lo ignoramos, aunque todos estamos seguros de que han de retornar y que allí estarán, unas y otras, de nuevo, un año y otro año.
Y, en humilde parábola, he dado yo en pensar que hay cantidad de cosas hermosas, grandiosas unas y sencillas otras, que el hombre disfruta anualmente, a veces conociéndolas, y otras sin saber a ciencia cierta cuál es su causa o la fecha exacta de su advenimiento, pero sí que tiene merecimientos sobrados para ello. Cosas que el ser humano no siempre dirige y sin embargo espera y, permítaseme la hendíadis, disfruta de ellas en cuerpo y alma. Tenemos un claro ejemplo de ello en Tomillares, cuando agosto, casi agotando sus días, nos trae su Fiesta de las Letras, cosa que lleva haciendo ya milenta años, y en la que se dan cita un grupo de mujeres derrochando hermosura, con poetas y juglares de habla fluida y cantarina, y un pueblo deseoso de gozar de la belleza. Y nadie sabe por qué el evento nació aquí, ni hay nadie que impida o acelere su llegada. Lo cierto es que ocurrió. Afortunadamente. Y que por fortuna sigue acaeciendo.
Surgió porque tenía que surgir y porque se escribió que sucediera de ese modo en el arcaico libro de los tiempos. Así, año tras año y por fortuna, saboreamos el encanto de este acto, y acomodamos para su deleite la vista y el oído, con el fin de apreciar la plenitud de este acontecimiento lírico y venusto que acude puntual a llenar nuestras almas de gozo y esperanza.
Pero ¡ojo! que hay que tener siempre presente que lo que es bueno de verdad cuesta, y no poco, conseguirlo. Y yo quiero alertaros de un peligro que acecha siempre, no a esa sola, sino a todas esas acciones que se emprenden, no para buscar compensas pecuniarias, sino por conseguir el solaz de nuestro espíritu. Y el riesgo está, en que cansados de tanta lucha, tanto esfuerzo y tanto compromiso, muchos caen en el abandono, hastiados de una prisa fulgurante a todas horas por la velocidad a la que hemos de movernos para poder llegar a tiempo a la diversidad de obligaciones que nos hemos impuesto. O para lograr un ritmo de trabajo con el que alcanzaremos no ya un mayor salario, sino que no nos echen del trabajo.
Y entonces, por ese agotamiento físico y síquico, caen en la trampa de asentarse en el primer oasis que se encuentran, y suelen montar su jaima en la triste parcela de la filosofía existencialista, que ve más productivo el pájaro en la mano que muchos en el cielo. Creen, como el poema persa del Rubaiyat, que hay que gozar del hoy, pues el incierto mañana no nos pertenece. Es, simplemente, el “carpe diem” de Horacio a Leuconia: “Aprovecha el presente, no prepares el futuro, ni pienses en él ”.
Triste postura esta que, ni es, ni debe ser la nuestra. Ellos, en su miopía, miran el almanaque y ven sólo una hoja. Nosotros, si nos acostumbramos a lanzar lejos la mirada y pisamos con fuerza en nuestro andar, lograremos muchas recompensas satisfactorias en extremo, y entre ellas, una como esta antes citada de la celebración de la Fiesta de las Letras. Y si además ejerciendo la docencia, inculcamos esas querencias naturales a nuestros descendientes, ellos conseguirán, estoy seguro, que cuando vaya a terminar este milenio apenas comenzado, seguirán apareciendo cada año en nuestro Tomillares otras damas, hermosas golondrinas anunciadoras de vida, y otros escritores, cardenchas centinelas de todos los caminos, que mantendrán por siempre en nuestra parda tierra un reino de hermosura y de lirismo.
Continuarán llegando hasta nosotros. Vendrán. Pues claro que vendrán. Estoy seguro.

Agosto de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 12 de agosto de 2011

jueves, 4 de agosto de 2011

La hucha

La hucha
Ramón Serrano G.
Para María, mi españholandesita.

Mi querida María: Como no sé si llegaré a verte grande, cuando ya te hayas hecho una mujer, pues mis años van siendo muchos y quizás no tarde demasiado en irme con mi amiga “La Flaca”, hoy que acabas de nacer te escribo estas líneas por si deseas conservarlas y leerlas cuando seas mayor. Ya quisiera saber escribir como Velthuijs, o como Juan Ramón, pero habrás de conformarte con las pobres líneas de este aficionado.
Verás. Hace muchos años, en la época en la que yo era un niño, estaba muy extendida la costumbre de ahorrar, cosa que, lamentablemente, ahora ya no sucede. O casi. Hoy en día la gente gasta y gasta, a veces más de lo que tiene, sin pensar que luego han de venir los años de las vacas flacas. ¡Ah! ¿Que no sabes qué es eso de las vacas flacas? Bueno, pues es una historia muy interesante que está escrita en el “Génesis”. Ya la leerás a su debido tiempo. Continúo. La mayoría de las gentes solía guardar un tanto de lo que tuvieran, ya fuese mucho o poco, para que si algún día hubiese escasez, poder disponer de algo y no tener una indigencia absoluta.
Así hice yo con el cariño. Fui atesorando todo el que pude en una hucha grande, grande, een grote spaarvarken, y aunque les di casi todo el que tenía a tu padre y a sus hermanos, una noche de diciembre, bien me acuerdo, arrebujado en las mantas para evitar el frío, me dije: -No des a tus hijos todo el amor del que dispones, porque, con gran probabilidad, estos tendrán a su vez descendientes y a ellos has de entregarles también una buena cantidad de inhesión. A eso me atuve, y, por eso, seguí ahorrando y ahorrando, condesando cuanto cariño pude en la alcancía de la que antes te hablé. Y cuando empezaron a llegar, primero tus primas, luego tus primos, y después tu hermano, ya había hecho yo acopio de otra enorme cantidad de querer, que pude ir distribuyendo entre ellos seis a partes iguales. Y me sentí muy feliz, porque has de saber que no hay afecto comparable al de un abuelo para con sus nietos. ¡Ojalá llegues a comprobarlo algún día!
Entonces pensando que no tendría más, me vi libre de la obligación del ahorro cariñoso, pero recordando que donde hay yeguas potros nacen, volví a ahuchar de nuevo. Y mira por dónde, ahora has venido tú, mi pequeña medio españolita, medio holandesita, emergiendo como una Venus Anadiomene, a saturarnos de alegría y a ilusionarnos de nuevo con tu recién estrenada vida. Y hablo en plural porque me estoy refiriendo, en eso de la satisfacción, no sólo a mí, sino también a tus padres, demás abuelos, tíos y tus cinco primos. Y a Maxi, al que ahora también le gustas porque te ve pequeñita y tierna, pero cuando crezcas, quieras coger sus juguetes y vea que a veces te van a hacer a ti más caso que a él, estoy seguro que se va a mosquear un tanto y alguna vez que otra os pelearéis. Cosa de poco, por supuesto. De cualquier modo, y antes de continuar, he de contarte un secreto que debemos guardar entre tú y yo. Escucha, de todos los que antes he citado, absolutamente de todos, no hay nadie que te quiera más que el abuelo Ramón. Igual, varios, o todos, pero más, seguro que ninguno.
¿Y por qué es esto?, me preguntarás. Y te contestaré diciendo que, aunque no debes hacerme mucho caso, porque mi saber es corto y grande mi ignorancia, sí sé que hay por ahí un aforismo que dice que el cariño entre dos personas es inversamente proporcional al tiempo que ellas pueden pasar juntas. Entonces, como por ley de vida no puede ser mucho el tiempo que vivamos tú y yo a la vez, he de sacar con la mayor presura el amor que tengo atesorado en mi hucha, y he de aprovechar ese escaso espacio temporal, para, en él, dártelo, e igualarte en amor a tus Serranitos predecesores. Esa es, al menos, mi intención. Aunque he de decirte que, a lo largo de tu vida contarás con mi admiración. Con la mía y la de todos, pues sé que en verdad tú serás, y encontraremos en ti, a la mujer completa. A la Eshet Jayil, de la que habla el libro de los “Proverbios”.
Por último, y a sabiendas de que aún siendo tan pequeñita ya me estarás oyendo, quiero decirte unas cosas que no sé bien cómo llamarlas, ya que tienen la mitad de deseo y la otra mitad de ruego. Son tres. Y, para conseguirlos, has de recordar que: Ut dessint vires tamen es laudanda voluntas.(Aunque falten las fuerzas, se ha de valorar siempre la voluntad).
Me gustaría, primeramente, que atiendas y sigas el consejo de tus padres. De ambos. Por raras y fastidiosas que sus sugerencias puedan parecerte a veces. Piensa que a nadie encontrarás en esta vida tan dispuesto como ellos a darte cuanto tengan, a librarte de todos los males que puedan o pudieran angustiarte, y a conducirte por los mejores caminos que haya (y fíjate que no digo los más cómodos) para que logres lo mejor.
Es la siguiente, que vayas a la Universidad y que de ella salgas triunfante. Que seas una buena estudiante, como lo fue tu padre. Pero no olvides lo que tantas veces se ha dicho: más importante es que la Universidad pase por ti, que tú pases por ella. Imbúyete de su espíritu y vívelo. Yo, que soy consciente de las escasísimas probabilidades que tengo de llegar a verlo, si sé, a ciencia cierta, que no me defraudarás en esto.
La final, y tan importante como las anteriores, es que sea tu propósito, y alcances a lo largo de tu existencia, el aurea mediocritas, aquella que propugnaba el insigne Horacio, ya que con ella, sé que conseguirás el inmenso bienestar que te deseo.
Con estos tres logros llegarás a ser una gran mujer y accederás a la felicidad. Estoy seguro. Pero, para ayudarte, quiero citar al gran Oscar Wilde, tu entonces tercer compatriota, cuando dijo: “Con la libertad, las flores, los libros y la luna, ¿quién no será perfectamente feliz?” En la confianza de que esto será así, deseo hacerte saber por último, mi queridísima españholandesita, que tu abuelo español te ha recibido con todo el júbilo que es capaz de albergar su ya viejo corazón.

Agosto de 2011

1 de agosto de 2011.

jueves, 28 de julio de 2011

Y no saberlo decir

Y no saberlo decir
Ramón Serrano G.

“…más doloroso es amar, y no poderlo decir”.- Joaquín Dicenta.

Muchas personas tienen a lo largo de su vida, demasiado larga para unas, excesivamente corta para otras, la desdicha de que, habiéndoles sucedido algo de gran importancia para ellas, no encuentran el modo adecuado de expresar al resto lo que les ha sucedido. Y por ello reconozco y proclamo, que es grande el tósigo de quien albergando fantasías y sueños, percibe que carece de alas que le remonten hasta el cielo al que le llevaría el saber hablar. Que vive con gran pesar aquél que, forjándose planes y proyectos para otros asequibles, tiene la exacta conciencia de que él llegará a morir, no ya sin conseguirlos, sino tan comunicarlos siquiera. Que no es vida la de esa o ese que, sintiendo un amor verdadero por alguien, o por algo, ha de guardarlo en sus adentros, pues no lo sabe decir.
Porque ocurre a menudo que cuando alguien tiene una afición, y para su desgracia no posee las necesarias condiciones para desarrollarla, al menos dignamente, ese alguien pasa muchos ratos, demasiados, con la tristura de no poder exteriorizar convenientemente, o al menos como a él le gustaría, esas filias o folías que siente su corazón. De ese modo, al no encontrar la solfatara por donde dar vía libre a los malos humores de su incompetencia, se halla molesto, y esta incomodidad la padece tanto si el hecho que produce el sentir del personaje en cuestión es de naturaleza alacre o es, por el contrario, amarrido. Y da igual si la manera de ser del individuo que la siente es expansiva o íntima. Pese a todo, la persona no resiste la tentación de pregonar lo que hay en su interior, y se le presentan entonces los tres problemas clásicos con los que un ser ha de enfrentarse en esas ocasiones de la vida: a quién decirlo, qué contar -si todo o sólo una parte de la cuestión -, y cómo hacerlo.
Hablemos de ello, mas si me lo permiten, lo haré únicamente de las ocasiones en que tenemos el alma amurriada por causa o razón que lo justifique debida o indebidamente, pero que de todos modos la sentimos fuertemente lacerada. Y, como notarán de inmediato, este escrito no quiere, ni puede, ni viene a ser un rol de los motivos que existen para ello. En primer lugar porque sería absurdo, y casi imposible dada su extensión, relacionar las causas que pueden o podrían angustiarnos. Y luego porque, en demasiadas ocasiones, nos lanzamos torpemente a realizar algo sin haber aprendido a hacerlo con arreglo a las normas establecidas, o no siguiendo el ejemplo de los sabios que sí supieron conducirse.
Y no queriendo yo que me ocurra algo similar, en vez de exponer mi propia retahíla de padeceres y abatimientos, que estaría compuesta, como no podría ser de otra forma, por los muy recurridos ayes ante el dolor físico, o por lamentaciones debidas a la escasez de medios económicos, o por la falta del reconocimiento ajeno ante los valores personales, o por cualquier otra nimiedad al uso, me acojo a lo que está sabiamente escrito en Leonor de Aquitania, y tomándolo como ejemplo, hago público reconocimiento de lo que sigue, y ¡ojalá! lograse hacerme entender. Y digo:
-Que siempre son menos llevaderos para las personas los desgarros anímicos que los físicos, y en aquellos, son los que afectan al terreno amatorio los que más dañan el alma, ya que aunque se tengan ideales de cualquier tipo o condición, políticos, religiosos, sociales, o de la clase que sean, ninguno afecta tanto al individuo, para bien o para mal, que aquellos en los que se conjuga en propia carne el verbo amar.
-Y así, repito, apoyándome en Joaquín Dicenta, confirmo y transcribo que doliendo, y mucho, comprobar cómo se va yendo la vida, y pese a ignorar en qué sitio, cómo, y cuando hemos de morir...más doloroso es amar...y no poderlo decir.
-Que debe ser tristísimo que la ceguedad mantenga a alguien en una noche permanente. Pero, pese a ello, aun cuando algo te impida ver el claror del sol, y con la conciencia de lo penoso que debe ser mirar la luz y no llegarla a percibir…más doloroso es amar…y no poderlo decir.
-Saber que somos unos tristes peregrinos de la vida que no podemos detenernos jamás en nuestro sendero. Y que aunque no podamos tomarnos descanso alguno en nuestro caminar, sino tan sólo a la hora de morir…más doloroso es amar…y no poderlo decir.
-Y que aun cuando, con toda libertad, nos está permitido soñar con cosas que nunca vimos, teniendo la necesaria conciencia de que nos faltan las alas, antes citadas, para, al hacerlas realidad, llegar con nuestras quimeras hasta el cielo, nos produce gran dolor no llegar nunca a gozarlas. Pero que, además, si esta pena se debe a un quillotro inasequible, bien sabemos que no existe amargura alguna en este mundo, ni hay un mayor dolor que…ver el alma morir, prisionera de un amor…y no poderlo decir.

Julio 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 29 de julio de 2011

viernes, 15 de julio de 2011

Las Peras (y II)

Las peras (y II)
Ramón Serrano G.

-Continuando mi historia de ayer, has de saber Luca, que cuando Adolfo terminó brillantemente su carrera, encontró de inmediato una muy buena colocación en un cualificado despacho de la capital. Parecía como si un misterioso effrit se hubiese convertido en su valedor desde aquella lejana y aciaga tarde de las peras, allá en su pueblo. Por ello, en ese lugar hizo diversas averiguaciones durante muchos años hasta que llegó a saber lo que le interesaba. Por otra parte, en el bufete fue ganando conocimientos, experiencia y prestigio, hasta el punto que en algo más de un par de lustros llegó a ser el director de la empresa. Todos los asuntos más importantes, los más intrincados, los de más difícil resolución, pasaban por sus manos ya que él, si no el único, si era quien mejor los solventaba. También sabrás que cuando se estableció definitivamente, rescató a su padre de las faenas agrícolas y se lo llevó a vivir con él a la ciudad, aunque el pobre hombre no se adaptó a la vida urbana y falleció al poco.
Y sabrás que en Luraga, adonde llegaban de tarde en tarde algunos ecos de los éxitos profesionales del economista, también pasaron durante esos años cosas dignas de ser contadas. Así, en los años en los que Adolfo se hacía universitario, Aníbal Luque se vio gratificado con la llegada de su primer, y luego único, hijo, al que puso por nombre Gregorio. Este, cumplidos los veinte, y tras una pubertad anodina y poco fructífera, se puso a trabajar junto a su padre y en esa actividad agropecuaria sí demostró maneras y oficio. Tantos, que cuando Goyo cumplió los cuarenta, Aníbal, que casi le doblaba la edad, se retiró de la vida laboral dejándole todo el negocio en sus manos. Y él lo fue engrandeciendo hasta alcanzar un considerable volumen, llegando a ser uno de los mayores y más productivos de la comarca.
Pero con el paso de unos años las cosas se fueron torciendo. Las importaciones, la subida de costos y la bajada de precios, la apertura de nuevos mercados, los medios de transporte, esas y otras muchas causas externas, que no la mala administración, hicieron que Goyo se viese acuciado por bancos y acreedores. Cuando el agua le llegaba algo más arriba del cuello, un paisano le sugirió que fuese a ver a Adolfo, ya que este era un verdadero genio en eso de sacar las empresas adelante. Y eso hizo.
Llegó a las oficinas, solicitó verle, pero le dijeron que si no tenía concertada cita no le recibiría. Ante su insistencia, le anunciaron y ¡oh milagro! le hicieron pasar de inmediato al despacho del gran jefe. Este se acercó hasta la puerta en su silla de ruedas, y tras saludarle efusivamente, y preguntarle por su padre y otras cosas del pueblo, se interesó por el motivo de su visita, tema este que con gran preocupación Goyo le explicó de inmediato de modo conciso y fidedigno. Adolfo captó pronto la gravedad del asunto, así que llamó a quien era su mano derecha y le pidió que acompañase a Goyo hasta su pueblo, y a este, que le entregase cuanta documentación e informes precisara. Y añadió: -La cosa no tiene buen aspecto pero se puede arreglar. Ya lo verás.
Partieron hasta Luraga, y el economista, una vez recogidos los datos que creyó precisos, volvió con ellos y los entregó a su jefe. Este, luego de estudiarlos con detenimiento, creó un equipo en el que unos viajaron al pueblo las veces que fuesen necesarias con el fin de ir gestionando las soluciones esenciales para el problema de Gregorio Luque. Y mientras que estos visitaron a los acreedores con el fin de que aplazasen el cobro, a los bancos para conseguir que refinanciaran los créditos con una bajada de intereses, y a los obreros para que siguieran en la empresa percibiendo un sueldo algo menor hasta que se zanjara el conflicto, otros se dedicaron al estudio de conseguir nuevos productos y mejoras sustanciales en los anteriores, a la busca de nuevos mercados y en la implantación de unas más innovadoras técnicas de venta. Resumiendo, te diré que al cabo de unos meses volvieron a soplar buenos vientos para la empresa, que de nuevo comenzó a tener la boyantía de antaño.
Goyo, tan pronto se percató de la eficiencia del trabajo que le estaban realizando, viajó a la capital para mostrar su agradecimiento y abonar el importe, que no sería pequeño, de tan magnífica actuación profesional. Al llegar dijo a la secretaria que, sabedor de lo ocupado que estaba siempre don Adolfo, no quería molestarle, por lo que le rogaba que le expresase su enorme gratitud y le facilitase la minuta con el fin de abonarla. La empleada le rogó que esperase un instante, se metió en el despacho, y al momento salió, rogándole que pasara, pues el señor director le estaba esperando. Así lo hizo y tras un efusivo saludo, reiteró a su paisano su reconocimiento y su deseo de saldar la cuenta que tenía contraída. Pero le contestó el otro:
-Mira si te pasamos una factura tendría que ser oficialmente y los detalles e impuestos la encarecerían demasiado. Mejor haremos una cosa. Tu deuda la vamos a compensar con otra que yo tengo adquirida contigo, o mejor dicho, con tu padre, don Aníbal, desde hace muchos, muchos años. No sé si tú conoces la historia, pero resulta que una tarde yo, descaradamente, me metí en vuestra almunia a coger unas peras …

Julio 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 15 de julio de 2011

jueves, 30 de junio de 2011

Las Peras (1)

Las peras (I)
Ramón Serrano G.

Aquella tarde agosteña, pasábamos junto a unos perales, y le dije:
-Mira que peras tan hermosas, Luis, ¿no te apetece una?
-Claro que sí, Luca, pero son de su dueño, y no debo cogerla. Mas a propósito de las peras te voy a contar la historia que sucedió hace tiempo en un pequeño pueblo llamado Luraga.
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-¿A dónde vais a estas horas con el calor que hace?
-Hola Adolfo, le contestaron. Vente con nosotros si quieres. Vamos a robar peras a la almunia del señor Aníbal. Como el guarda estará durmiendo la siesta no se ha de enterar y podemos comer hasta hartarnos, aunque sólo sea postre.
Le gustó el plan al chiquillo, se unió a los otros, y los cuatro marcharon al huerto que ese señor tenía en las afueras del pueblo. Debían tener cuidado ya que, debido a la mucha hambre que se padecía, las fincas estaban bien guardadas, los robos de frutos y cosechas eran muy vigilados, y los infractores severamente castigados si los cogían. Se metieron dentro de la finca por la irregular tapia de piedra que cerraba la parte trasera, y tras haberse comido cada uno las frutas que les apetecieron empezaron a guardarse otras entre la camisa. Pero una urgencia urinaria despertó al vigilante y, cuando este salió a hacer aguas, sorprendió en su tarea a los bribonzuelos, que, al verle, emprendieron la huída sin pensárselo dos veces. Con las prisas, Adolfo pisó mal y cayó desde lo alto de la pared. Quedóse maltrecho en el suelo quejándose amargamente, mientras que sus compañeros, olvidándose de él por temor al castigo, se dieron a la fuga.
El que sí que acudió fue el guarda para reprenderle y tal vez para emplumarle, mas, al oír sus quejas, lo examinó un tanto, y viendo que su lesión podría ser grave, lo acomodó como mejor supo junto a la tapia, volvió a su caseta y, cogiendo su bicicleta, se plantó en un santiamén en casa del amo para informarle. Al oírle Aníbal, interrumpió su lectura, sacó el coche y se fue hasta el muchacho. Cuando vio al herido, compartió el temor de su empleado, así que entre los dos subieron a Adolfo al vehículo y salieron rápidos hacia el hospital. Allí vieron de inmediato que la lesión podía ser gravísima y le pasaron con urgencia al quirófano.
Le dijeron que la exploración y la más que posible intervención quirúrgica duraría algunas horas, por lo que el hombre pidió a su acompañante que se quedara por si había alguna novedad, y, tomando el coche de nuevo, se fue hacia la propiedad donde sabía que trabajaba de bracero el padre del chaval. Lo encontró dedicado a sus faenas y, tras contarle lo sucedido, volvieron al hospital. En el camino, el padre, sin hacerse todavía la idea de la importancia que podría tener el percance, asustado, le rogó a Aníbal que no denunciase el hurto, que él, aunque estaba muy escaso de dinero, pagaría lo robado. Como contestación recibió de inmediato las palabras de aquél, diciéndole que nunca había pensado, ni por asomo, en malsinar a los muchachos; que también él había sido joven y los comprendía; que sabía de las necesidades que se estaban pasando en muchos hogares, y que su único deseo era que aquel intento de saciar el hambre, que en realidad no era otra cosa, no tuviese un final amargo.
Llegados al centro médico aún tuvieron que esperar largo rato hasta que tuvieron noticias del accidentado. Y estas no fueron nada buenas cuando las supieron. Era demasiado pronto para dar un veredicto exhaustivo; se tendrían que hacer otras exploraciones, tratamientos, etc., etc., pero había poquísimas posibilidades de evitar que sus piernas quedasen completamente inútiles.
El padre de Adolfo, que no esperaba una desgracia de esa magnitud, se mostró completamente abatido tras oír al médico. Trataron de darle esperanzas, de lograr que viese el problema desde otra perspectiva menos negra. Pero todo era en vano. Decía, entre lágrimas: -A ver cómo nos arreglamos él y yo ahora. Ya sabe usted que no tengo más hijos y que mi mujer murió hace dos años. Estamos solos los dos, yo me tengo que ir al campo todos los días, y él, en esas condiciones, no podrá apañarse. Y cuando pasen unos años, ¿en qué va a trabajar? Conmigo no puede venir a las fincas y yo no tengo posibles para darle estudios. No sé qué va a ser de mi hijo entonces.
En realidad el panorama era poco halagüeño, pero el tiempo, que todo lo cura y todo lo iguala, hizo que las cosas se fueran arreglando. En primer lugar nadie habló de las causas del siniestro, que se archivó como un accidente fortuito, por lo que le dieron una pequeña paga mensual a causa de su invalidez. Luego, los vecinos se volcaron en la ayuda a Adolfo, así que, mientras el padre se iba al campo a trabajar, ellos establecieron un turno en el que uno llevaba al chico al colegio, comía en casa de otro y el de más allá le hacía las faenas domésticas.
Y así pasaron los años y llegó el día en que el chaval acabó su período de educación escolar. Entonces, cuando padre e hijo pensaban en la forma de encontrar un medio para que este último pudiera ganarse su sustento en el futuro, el Ayuntamiento les comunicó escuetamente que se había conseguido una beca para que cursara estudios universitarios, si lo deseaba. Nada se dijo nunca de la verdadera procedencia de tan magnífica ayuda, aunque hubo rumores y habladurías para todos los gustos. Lo cierto y verdad, es que el mozo marchó cada año a la capital a cursar la carrera de ciencias económicas, que supo acabar en poco tiempo y con gran provecho.
-Y ahora Luca, vamos a tomar un bocado y a dormir, que mañana será otro día, y tiempo habrá para seguir con el relato, terminarlo, y llevar a cabo otros menesteres que pudiesen surgir.

Julio de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 1 de julio de 2011

jueves, 16 de junio de 2011

¿Obsoleto? No

¿Obsoleto? No.
Ramón Serrano G.

Quien se haya tomado la molestia de leer con cierta asiduidad mis escritos, habrá observado cómo en muchos de ellos suelo hacer un panegírico de hábitos, hechos y de tiempos pretéritos. De algunos días que pasaron hace mucho, aunque otros, no tanto. Pero debo reconocer que no realicé ninguno, o al menos no recuerdo que así sea, en defensa de algún tipo de modernidad. Rebinando, he visto que es así y me ha extrañado puesto que no hay en mí, y así lo declaro, una forma de pensar que me haga enemigo de lo actual. Para nada, ya que sé los muchos beneficios y ventajas que en la actualidad gozamos los humanos ahora y no antes. Otra cosa muy distinta es que tenga nostalgia del pasado. Que la tengo.
Puede, por lo anterior, que haya quien piense que estoy obsoleto, pero opino sinceramente que puede que lo esté, pero que no soy retrógrado, o, al menos, por tal no me tengo. Ortega nos enseña en “La rebelión de las masas” que “ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral…” y dice muy bien. Pues lo mismo ocurre con ser vanguardista o carca, ya que afincarse en una de esas posturas es renunciar a muchas cosas buenas, muy buenas, que tiene la otra.
Lo que estimo que me ocurre, es que a mí, al igual que a tantos otros de mis años, nos agrada en extremo recordar con cariño lo que nos hubo acaecido en unas épocas en las que, siendo jóvenes, estábamos llenos de ilusiones y esperanzas. Entonces éramos, o nos sentíamos, protagonistas y ahora comprobamos que sólo somos espectadores, que incluso no vemos bien lo que hay a nuestro alrededor, puesto que suelen fallarnos nuestros ojos (y muchos más órganos de nuestros cuerpos) los cuales llevan ya algunos años incumpliendo debidamente sus cometidos.
Pese a ello, muy burro sería si no reconociese y proclamase los muchos adelantos y beneficios que tiene la vida actual sobre la que yo empecé a vivir. Hemos pasado de tener que merendar algarrobas, a casi estar ahítos de langostinos. De las sanguijuelas y las cataplasmas, al escáner y la laparoscopia. De un analfabetismo superior al 30% de la población (la media, que en las mujeres era superior) a la extrañeza de que un chiquillo abandone el aprendizaje antes de terminar los estudios primarios. De tener un pantalón y una camisa, que jersey tenían muy pocos, a tener el armario a reventar. A gozar de una mayor y continuada higiene, mejores condiciones laborales, hogareñas, económicas, etc., etc. Son muchísimos los avances, afortunadamente.
Otra cosa muy distinta es el uso que se está dando en demasiadas ocasiones a todas estas mejoras. Y es que el conjunto de todas ellas, a mi juicio, nos está quitando, de hecho nos la ha arrebatado ya, una muy agradable vida social, una distinta educación, unos más correctos modales, y muchas cosas más de la que antes se disfrutaban, de las que ahora carecemos. Los jóvenes no piensan en ellas, porque ni siquiera las han conocido, pero los viejos, ¡ah los viejos! Nosotros, al menos la mayoría, sí que las añoramos, aunque nos hemos mal acostumbrado a carecer de ellas.
Así, quizás novecientos noventa y nueve adolescentes han leído este año Crepúsculo, tal vez uno La regenta y me extrañaría muy mucho que alguien haya tenido entre sus manos La montaña mágica. No hablemos ya de La Iliada o de La Divina Comedia. Y es bueno que se lea, aunque sean sólo novedades de ultimísima hora. Eso es bueno sí, pero únicamente a medias, porque con ese hábito se renuncia a poder formar en nuestra mente los firmes cimientos que se consiguen con la lectura de las grandes obras maestras, pensando que son, digamos, antiguas.
Pensemos por igual, que nosotros estábamos muy satisfechos de haber podido estudiar el río Hudson, mientras que la siguiente generación ya lo ha visto varias veces. Y eso también es bueno. Lo que no lo es, es que los jóvenes se sepan únicamente los nombres de aquellos sitios que han conocido in situ, y no se hayan aprendido los de aquellos otros lugares, de cierta o mucha importancia geográfica o histórica, que hay diseminados por el globo. Dicho de otro modo: que haya tanto ignorante “a medias”.
Diré finalmente, y con pesar, algunas cosas que han venido a menos, que ya casi no existen. Hay mayor preparación escolar, pero la educación es otra cosa. No es sólo alfabetizar primero y adoctrinar después en algunas materias. Educar es, además, civilizar, preparar para la ciudadanía, para una convivencia respetuosa con el prójimo. En otros tiempos recuerdo ver a la hermana Juana barriendo su puerta y acercarme a ella para que me diera una bola de anís. Cómo saludaba la gente con un afable buenos días tanto a Tomás, el herrero, como a Don Jesús, el médico, y se paraban un rato a conversar. Saber que el tuteo estaba reservado para los muy íntimos. ¿Cuándo se oye hoy en día el “usted”? Es término casi en desuso, ya que lo hemos arredrado en el último rincón de nuestro vocabulario, como si fuese una mecedora vieja o un pantalón raído. Se cedía la acera y se les abría la puerta a las señoras y a los mayores. Hoy la mayoría de esas personas se asombran si alguien tenemos para con ellas esa cortesía.
A qué seguir. Menéndez Pelayo dijo que “el pueblo que no conoce su historia está condenado a la muerte irrevocablemente”. Y tomando historia, no en el sentido de la descripción de sucesos que influyen o determinan el futuro de un país, sino en el otro más pobre, en el de recordar esas costumbres que un día tuvimos, al parecer nimias o inanes, no quiero compararlas con las actuales, pero sí presumir de haberlas podido vivir. Creo, muy sinceramente, que si arrumbamos todo el pasado construiremos un futuro muy poco halagüeño.
No, no tengo celos, ni envidia, ni creo estar demodé. Lo juro. Lo que pasa es que mis ojos, ya digo, ven cada vez peor. Y a mí me gustaban bastante más aquellas “postales” de entonces que estas “vistas” de ahora.

Junio 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 17 de junio de 2011

martes, 31 de mayo de 2011

Animles

Animales
Ramón Serrano G.

Alguien dijo un día, y hay quien lo sigue creyendo, que el hombre es el rey de la creación. También se afirmó que es el animal más inteligente de cuantos pueblan el planeta. Y todo esto suele llevar a los humanos a engolarse y menospreciar a los seres irracionales, además de atacarlos de manera disparatada, llegando incluso hasta su exterminio. Pero este tema de las degollinas no lo tocaremos hoy y quizás hablemos de él otro día.
Observaremos, entonces, cómo el “homo sapiens” en vez de haber estudiado con atención la actuación de los animales, y haber aprendido de ella el sinfín de comportamientos que aquellos han adoptado para resolver los muchos problemas de sus vidas, los ha despreciado, y su “preclaro” intelecto le ha llevado a cometer tropelías y desmanes en contra de ellos, de su propio entorno y, por tanto, de un desarrollo correcto de su existencia pasada, presente y, sobre todo, futura. Actuó, actúa y mucho me temo que seguirá haciéndolo con mayor torpeza y perjuicio para los de su especie que lo hubiese hecho el más inepto de los irracionales.
Cualquiera que estudie su proceder comprenderá que no ha sido ni es el indicado, el que adecuadamente hubiera tenido un ser inteligente para conseguir lo que sería correcto por naturaleza. Un animal que habitualmente degrada y destruye su hábitat, alterando su esencia, tala exageradamente, e, incluso quema los vegetales que le han de proporcionar una existencia más beneficiosa y confortante; y mata por codicia de dinero, de poder, o de ambas cosas, incluso a los de su especie, no sabe lo que se hace. Pero pese a ello, se autoproclama como animal racional aunque sus obras estén muchas veces, demasiadas veces, carentes del menor raciocinio. O sea que sigue siendo, en pleno siglo XXI, un australopithecus.
Sin embargo, sí que ha sabido usar de ese exclusivo entendimiento suyo para sacar provecho de las “bestias”. Desde los primeros tiempos las ha empleado para sus beneficios laborales, alimenticios y recreativos. En tareas cinegéticas, para el reclamo o el levantamiento de las piezas. En el trabajo, faenando de mil formas. Como medio de locomoción, para arrastrar carrozas, carros y carretas, o trineos, allá en las tierras árticas. Y, también desde siempre, y con deliquio, como grata y voluptuosa compañía. Constantemente fue así, y así sigue siéndolo. Desde la más remota antigüedad ha gustado de acompañarse de gatos, perros, loros, canarios iguanas e incluso fieras. Les dan mejor trato que a sus congéneres y buscan en ellos lo que no saben, o no quieren, encontrar en los de su especie. Cuando los acogen son conscientes de que les darán obligaciones, pero que no recibirán jamás de ellos regaños u objeciones, y que los tendrán continuamente dispuestos y obligados, ¡pobres de ellos si no lo hacen!, a obedecer los caprichos y epitimias que sus semejantes no les aguantarían.
Dado ese ninguneo citado, no es de extrañar que los humanos hayan usado, y sigan utilizando, el nombre de muchos animales para aplicárselos a sus congéneres, y a veces incluso a sí mismos, como adjetivos. Por otra parte, era el sistema más cómodo, gráfico y de fácil comprensión de expresar lo que quieren decir. Algo así como la utilización de parábolas. Lo extraño es que, aunque casi siempre se emplean en un sentido peyorativo, igualmente lo hacen comparando actitudes, y además, en algunas ocasiones, como una forma elocuente de admiración y loa. Permítanme algunos ejemplos recordatorios para una mejor comprensión de lo que digo.
Se suele adjudicar el apelativo de águila a quien es muy perspicaz. Es un lince si se es sagaz, o listo. O una anguila por la capacidad para escapar y escurrirse. Si es laboriosa y ahorradora, esa persona es una hormiga. Aquél que tiene una armoniosa voz es un ruiseñor. Se dice que es una ardilla a quien es inteligente y astuto. Y se habla de la elegancia y nula vulgaridad del cisne. Estos, y otros muchos, como admirativos.
Los hay ambivalentes. Un par de muestras sólo. Los hay que son fuertes como una mula, pero también serán como una mula si son tercos. Y cuando queremos anunciar la lealtad de alguien decimos que es fiel como un perro, mientras que para otros es perro el que es vago u holgazán.
Pero en lo que no hay discusión o diversidad de criterios es en el uso de los epítetos cuando se hace para espinar o como denostación. Entonces, de una manera que podríamos denominar de cualquier forma menos hipocorística, llamamos cerdo a alguien a quien consideramos que es sucio o despreciable. Papagayo a quien habla en demasía. A quien es tacaño o vil le apodamos rata, y a quien es ambicioso buitre. Aquel que mucho duerme es un lirón. Y urraca el que guarda cuanto está a su alcance. Es un burro quien es torpe o el que se comporta como un cafre. Para indicar el grado de mariconería de un individuo lo equiparamos a un palomo cojo. Y si la persona es bajita diremos de ella que es un renacuajo.
Como se puede ver, diré como estrambote, que hay expresiones para todos los gustos. Pero a mí, lo que más gracia me hace es cuando Hermógenes, molesto por algo que acaba de hacer Romualdo, y que a él no le ha parecido bien, le increpa diciéndole: “ANIMAL, que eres un ANIMAL”. Y se queda tan pancho.

Junio de 2011

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de junio de 2011

miércoles, 18 de mayo de 2011

Cara y cruz

Cara y cruz
Ramón Serrano G.

- Esto de haber caído en el arca de un mezquino, que es peor que Euclión, hará que, al estar siempre enclaustradas, nos quedemos ciegas.
- Es cierto, le contestó la otra. Yo no sé el tiempo que llevamos ya aquí metidas sin ver la luz del sol. Desde luego este no tendrá problemas para abonar el costo del cruce del río Aqueronte.
Así hablaban dos monedas, casi enmohecidas, que habían tenido la desgracia de ser atrapadas por un avaro y que, como es lógico, las tenía presas dentro de una vieja quilma, y esta, bien escondida en un lúgubre alpendre. Por ello las pobres, al no poder ser entregadas diariamente como pago de una compra o dadas en devolución de otra, o sea, el que sería el desarrollo de su vida normal, se dedicaban a hacer algo que era inusual para las numismas: conversar, siendo seguido este parloteo forzosa, pero atentamente, por sus compañeras de encierro. Y puesto que no sabían nada de lo que en la actualidad estaba ocurriendo allá afuera, al no tener otros temas, recurrían a comentar los existentes cuando se hallaban en activo. Quiso la casualidad que uno de nuestros gueltes protagonistas estuviese de cara y el otro de cruz, y comentaba resignado el primero:
- La verdad es que casi somos afortunados por no estar por ahí de bolso en bolsillo, hoy aquí, mañana quién sabe dónde, pues el mundo lleva un tiempo que va de mal en peor. Porque supongo que estarás de acuerdo en que llevamos unos años en los que la civilización actual va hacia su acabamiento a un paso meteórico. Los hombres son cada día más ansiosos e insaciables, y esto les acarreara su final. O, al menos, eso cuentan.
- Creo que todo, absolutamente todo, continuó el sin rostro, está fatal. En lo moral se han deteriorado costumbres, convivencias e, incluso, la educación, que ahora es más extensa pero más superficial. Y podría seguir citando otros muchos campos sociales igualmente degradados, bien lo sabes. No hablemos ya de lo material. Se han talado bosques, se han agotado minas, se han desecado lagos y ríos, y se ha construido sobre sus cauces. Y todo ello, no única, pero sí principalmente, ¿por qué? Pues porque se están alcanzando cotas de población que el mundo es incapaz de acoger y soportar. Hay que producir más para poder alimentar a tanta gente, y para ello se lleva mucho tiempo recurriendo a la solución más fácil: dedicar a producir alimentos unas zonas que antes estaban cumpliendo unas distintas misiones, muy efectivas, por otra parte, para el buen desarrollo de la vida. Y pese a tanto destrozo, se calcula que un 7% de la población mundial, muchos de ellos niños, mueren cada año de hambre. ¡Qué pena! No sé hasta dónde llegarán.
Calló en esas, tomó la palabra su compañera, la efigie, y díjole:
- Has de saber que pasé un tiempo en la hucha de un muchacho, que iba ahorrando para comprar una novela, pese a que había oído hablar tanto de ella, que casi ya se la sabía de memoria. De noche, metida yo en su alcancía, le escuchaba una y otra vez decir que en ese escrito aparecían cuatro jinetes montando cada uno un caballo de distinto color. Y había uno negro, uno blanco, uno rojo y otro amarillo. Le habían contado que sus caballeros llevarían al mundo hasta el apocalipsis, y él quería saber si aquello era verdad, pues tenía miedo de morir tan joven. Precisamente, quien dominaba al caballo negro era ese personaje al que acabas de aludir: el Hambre. Un mal que debería estar extinto desde siempre, y que no desaparece para erubescencia y desdoro del hombre. ¡Horrible!
- Y por igual sabrás que los otros tres cabalgadores eran ¡asómbrate! la Enfermedad que iba sobre el blanco, la Guerra a lomos del rojo y la Muerte encima del amarillo. Pero veamos la evolución de estas últimas desde un lado real, pero positivo, porque a la primera no se la ha extinguido, pero a este trío sí que se le está dominando. Convendrás conmigo en que a la enfermedad no se le puede hacer desaparecer del todo, pero hoy se curan y se mejoran muchas que antes eran irremediables. Y además se logra hacerlo tanto con quienes poseen a nuestros familiares, los billetes, como con los que tan sólo nos tienen a nosotras, y ni siquiera eso.
- Con la guerra ocurre algo similar. No han desaparecido, pero las que desgraciadamente se siguen librando no tienen la magnitud de las de antaño y hoy son muchos los que llegan a su vejez sin haber estado en el frente. Afortunadamente, jamás en la historia hubo tan pocas contiendas entre los países del mundo. Siempre, hasta la mitad del pasado siglo, lo normal era el combate y lo insólito, la paz. Un ejemplo: Felipe II, en sus 55 años de reinado, sólo estuvo seis meses sin guerrear con alguien.
-Y pasando al último, claro está que al no haber guerra no hay muerte. No, no estoy loco. Cosas bien distintas son morir y matar. El fallecer es sabido y esperado, y su acaecer no causa desespero a la persona equilibrada. Es tan sólo uno de los motivos para que nuestros allegados nos recuerden, y el inicio de una andadura, partir c’est mourir un peu, hacia un ignorado destino en el que estaremos a la espera de aquellos a los que de verdad quisimos, para estar junto a ellos por toda una eternidad. Es dar cumplimiento a nuestra vital tarea y descansar plácidamente si nuestro discurrir y nuestro obrar fueron carentes de nequicia.
- La muerte es otra cosa. Es, que un obús, una mina o un tiro en la nuca, nos destroce a la mitad del camino, y ante su posible arribo no hay, no pude haberlas, memoria, andanza, paz o fe, ya que a quien han cercenado de un bombazo la cabeza, las piernas o las entrañas, no puede llevar a cabo esos menesteres. Mas, por fortuna, a excepción de las que intentan algunos desequilibrados fundamentalistas, las guerras y sus muertes, ya no existen. Gracias sean dadas. ¡Aleluya!
- Sí, creo que llevas razón. Lo difícil, minimizar la Enfermedad, la Guerra y la Muerte, se ha logrado. Sin embargo, erradicar el Hambre, que parecía más asequible, sigue ahí. Y me temo que seguirá por muchos años. O quizás, no. ¿Quién sabe? Seamos optimistas.

Mayo de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 20 de mayo de 2011

jueves, 5 de mayo de 2011

Saber estar

Saber estar
Ramón Serrano G.

Para Gabriel Soriano, un hombre que sí sabe estar.

Porque así lo creo, que así me lo enseñaron, y así lo he podido corroborar, vengo en decir que el mayor tesoro que puede haber una persona es el saber, y me estoy refiriendo a la segunda acepción que de este término da María Moliner, o sea: Circunstancia de saber cosas. Sabiduría. Y aún podemos desgranar más esta definición, aunque sea solamente en dos mitades. La primera sería la de tener un gran conocimiento de una o de varias materias. La segunda, conocer el modo de actuar, adecuada y correctamente, en todo momento y a lo largo de toda una vida.
Alguien, que no sé quien, tiene dicho que el saber y la virtud son los dos valores que pueden elevar a un hombre por encima de los demás. Completamente de acuerdo. Porque el conocimiento, en mayor o menor profundidad de alguna materia, es algo realmente extraordinario. Y con la virtud ocurre igual, entendiendo esta como la capacidad que tiene algo para producir efectos beneficiosos. Entonces, permítaseme enfocarla desde el prisma del comportamiento humano. Sobre eso que llamamos saber estar, que no es sino el seguimiento de aquella frase de Cicerón que dice: “No basta con adquirir sabiduría; es preciso, además, saber utilizarla”. Así, podríamos referirnos al saber callar y saber hablar; saber mandar y saber obedecer; saber laborar y saber ociar. Pero quisiera detenerme en otras perspectivas de estos saberes: las de saber ganar y saber perder, que son, no sé si más que las otras, pero muy relevantes de nuestro modo de ser.
Debo resaltar que una de las más difíciles cualidades que puede tener una persona es la de saber perder. En el complicado juego de la vida (y hay que recordar que en la mesa y en el juego se conoce al caballero) una de las actitudes más arduas es la de, con elegancia y dignidad, felicitar al vencedor. Y pocas conductas son más desagradables que la de ver a un mal perdedor fuera de sí, sin saber ni poder contenerse, y achacando su derrota a cualquier motivo menos a su ignorancia o inexperiencia. Sin saber ni querer aceptar la superioridad del oponente y basar la victoria ajena en la suerte, en ayudas externas, e, incluso, en que el otro no ha jugado limpio.
Ignorar por completo, o rechazar, el admitir los propios errores, y lanzarse a propalar excusas, negándose a estudiar las causas del fracaso.
Pero si es intrincado esto, quizás lo sea mucho más el saber ganar.
Y si es insoportable contemplar los gestos de un mal perdedor, tanto, o más, es ver a un ganador presuntuoso. Está clarísimo que quien sabe ganar lo hará siempre con una expresión de alegría, pero ha de hacerlo sin engallarse y con el mayor respeto, estando convencido de que asumiendo la victoria con humildad, ayudará a su oponente a tolerar su frustración. Quiero recordar que, en una final del torneo de tenis de Australia, cuando el fantástico jugador Roger Féderer salió a recoger el segundo premio y pronunciar unas palabras, no pudo acabarlas porque el llanto se lo impidió. Y entonces, estando situado detrás de él nuestro Rafa Nadal, como grandísimo campeón que es dentro y fuera de la pista, y a pesar de que acababa de ganar ese gran slam por primera vez, testimonió al suizo su respeto y su admiración por él de una manera exquisita.
Pero, aunque muchos lo llevan dentro y son más proclives a ello, a ganar y a perder se aprende desde niños. O sea, que son los padres y profesores los que han de inculcar esas buenas maneras en los chavales, pero haciéndoselo aprender por pensamiento, palabra y obra. Hay un caso que se suele dar con demasiada frecuencia. Un niño pierde un partido y al llegar a casa el padre le dice que aquello no tiene importancia, que lo verdaderamente importante no es ganar sino participar. Y ese mismo padre, dos horas más tarde, sentado ante el televisor, si a su equipo le van zurrando, no cesa de lanzar improperios e insultos a troche y moche, “disparando contra todo lo que se menea”. Y el chiquillo no puede entender la discrepancia entre lo oído antes y lo visto después. Dicho de otro modo, que hay que imbuirles la enorme dificultad del triunfo, que se consigue con la ambición y el espíritu de lucha, y desaconsejarles el abandono y la abulia en la persecución de un fin noble. Y todo ello dentro de los límites y normas establecidos. Y luego, y tan importante o más que la contienda, al término de la lid, tener humildad en la victoria y reconocimiento al otro si ha sido el vencedor, siempre que haya sabido ganar limpia y sabiamente.
Repito que todo eso, el saber ganar y perder, hablar y callar, mandar y obedecer, y tantas y tantas otras acciones que todos sabemos, es lo que constituye la maravillosa cualidad de saber estar, de ese exquisito comportamiento, que pocos poseen pero que quien la tiene, hace gala de ella en su proceder, sencilla, espontánea, continua y calladamente, tanto en los actos rutinarios como en las ocasiones menos comunes o más trascendentes. Es su exclusiva y admirable manera de obrar.
Vaya entonces, y con estas pobres palabras, mi mayor admiración para aquellos que nos dan a diario un hermoso ejemplo, porque eso saben y eso hacen. De ahí la dedicatoria de este escrito.

Mayo de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 6 de mayo de 2011

miércoles, 13 de abril de 2011

Tino

Tino
Ramón Serrano G.

Lo primero que nos encontramos al llegar al pueblo fue un humilladero y tras él, una recoleta y antigua ermita rodeada de un arbolado. Allí había varios bancos y, sentados en ellos, algunos hombres ya mayores que entretenían sus horas en calmosa charla. Estaba también un joven de unos treinta años, que, al vernos, se vino hacia nosotros con paso ligero. Casi un trotecillo, aunque su forma de caminar era rara; como con una extraña y leve cojera. Vestía limpio, pero informal, y al llegar nos dijo con una voz desfigurada y con mucho agrado:
- Hola, soy Tino. Vosotros sois forasteros, ¿verdad?
- Pues sí, vamos de paso, pero vamos a sojornar aquí unos días porque no queremos irnos sin ver el pueblo, le contestó mi amigo. Yo me llamo Luis, y este es que ves aquí a mi lado es Luca.
- Qué bonito es. Y parece listo. Si queréis os acompaño y os enseño todo lo que hay que ver aquí, se ofreció.
- No gracias. Preferimos descansar un poco en uno de esos alhamíes. Pero vamos a estar por aquí un par de días. Ya nos veremos.
- Bueno, pues luego os busco. Me voy que tengo que ayudar a la señora Engracia y se me está haciendo tarde. Adiós.
Y se fue con prisa, y con su raro correteo, a hacer su menester. Nosotros nos sentamos junto a varios hombres a los que nos presentamos y que nos acogieron afablemente. Tras conversar un rato de los toretes de rigor, preguntamos si había en la población algún monumento a sitio digno de conocerse, y nos aconsejaron que no dejásemos de visitar la parroquia, pues había un baptisterio románico del siglo XIII de una sola pieza. Se supone, dijeron, que pensarían construir una iglesia, pero les faltarían los dineros y se tuvieron que conformar con eso. Que el lavadero de detrás de la plaza era “mu apañao”. Y “mu” antiguo, que creo que es del mil seiscientos, o por ahí. Luego estaba la casa de la Judía. No es que tuviese mucho que ver, pero se sabe que aquí vivieron algunas familias hebreas y que luego se fueron marchando todas menos una. En esa casa estuvo muchos años instalado un negocio de empeño y usura al cargo de una tal Débora, la cual, habiéndose quedado viuda muy joven, siguió desempeñando con mucho provecho el negocio de su marido. De esto hará casi dos siglos, pero la casa está lo mismo que entonces y la gente le tiene apego. Ahora es de un particular y no se puede visitar por dentro.
En esas, quiso Luis saber algo más de Tino, puesto que pese a la brevedad de nuestro encuentro y a sus extraños modos, que supusimos se deberían a alguna incapacidad, nos había causado una muy grata impresión. Tomó la palabra Domiciano para decirle:
- Puede que sea la mejor persona que hay en este lugar. La suya es una historia dolorosa y entrañable. ¿Si quieres, te la cuento?
Luis, más que asentir, le apremió a que lo hiciese, y el otro prosiguió: - Su padre, ¡un buen hombre!, era bracero y con muchos esfuerzos hizo que el muchacho estudiara. Pero a él lo que le gustaba era ser policía, y a ser posible, aquí, en su pueblo. Por tanto, se preparó concienzudamente hasta que consiguió la plaza de jefe. Al poco murió el padre, y él vivía tranquilo junto a su madre, a la que mantenía. Pero una noche, una mala noche, al regresar a su casa después de hacer la ronda, sorprendió a varios individuos robando en un comercio. Quiso detenerlos, pero la desigualdad de fuerzas hizo que los otros se le enfrentasen y le dominaran. Lo sujetaron bien, le tundieron con ganas, con saña, dejándolo casi muerto. Ocho meses tuvo que pasar en el hospital, dos de ellos en estado crítico, y luego casi otros dos años con recuperaciones lentas y penosas. Físicamente está bien, aunque cojea algo y habla de un modo raro. Lo peor es lo de su cabeza. Al darle el alta no nos conocía a nadie, y ahora, no es que haya recordado, es que ha aprendido a saber quién es cada uno pero sin relacionarnos con aquellos años. Por lo menos, se desenvuelve aceptablemente aunque su mente no coordine del todo, y le ha quedado una paga aceptable con la que viven decentemente la madre y el hijo.
- Pero él no para en todo el día y es feliz, continuó. Se ve que lleva en la sangre eso de ayudar al prójimo. Por ejemplo: es los pies y las manos de la señora Engracia. Como la pobre es ya muy mayor y está sola, le hace la compra y los recados, le barre la puerta, va al banco. De todo. Se marcha otras mañanas con Elpidio “Pintas” a su huerto y le ayuda en sus faenas. A coger zanahorias, plantar ajos, a lo que sea. Cuando puede, acompaña a Gorgonio “el Trucha” a pescar, o a dar una vuelta por la finca para ver si los gorrinos necesitan algo. Y siempre está dispuesto a prestar ayuda a quien se la solicite. Es un buen bastaje, y sin cobrar una perra a nadie, nunca, por sus servicios. La madre, la pobre, le dice: - Atiendes a todo el mundo, menos a mí. Pero ella, y todos, sabemos que no es verdad.
Sabidas estas cosas, y antes de despedirnos, nos aconsejó que nos alojásemos en la Posada Antigua y nos indicó cómo llegar a ella. Y eso hicimos. Pero antes de que hubiésemos acabado de acomodarnos, se presentó Tino y, cerrando cuidadosamente la puerta, dijo con sigilo:
- No se te ocurra cenar aquí. La posada es muy buena y muy limpia, pero en la comida no se pasan, y no digamos en las cenas. Vas a ir al Bar Becho, que está en esta misma calle, un poco más abajo, y allí sí te van a dar bien y barato. Jacinto, el dueño, es amigo mío. ¡Ah!, si necesitáis algo, no tenéis más que avisarme, que todo el mundo sabe donde vivo o en donde estoy. Y mañana os llevo a ver el pueblo. Veréis qué hermoso es.
Al día siguiente, mucho antes de la hora tercia, ya estaba Tino esperándonos en la esquina enfrente de la posada, tomando el sol y hablando con sus paisanos. Anduvo con nosotros casi toda la mañana, y no pudimos comprobar si era la mejor persona del pueblo, pero sí que era bueno de verdad. Bueno, hasta dejárselo de sobra.

Abril 2011

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 15 de abril de 2011