martes, 29 de enero de 2008

Apoyo

El apoyo
Ramón Serrano G.

Para Ana F.M.P., que es el magnífico apoyo por el que se sostiene un gran edificio

Yo tengo la impresión de que el ser humano suele ser bastante ingrato con aquellos que triunfan. Y si esto ocurre, que ocurre, con los que logran éxitos relevantes, no digamos con lo que alcanzan escasas consecuciones, de gran mérito, pero pequeña trascendencia. Efectivamente así es y para corroborarlo podría poner mil y un casos, que únicamente vendrían a demostrar lo que todos sabemos: que la gloria y el laurel caen tan sólo en el vencedor, mientras que la figura del segundo o la de quien ha sido el verdadero artífice del triunfo por su esfuerzo y su ayuda al campeón, pasa al mayor olvido.
Recuerdo haber oído al gran ciclista criptanense Manzaneque que en setiembre de 1959 vino a participar en una de las pruebas que se organizaban en el velódromo de Tomillares, que la labor del equipier era tanto o más dura que la del cabeza de filas, mientras que la fama, y la mayor parte del dinero, se lo llevaba este. Manteniéndonos en este punto, todos sabemos que ese año el toledano Bahamontes ganó el tour de Francia, el conquense Ocaña en 1973, el segoviano Delgado en 1988 y el navarro Indurain de 1991 a 1995, cinco años consecutivamente. Pero dudo que alguien recuerde quiénes fueron los que ocuparon el segundo o el tercer puesto. Alguien dijo que el que queda segundo en una carrera es el primero de los perdedores, que así de cruel e injusta es la opinión de los hombres.
Vaya pues mi trabajo de hoy a romper una lanza, a levantar un modestísimo monumento, a quienes dedican su vida a colaborar en el triunfo de los otros, relegándose voluntariamente a quedar en la sombra y no salir, por tanto, en la foto de la fama y del triunfo.
Porque cuando nos acercamos a muchas plantas y árboles, los vemos a más de llenos de flores, enhiestos, erguidos, y no nos fijamos en el rodrigón, en la támbara, en el que se hallan apoyados y gracias al cual han conseguido su rectitud y tersura.
Porque cuando nos extasiamos ante la grandiosidad de una catedral gótica, lo hacemos al observar la altura de sus naves, lo airoso de sus cimborrios, la esbeltez en suma de su figura, pero dejamos de apreciar que aquella inmensa mole de piedra se sostiene, en un inestable equilibrio, gracias a sus arbotantes.
Porque cuando tenemos la suerte de viajar por las fascinadoras tierras astures, y vemos sus hórreos y paneras, nos solemos fijar en su porte, en si su techo es de paja, de piedra o de teja, o en su baranda. Pero no venimos a caer en que si el grano que acogen está seco, y si no lo han comido los ratones u otros animales, es gracias a que está defendido por la altura y fortaleza de sus pegollos.
Porque cuando tenemos ante nosotros un sólido inmueble, casi nunca nos fijamos en sus antas, semiescondidas y embutidas en el muro, pero sostenedoras de aquella construcción y logradoras de su mantenimiento.
Porque si acudo a mi memoria recupero un dicho que, a finales de los años cuarenta del pasado siglo, nos ponía el profesor de lengua como modelo de hipérbaton: con la ayuda del vecino, mató mi padre un gorrino. Era una expresión recia, muy costumbrista, muy del pueblo, y al oírla nuestras mentes infantiles se abalanzaban hacia los que para ellas eran los principales protagonistas: el sujeto, mi padre, el actor principal, y el predicado, el gorrino, con el que nos estaríamos alimentando durante todo un año. Sin embargo despreciábamos a otra figura muy importante, el vecino, que es el complemento sin cuyo auxilio nada se hubiese llevado a cabo.
Y porque quiero reforzar esta opinión mía de lo importante que son en todo los personajes secundarios, volveré la mirada hacia la vecina Francia. Digamos que es este el único país que reúne las influencias mediterráneas, atlánticas y continentales en todos los aspectos, cultura, carácter, conducta, etc., etc., y puede que por ello sepa hoy, y haya sabido siempre, desempeñar un importante papel en el concierto internacional. Allende los Pirineos se han hecho a lo largo de los tiempos cosas, malas unas, regulares otras, pero muchas, muchísimas, magníficas. Pensando estoy en dos de estas, que a veces, bastantes veces, suelen ir muy entrelazadas, y que siendo de este mundo, los galos han sabido darles una categoría y un trato tan celestial como sublime. Me estoy refiriendo, claro está, al champagne y l’amour. Dos exquisiteces que, cuando son auténticas y bien elaboradas, tan sólo por probarlas una vez, apaciblemente, con deleite, con sosiego, por esa sola vez, digo, merece la pena vivir cien vidas.
Pues esto dicho, en el tema objeto de mi escrito los franceses supieron, mejor que nadie, dar con la frase que dice maravillosamente, y sólo en tres palabras, lo que yo intento aclarar con tantas líneas. Cherchez la femme. O sea, que cuando veamos que algún, ya grande o ya desconocido hombre, ha sabido realizar a la perfección su tarea, sea esta extraordinaria o cotidiana, ingente o normal, pero siempre correcta y noble, reconozcamos con nuestros vecinos francos, que ese hombre o nosotros, la mayoría de nosotros, no hubiésemos sido nada, o muy poco si es que hemos sido algo, de no haber tenido detrás nuestro, oculta en la sombra, pero empujándonos con toda su fuerza y su sabiduría, a la mujer. ¿ O es que Rolan hubiese sido algo sin Alda, Napoleón sin Josefina, o Pierre Curie sin Marie?
Y por si alguno no lo entiende, le citaré a otros personajes con los que se sentirá más identificado, y me dará la razón. A Alonso nadie le conocería, pues por ningún sitio hubiese andado, ni nada hubiera hecho, de no haber existido Aldonza. Y fíjense lo que consiguió Dulcinea, que era mujer.

Marzo 2005

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 4 de marzo de 2005

No hay comentarios: