viernes, 1 de febrero de 2008

Hijos únicos

Los hijos únicos
Ramón Serrano G.
Hacia la mitad del siglo XX, cuando los de mi generación éramos unos niños, las familias solían tener una media de tres descendientes, y aun las había con cuatro o más. Quizás por ello, a los que eran hijos únicos se les miraba como un poco diferentes, y se les solía tildar de caprichosos y consentidos, sentencia esta que, como todos los tópicos, no tenía por qué darse obligatoriamente. Hoy ya no existe esa costumbre, entre otras cosas porque la mayoría de los matrimonios no tiene más que un heredero.
En realidad esa consideración se puede entender, hasta cierto punto, un tanto lógica. Veámoslo. Por aquellos tiempos el trabajo, y en consecuencia el salario, era escaso y el hambre extensa, y los padres se las veían y se las deseaban para encontrar el modo de satisfacer, aunque no fuese de forma ni abundante ni conveniente, las muchas necesidades familiares. Tan era así, que muchos alimentos de los que hoy los niños están más que hartos no se conocían por estas tierras. Pocos, muy pocos, habían probado la mantequilla o el chocolate de almendras (el único chocolate que llegaba, al que le llegaba, era una cosa dura y pardusca, que sabía más a tierra que a cacao) y los chiquillos merendábamos algarrobas o un pedazo de pan y una naranja, si es que había naranja. Algo parecido ocurría con el vestir e incluso con la salud, a los que no se les podía prestar la atención y la ayuda merecidas. Además, con muy honrosas excepciones, en las familias numerosas la instrucción escolar era la imprescindible (puede que menos), pues se ponía a trabajar a los hijos más pronto que tarde, e incluso se les enviaba de aprendices fuera del pueblo, internos en casa del patrono y con un mísero o nulo salario, lo cual no era agradable, pero era una boca menos que mantener.
Por todo ello se les tenía, digamos, envidia a los hijos únicos, y quizás con algo de razón, ya que se pensaba, a veces acertada, a veces erróneamente, que al haber menos participantes en el haber familiar había más cantidad y calidad de alimentos para repartir, los cuidados de todo tipo eran más abundantes y las atenciones eran extremas, pues si se iba el unigénito no quedaban más.
Lo cierto y verdad es que la actitud y el comportamiento de la enorme mayoría de los que eran hijos únicos, venía a ser completamente igual que la de aquellos que no lo eran, y sobre todo esta igualdad se producía por completo en cuanto abandonaban la niñez. Hasta tal punto esto es así, que podemos afirmar sin temor a error alguno, que si había alguno, y haberlos los había, que su proceder fuera distinto al llegar a la pubertad, no se debía en absoluto a su carencia de hermanos, sino a su falta de cerebro.
De todas formas hemos de reconocer que era, y sigue siendo (aunque menos hoy en día, como dije antes) una situación si no anómala, sí diferente. Por tanto diferentes tenían que ser las circunstancias de todo tipo que se dan para estas personas. Pero tenemos que admitir que son distintas, sí, pero no mejores ni peores que las de los demás, ya que como veremos tienen sus propias condiciones, unas gravosas y otras gratificantes. Unas que les acibaran y otras que les galardonan su modo de vivir. En realidad, como viene a suceder en todas las cosas de la vida.
Y para corroborar que existen esas dos clases de motivaciones o de incidencias que condicionan la forma de ser y de actuar del individuo que no tiene hermanos, me detendré en dos muestras, que para mí son muy significativas, de que el hijo único se ve afectado negativa y positivamente en su forma de vivir y en sus relaciones con los demás, de manera desemejante a como lo hacen los que tienen.
Sabemos que el hombre no debe, ni quiere, estar soledoso ni en la desgracia, ni en la alacridad, que la soledad le empequeñece y lo hace triste, al contrario de cuando se está junto a alguien a quien confiar sus sentimientos. Y basándome en que por su sociabilidad busca relacionarse con sus congéneres, notamos como el hijo único no puede gozar del amor fraterno y apoyarse en él, tanto para pasar sus aflicciones como para compartir sus regocijos. Y aunque para esto último no es tan de menester, que sí lo es, supone una enorme satisfacción saber que se tiene a alguien presto a darte su ayuda y su apoyo. Luego queda visto más que de sobra, que el que no tiene hermanos, carece a su vez de una cooperación y una asistencia predeterminadas por la propia naturaleza.
Sin embargo, apoyándome en lo de la soledad que antes mencionaba y precisamente por aquello de que no hay mal que por bien no venga, al carecer de hermanos en quienes apoyarse, compartir y confiar, en el hijo único suele desarrollarse la virtud de la amistad con mayor intensidad que en aquellos que no lo son. Es obvio y de ello existen innumerables pruebas. No tienen en quien refugiarse, no pueden acudir a otro sitio sino al valimiento del amigo, y en ese amparo beben cuando les aprieta la sed del infortunio, toman el alimento del consejo cuando les aprieta el hambre de la incertidumbre, y se solazan cuando las cosas les vienen bien dadas.
Y fíjense lo que les voy a decir, aun a riesgo de que pueda parecer una insensatez, pero consciente, muy mucho, de lo que digo. Plenamente convencido estoy, de que la amistad es el más noble sentimiento que puede albergar el hombre. Eso, y solamente eso, me hace hablar de los que son hijos únicos y traerlos hoy aquí: que saben, mejor que los que no lo son, reconocerle al amigo toda su valía y darle lo mejor que ellos tienen.
Enero 2007
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 12 de enero de 2007

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