jueves, 6 de febrero de 2014

Esa noche

No, aquello no era una pesadilla. ¡Ojalá lo fuera!, pero sabía muy bien que no soñaba lo que le estaba sucediendo. Qué más hubiese querido que todo fuese un mal sueño, una alucinación, una mampesada. Pero su problema era muy real, ya que tenía una muy difícil solución, al menos para él. Además, estaba la urgencia de tener que resolverlo antes de las diez de la mañana, y no veía viso alguno de alcanzar la mejor salida sabiendo que cualquier decisión que adoptase supondría ganar mucho, pero perder bastante, lo cual era un detrimento importante. Hubiese dado cualquier cosa por arreglar el problema, sin tener que sufrir un menoscabo en su vida. Durante ella, no había tenido nunca dificultades de ese tipo, ya que había discurrido con absoluta normalidad. Era el segundo hijo de una familia, estaba soltero, gozaba de un buen puesto de trabajo, de la amistad de un gran grupo de chicas y chicos, y del afecto de mucha gente. Laborioso y ameno, en sus casi treinta años de vida había tenido bastantes experiencias de todo tipo (pues, menos subir en globo y lo otro, había hecho de todo), y por eso, en una amplia perspectiva, se podría tildar aquella más de agradable, que de lo contrario. Pero hacía unos meses que había iniciado una nueva etapa de su existir, un tramo lógico y natural por una parte, pero siempre propicio a crear algún quebradero de cabeza a los protagonistas. Sencilla y llanamente se estaba empezando a enamorar. De hecho, y a estas alturas, ya estaba totalmente enamorado. Todo había empezado, como suelen comenzar estos avatares “cardíacos”. Había aparecido en el lugar una joven (debía tener recién terminada la carrera y ser ese su primer trabajo) con aspecto y modos de ser una profesional de costumbres firmes y muy liberales. Y un fin de semana cualquiera se conocieron y, de inmediato, se produjo entre ambos una atracción mutua. Nada que, de momento, pareciese algo importante, pero que terminó en una relación en la que predominaba el atractivo, y disfrute, físico sobre el sentimental. Dichos contactos se mantuvieron durante bastante tiempo, sin que en su trascurso se impusiese obligatoriamente ningún acto. Sus salidas, que no eran fijas, ya que ella solía “guadianear” un tanto, podían comenzar yendo a tomar unas tapas, o unas copas, o para oír música, y acabar, o no, conociéndose (léase gozándose) en toda la extensión de la palabra. No era extraño ese tropiezo. La noche…la ocasión…, pero pese a que los dos jóvenes pertenecían a una generación en la que, tiempo ha, se había desmitificado completamente el sexo, repito que no era siempre algo de obligatorio ejercicio y sin el que no se separaran. Hablamos entonces de, para no ocuparnos minuciosamente más de ello, que tenían un vínculo afectivo muy, muy, normal, dados los tiempos que corrían. Pero ya se sabe que aquel que juega con fuego suele acabar quemándose. Y aunque, para ella, este devaneo sólo consistía en una distracción, digamos, placentera en algún modo, a nuestro hombre esos ardores le llevaron al poco tiempo a caer rendidamente enamorado y pedirle, muy formalmente, que se convirtiera en su esposa, para aquello de formar una familia, tener hijos, etc., etc.. Al oír esa declaración, por otra parte completamente lógica, ella trató de convencerle de lo innecesario de meterse en esos berenjenales. A qué cambiar, si vivían bien separados, disfrutando de todos los beneficios matrimoniales, pero sin las obligaciones, trabas y compromisos que acarreaba la vida conyugal. A ella no le apetecía, para nada, buscar casa, amueblarla, preparar papeles, organizar actos y todos esos líos. Pero él, acostumbrado ya a …beber veneno, por licor suave/ a olvidar el provecho, a amar el daño…creía saber que lo suyo era amor, aunque no lo hubiese probado. Y una y mil veces le declaró su inmenso cariño rebatiéndole a su amada, mil y una veces, las excusas que esta le mostraba. Y tanta fue su insistencia, que una noche ella le dijo: -Mira, estoy convencidísima de que estás enamorado de mí, y te digo que también yo lo estoy de ti, aunque cada uno tengamos muy distintas maneras de entender y vivir el amor. Esto me lleva a decirte que si me casase contigo, antes te acarrearía la infelicidad que la dicha. Yo no me veo en el cumplimiento de todas las obligaciones que conlleva el himeneo, y si acato unas, quiero verme liberada de otras. Por eso, te aclaro que me agradará vivir junto a ti, ya sea célibe o desposada, y que te seré completamente fiel en uno u otro caso, pero sólo en parte, pues en cualquiera de los dos, has de saber que si tienes mi cuerpo no tendrás mi alma, y viceversa. Si yo soy tu mujer, la señora de tu casa, tú no serás el único visitante de mi alcoba, pero si quieres que sigamos yaciendo cuando nos venga en gana, no me casaré contigo. Esto, que dicho por una mujer parece algo raro, no lo sería si lo dijese un hombre. Yo, así, aparezco como meretriz, y a la inversa tú te mostrarías como un donjuán. Eso es el machismo, que alaba en el hombre lo que no tolera en la mujer. Pero ese es otro tema. Lo nuestro ha de ser de ese modo, porque yo soy así, y, de esa manera, has de tomarme o dejarme. Decide de qué manera seguimos, o si rompemos definitivamente. Piénsalo bien, y te ruego me des una respuesta mañana, pasado como mucho, cuando nos veamos para tomar café En esas más de cuarenta horas, había repetido una y otra vez, aquellas sus palabras que recordaba fehacientemente una por una. Había tratado de hallar la manera de buscarle un encaje, para poder sobrellevar una vida corriente junto a esa mujer que le había pedido algo que no era nada normal. Pero ni supo encontrarlo, ni creía que lo hubiese. Sus frases habían sido muy claras y muy sinceras, pero a él, sin tiempo ya para rebinar más sobre su mal, se le caía el alma a los pies. Como a diario, tomó su ducha, se afeitó, vistió traje y corbata, y dando en la torre las nueve de la mañana, salió de su casa. Pero ese día, en vez de coger la calle hacia la derecha, como siempre, la tomó hacia la izquierda en dirección a la Alameda y el río… Ramón Serrano G. Febrero 2014