jueves, 11 de enero de 2018

Denigrar, hablar

Pienso, y siento creer que no lo hago equivocadamente, que uno de los actos que más le cuesta llevar a cabo al ser humano es el de ponderar a los demás, tanto por sus dichos como por sus obras, mientras que para vejar, difamar y sacar a “relucir” pifias, descuidos o faltas de auténtica envergadura y, en bastantes ocasiones para inventar o falsearlas, se está dispuesto las más de las veces, y haciéndolo además con plétora. Por supuesto, antes de comenzar, quiero aclarar que voy a aludir a esta actitud, cuando se ejecuta a modo particular y fuera de cualquier acto, lugar, o entorno oficial. Veamos pues la situación a la que quiero referirme y que no es otra que una de las muchas conversaciones, en las que se saca a colación algún sucedido, añoso o reciente, y del que, a uno o a varios de los tertulianos, importa más el modo de proceder de los agentes que intervinieron en el lance en cuestión, que la causa o manera en la que este se desarrolló. Paradójicamente ello apenas interesa, por lo que entonces uno o varios de estos se lanzan a poner a aquellos como hoja de perejil. Si se analiza este proceder, se da de inmediato con varias de sus causas, aunque casi todas ellas parezcan incomprensibles. La mayoría se asienta en experiencias personales y suelen estar condicionadas, por lo que un hecho ha afectado a quienes los emiten, razón por la que su corazón se enciende y su cabeza actúa con el ritmo que aquél le marca. O dicho de otra forma, son juicios en los que se antepone la subjetividad, y no porque el agente no sea buen observador de la realidad, aunque excepciones haylas y tanto en forma como en fondo, sino por motivos bien distintos. Que son: -Autosuficiencia, puesto que se piensa que la verdad es la que él ha observado, sin conceder visos de probabilidad a que no sea así. -Infravaloración del daño que se puede llegar a causar su proceder, sin recordar que es muchísimo más fácil derribar que reconstruir, o que una mancha se hace en un instante, mientras que limpiarla cuesta un gran trabajo y casi nunca vuelven a quedar las cosas como estaban. -Limitación en el juicio, pues se reduce a valorar si uno o varios hechos son negativos, mientras que para reconocer un mérito tiene que hallar muchas razones. Y aún así. Entonces ¿qué razones hay para que haya quien, una y otra vez, se comporte de ese modo? Vendría aquí bien aplicar aquella conocida locución latina, muy esclarecedora, para dar con el porqué del proceder de algunos humanos: -¿Cui prodest?, es decir, a quién beneficia, con lo que las causas más comunes por las que se obra así aunque, a mi entender, no está entre ellas un afán educativo para que alguien conozca más de alguien, lo cual estaría bien si en los asertos hubiese tanto críticas como alabanzas. Mas al no ser así, las razones que conllevan a esta conducta son: - Ante todo un prioritario deseo de denigrar a alguien más que de narrar un determinado sucedido, y hacerlo con manifiesta parcialidad, e incluso con tozudez, ya que nunca se procura hallar lo que pudiese haber de bueno en la acción comentada, y algo correcto habría. - Ansia exorbitada de triunfo propio, enfatizando intentar demostrar la veracidad de sus afirmaciones, pero con razones tan fútiles, tan peregrinas, como afirmar que han vivido vecinos varios años, o que eso no es una mentira, que estaría bueno que lo fuese. Y pormenorizando los hechos para dar una mayor credibilidad a lo que exponen, lo que, en el fondo, resta envergadura a sus asertos, pues sabido es que “excusatio non petita, accusatio manifesta”. - Querer ser poseedor casi en exclusiva y, desde luego de manera más vasta, del conocimiento sobre algo que se considera interesante, aunque en verdad tan sólo sea un episodio deleznable, lo que a la larga viene a ser demostrador de la tenencia de una manera de ser poco encomiable. - No pensar, ni por asomo, que, en cualquier, caso se podría contar lo sucedido, incluso con muchos detalles y bastante prosopopeya, pero no desvelar el nombre del protagonista, puesto que con ello la historia no gana nada, sin tener en cuenta, como ya dijera Epícteto, que para sentenciar se debe olvidar a los litigantes y acordarse sólo de la causa. - No valorar ni haber en cuenta que condenar entristece y enaltecer alegra, que a un humano que sea eso, humano, buena persona, y no rijoso o con exagerado puntillo, un panegírico le deja mejor sabor de boca que una reprobación prolija y ante todo innecesaria. Y para terminar, y tras un ligero inciso apuntando que sería una buena postura a adoptar por parte de los escuchantes, el vestirse de piedra ante esas palabras y hacer caso omiso a quien así obra, que aunque estos no parece, o no quieren que parezca, darse cuenta de ello, a la larga todo el mundo se da cuenta y se cansa de injuriar a una piedra y de predicar en el desierto. Como final, la conveniencia de recordar que, sobre la posibilidad de hablar mal de alguien por motivos estrictamente personales, hay una ley no escrita que debería ser de obligado cumplimiento, y que si todos la observásemos mejor nos iría. Ramón Serrano G. Enero 2018