viernes, 8 de mayo de 2015

Chaturanga

Una noche, cuando hacía rato que estaba intentando refugiarme en el velo de la reina Mab -ese precioso relato de Rubén Darío-, apareció ante mí un trebejo, bien asentado en un escaque de taracea, y, a su alrededor, varios compañeros suyos. Unos se me mostraban iguales y otros de distintas materias; cada cual asentado en su compartimento o casilla, unas idénticas y otras de diferente composición; y cada quien con su apariencia, unas disímiles y similares otras. Al verlos, creyendo haberme convertido en una liebre de marzo, le pregunté: -Oye, ¿quiénes sois? Y la figura con una gran seriedad, pero con el mayor respeto y amabilidad posibles, me contestó: -Somos cuerpos actores iguales a ti. O quizás, y mejor dicho, a vosotros los humanos. Parecería que fuéramos desemejantes, ya que tú y tus semejables obráis en el mundo, mientras que nosotros lo hacemos solamente en este campo llamado tablero. Vosotros desarrolláis vuestra vida humana y nosotros jugamos a un juego, que en su inicio se llamó chaturanga en la India y ahora se denomina ajedrez. Pero ambos, vuestro existir y nuestro ejercicio, tuvieron, tienen, y tendrán, una gran similitud. ¿Que no lo conoces? Pues te lo explico con el mayor agrado. -Como verás, continuó diciendo la pieza, estamos asentados cada uno en nuestra parcela, escaque, casilla o habitáculo, que muchas designaciones tienen. Cada cual tenemos nuestro nombre, del que nos sentimos orgullosos y estamos contentos con él. Somos diferentes, muchos iguales, y nuestro cuerpo es de madera, de barro, de metal o de vidrio. Y todos con nuestra categoría, oficio y desempeño, y, aunque la impronta que queda al vernos es de que la valía de unos es más importante que la de otros, pero siéndolo en efecto, todos somos necesarios en un momento dado, y unos más oportunos que otros, según las circunstancias. -Todos tenemos un único fin que es ayudar a nuestro ejército y a nuestro rey a vencer al enemigo, pero para eso debemos luchar, avanzando o retrocediendo, pero siempre con la idea de lograr la victoria. Es la ley del ajedrez, la ley de la selva, la ley del mundo: luchar para ganar, pero siempre cuidando de salvar celadas, destruir gambitos, derribar enroques, o eludir esperas. Procurar no ser absorbido, o aniquilado, sin haber conseguido antes realizar nuestra misión. Hemos de meditar mucho cada paso, cada lance, cada episodio, para que estos, una vez superados, sean un éxito, pero sabiendo que por muy grandes, o decisivos, que nos pareciesen, ellos solos no nos garantizarán nunca el triunfo final, ya que este, por el contrario, puede llegarle al adversario al menor descuido que se tenga, bien por una distracción, bien por un exceso de credibilidad. Hemos de tener constancia de que el triunfo no se alcanzará jamás sin haber construido con la suficiente solidez la estructura y la estrategia de nuestro ataque, de nuestra aventura, de toda nuestra existencia. -Somos sabedores de que los peones, los seres más humildes, pueden lograr la categoría de castellanos, caballeros, mitrados, e incluso la femenina majestad, siempre que sepan ascender hasta la octava fila, tras lo que, como queda dicho, les aparecerá la incertidumbre de en qué quieren convertirse, que no siempre el mayor cargo o rango es el más rentable o beneficioso, debiéndose tener en cuenta al hacer la elección, no únicamente las sinecuras y prebendas que el oficio otorga, sino también, y eso es mucho más importante, las obligaciones y responsabilidades que impone. -Quédame solo hablarte del desarrollo de la lucha. En ella, y para ella, no se han de escatimar esfuerzos ni sacrificios. Y se ha de tener la seguridad de que es muy valioso un jaque estratégico, pero también una oportuna retirada. Que se gana tanto ayudando, como dejándose ayudar y que ello, y bien demostrado está, no supone menoscabo de la propia valía. Que se ha de hacer un sabio planteamiento de qué, o cuánto, se debe entregar a cambio de lo que se quiere obtener, para no sacrificar o renunciar con ello más que a lo imprescindible. Que se ha de ser siempre un patricio, sabiendo que ello consiste en que, en el campo de batalla, un desgraciado muera por su causa antes de que tú mueras por la tuya. -Y esto implica, y muy mucho, que, cuando se accede a la lucha, se ha de tener conciencia de que la muerte está siempre al acecho y extremadamente cerca, por lo cual es muy fácil que cualquiera caiga para siempre. Mas, si esto sucediera, que ello sea en ayuda de algún compañero, o en beneficio de la causa. Esto tiene un nombre: heroicidad. Mejor dicho, lo tenía, porque los héroes, como los árboles, o como las buenas gentes, van desapareciendo, día a día, del universo mundo. -Eres joven, pero ya tienes edad para apreciar, y con esto acabo, el gran parecido que existe entre nuestro vivir y el vuestro; entre la manera y modo que tenéis, y que tenemos, de pelear por el triunfo y conseguirlo. De que no siempre el de mayor condición es el más beneficioso para lograr el éxito. Espero que así lo entiendas. A la mañana siguiente, al despertarme, creí que todas aquellas disquisiciones y retahílas que había escuchado durante esa noche habían sido una vana ilusión. O una complicada ensambladura que había montado mi mente. O que por mi cabeza había pasado algo similar a una figuración. Muchos años después, supe que no era así. Ramón Serrano G. Mayo de 2015