martes, 29 de enero de 2008

El Taqlid

El taqlid
Ramón Serrano G.


Cuando en el siglo VII se funda el Islam, esta religión mantiene durante unos trescientos años entre sus fieles el deber de la iytihad, o sea la posibilidad de interpretar libremente las escrituras, aunque con la obligación de esforzarse en hacer dicha interpretación. Pero a mediados del siglo X acaba esta licencia y el precepto anterior queda cambiado obligatoriamente por el taqlid, coaccionando de esta forma a los creyentes para que el Corán sea acogido por todos ellos de un modo predeterminado y exacto. Cabe añadir puntualmente a este comentario la opinión contrastada de importantes eruditos, según la cual, a partir de ese momento la cultura musulmana, que hasta entonces había sido esplendorosa, se va apagando paulatinamente y casi se paraliza.
Podríamos aludir con igual sentido a los devarim (mandamientos judíos) aquellos que están escritos en el meguil-lah y que son de un obligado cumplimiento ante la amenaza de ir a la Guéhena (infierno) o la añagaza del taujid (doctrina de la unidad) Pero sin meternos en mayores averiguaciones históricas y sin querer juzgar el comportamiento de las religiones o de sus mandatarios, severamente estricto demasiadas veces, pues aquellas, o estos , han impuesto reiteradamente normas rigurosas con el único fin de mantener un poder corporativo y a la larga personal, diré, entonces, que tan sólo uno es el motivo fundamental de ese declive y ese estancamiento cultural a que antes aludía: la única y depravada causa de estos males es la privación de la libertad. La obligatoriedad de seguir, bajo penas y sanciones estrictas por todos conocidas, el criterio impuesto por mandatarios de los más diversos tipos y condiciones, casi siempre en busca de intereses personales, espurios y mezquinos.
Observemos pues qué trae consigo o cuál es el acarreamiento de la pérdida de libertad. Constituye esta la facultad que una persona tiene para elegir, bajo su entera responsabilidad, su propia línea de conducta, por lo que es, sin duda, el mayor bien que puede poseer el ser humano, y que no se pierde únicamente cuando a la persona se la tiene encerrada en un recinto más o menos grande, aunque también es cierto que, pese a parecer una paradoja, puede un hombre estar encarcelado y ser completamente libre, si lo está su ánima. No se está privado de libertad, por tanto, sólo si el cuerpo está preso, sino que tampoco se tiene si al alma se le impone cualquier clase de prohibición o cortapisa. Esta es sin duda la mayor lacra, el peor mal que el ser humano viene padeciendo desde su aparición sobre la faz de la tierra, y que en todos los tiempos los poderosos y dominantes han ejercido, demasiadas veces con excesivo rigor.
Tanto se ha escrito y dicho sobre la libertad, lo mismo de su posesión como de su pérdida, que parece absurdo venir aquí a querer añadir algo nuevo, por mínimo que esto fuese. Y ante esa imposibilidad mía de innovación, permítaseme al menos tratar de recordar algo de lo ya dicho sobre tan hermosa idea. Rindo evocación al que en 1983 publicara mi amigo y “paisano” Félix Grande. Me viene luego a la memoria lo afirmado por un político, raza esta que sabe mucho de libertades, aun cuando no lleven siempre a buen fin sus amplios conocimientos sobre la materia. Decía aquella persona -D. Manuel se llamaba- que la libertad no hace felices a los hombres: los hace sencillamente hombres. ¡Gran verdad! Porque un hombre puede carecer, en poco o en mucho, de piernas, de vista o de inteligencia. Pero aún estando anclado, siendo ciego o incluso lelo, se puede vivir dignamente, mas se carecerá por completo de esa dignidad si no se es libre enteramente. Si algo de su ánima, o de su cuerpo, está retenido o atenazado por clase alguna de mordaza. Y sabedores de ello muchos en verdad, pero demasiados aunque tan sólo hubiese habido uno, se han dedicado a hablar – a hablarnos- de la libertad, cuando en realidad estaban encarcelando. En prueba de lo dicho, citaré avergonzado nombres como Inquisición, Gulag, Hitler, Fidel o ETA, todos ellos aherrojadores y esclavizantes.
Tan importante es la libertad, que su pérdida abate totalmente el dicho de Marcial: “Summum nec metuas diem, nec optes” (No temas el último día, ni lo desees). Así pues exijamos que nos sea dada aquella, y que esto se haga siempre de acuerdo con unos principios básicos. Uno: libertad para todos y no únicamente para mí. Otro: libertad auténtica, que a veces nos imaginamos ser libres y estamos bien atados. Otro más, copiado esta vez a Cicerón: “la libertad no consiste en tener un buen amo, sino en no tenerlo” Y por último hacer de ella, si conseguimos tenerla, un buen uso, justo y noble, para que mi libertad no coarte nunca la de los demás.
Todo esto pienso yo, y así lo digo. Pero tú querido lector puedes pensar, con toda libertad, lo que quieras.
Octubre de 2005

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 7 de octubre de 2005

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